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La insignia
6 de octubre del 2006


¿Cuánto mide la realidad? (III)


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, octubre del 2006.



Acabo de leer que el arte no cambia la realidad. De ser cierto, el arte me haría creyente en sentido religioso; porque fuera lo que fuera el arte en general o el tipo de arte en cuestión, por fin se habría encontrado un elemento, un solo elemento en todo el universo, que no la cambie.

Mi ateísmo va a seguir a salvo en ese aspecto. Pero no estoy seguro de que sobreviva a una actividad de cuya capacidad para alterar el mundo dudan pocos: la política. Tanto por su reducción a negociación técnica en ámbitos de poder secundarios como por la tendencia creciente a que sus discursos y propuestas vayan detrás de la realidad. Un ejemplo habitual, con el que todos estamos familiarizados, es la típica contraposición entre poder político y económico. Con estados nacionales cada vez más débiles, con estructuras multinacionales que repiten los vicios y debilidades de los estados, y ante la ausencia de organizaciones internacionales capaces de establecer verdaderos órdenes comunes, es evidente que el ejercicio de la gran política tiende a reducirse a una actividad técnica con instrumental de diplomacia, es decir, de arte. Sin embargo, hay aspectos menos llamativos donde su crisis me parece más transparente.

Elaboración de alternativas: un proceso básico de recopilación de datos y experiencias, debates en los campos profesionales oportunos, síntesis, efectos naturales del trabajo que se lleva a cabo, consensos, esas cosas que se hacen cuando se trata de buscar soluciones a un problema. En principio, no hay nada más sencillo ni más inocente. La ciencia lo hace constantemente. La política, parece estancada. ¿Lo está? Sólo como espejismo. Aunque el ser humano es el sujeto de la política y del arte, la evolución política es más lenta que la artística. Por ejemplo, la literatura clásica nos resulta tan cercana hoy como hace siglos porque contiene formulaciones difícilmente superables de todos o casi todos nuestros mitos, y nosotros no hemos cambiado sustancialmente. Si el elemento central de la literatura fuera la originalidad argumental, la literatura estaría muerta; es muy difícil escribir algo que no se haya escrito antes, y aún más, escribir algo que supere las mejores formulaciones anteriores. Pero eso no ha detenido la industria editorial ni detendrá la persecución individual de la belleza a través de la palabra escrita. Por dos buenos motivos: el primero, que la originalidad no sólo no es condición de la literatura sino que hasta los argumentos pueden ser un factor irrelevante (en esencia, sólo la forma es condición sine qua non); el segundo, que la frontera de los clásicos está muy alejada en el tiempo y hemos tenido ocasión, de sobra, para asumirlos, hacerlos nuestros y seguir adelante. En cambio, la política sigue confundida con el canto de sirena de la originalidad y, sobre todo, no ha alcanzado la frontera de sus clásicos hasta el siglo XX.

Eso provoca una lógica inquietud. Las grandes obras de la organización social, los mitos equivalentes a un hidalgo de La Mancha y un príncipe danés, llegaron hace dos días -en términos históricos- y aún no hemos superado el vacío posterior. Todo nos parece, por comparación, pequeño, inútil, aburrido o incluso demostrativo de una supuestamente inevitable decadencia. Se podría decir que sufrimos la crisis de la edad adulta de la política; es decir, nada que no se solucione con paciencia y un par de copas.

Lo malo es que los espejimos son propios del desierto. Que la política no esté ni pueda estar estancada no significa que estructuras como partidos, sindicatos, etc., no sufran estancamiento y la consecuente pérdida de representatividad. Siempre hay optimistas que se aferran a una cara de la situación y enfatizan la descentralización y multiplicación de fuentes desde otro campo bastante difuso, el de la «sociedad civil», como sustituto o contraparte del ejercicio político tradicional. Y es cierto, ese campo existe y tiene su espacio. Pero ningún ciudadano bien informado podría negar que el estancamiento intelectual es tan común hoy en día en la mayoría de los sectores de la sociedad civil organizada como en el consejo de ministros con más figuras de adorno o en el comité federal más pasivo del más pasivo de los partidos imaginables.

La ventaja de esta época es que efectivamente se ha producido una democratización -pequeña, pero crucial- de la creación y emisión de información. Una gran noticia, una de las mejores de la historia. Y sería aún mejor si no fuera porque la política camina tan desfasada en relación con las posibilidades de la ciencia, de la tecnología, del conocimiento humano en suma, como todos sus clásicos en relación con los clásicos literarios. Si a ello sumamos que ni siquiera se ha conseguido un mínimo grado de justicia en el planeta, la brecha entre el mundo real y el mundo institucional crece por los dos extremos: el de los que no tienen nada (economía) y el de los que ya no dependen necesariamente de lo oficial para vivir el mundo (cultura). ¿Qué hace la política ante ello? ¿Qué hacen los partidos, las ONG, los gobiernos, los grandes medios de comunicación? Encerrarse en sí mismos y actuar sólo para un porcentaje determinado de la población, del mismo modo que una multinacional limita su producción a lo que considera oportuno y abandona sectores del mercado por considerarlos minoritarios, dífíciles o menos propicios para el margen de beneficios.

Cuando la izquierda entró en ese proceso, perdimos el presente. En conjunto, se ha convertido en una emisora de conservadurismo moral que compite con la derecha. Está lejos de la calle y lejos del conocimiento. Durante muchos años del siglo XX, las listas de las organizaciones políticas estaban trufadas de grandes profesionales del arte, las ciencias, la educación. Hoy son un nido de personajes mediocres, cuyo talento se limita a saber gesticular correctamente ante las cámaras. En lugar de atraer, alejan. En lugar de abrir caminos, los cierran. La brecha de la que hablaba es enorme y muy evidente incluso en Europa occidental. Leer las propuestas de buena parte de las organizaciones de izquierda es descubrir la existencia de vida extraterrestre. Han olvidado la economía, las clases; están enfermos de identidad, etnicismos, multiculturalidad; mantienen posturas robadas a la extrema derecha en materias como la regularización de la prostitución, la legalización de las drogas, los cambios en el concepto de familia y hasta el respeto a las prácticas sexuales en cuanto las encuentran demasiado perversas y no proclives a su buen rollito.

Pretender que esas gentes escuchen y recapaciten, sería perder el tiempo; de hecho, han desarrollado redes de castigo a la disensión que aseguran la categoría de traidor a cualquiera que no marque el paso. Pero no debemos darles la espalda, ni callar, ni cometer un error parecido al suyo y creer que la realidad somos, sólo, nosotros. Si lo tenemos presente, no habrá desfase que dure cien años.



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