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24 de noviembre del 2006 |
Juan José Valenzuela (*)
Antes de hablar del agua es necesario mencionar brevemente algunas propiedades que le confieren el carácter de molécula esencial para la vida: el agua es un dipolo, es el solvente por excelencia, tiene un alto índice específico y una alta tensión superficial. Estas propiedades hacen del agua un elemento imprescindible para la vida de cualquier especie, por tener participación directa en los procesos metabólicos, actuar como medio de transporte y termorregular, entre muchas otras funciones vitales.
El agua cobija la vida, alimenta a las plantas, nutre a los animales de que nos alimentamos, nos sacia, nos limpia, nos asombra, nos moja, nos divierte, nos sostiene, nos estremece. Pero el agua no sólo da vida, el agua es vida. Nuestro cuerpo está constituido en un 60% del líquido vital, el sudor, la sangre, la orina, las lágrimas, la saliva, junto a un sinnúmero de otras secreciones, todo repleto de agua, por algo los curas hablan de "agua bendita". El agua está llena de vida y la vida está llena de agua, un requisito fundamental para la existencia, al menos desde nuestra doméstica perspectiva. Si bien en un comienzo existía un sólo supercontinente, que comprendía la unión de todos los continentes actuales y una sola gran masa de agua que lo abrazaba, al igual que todo lo que se une esta masa de tierra se separó, a través de un proceso geológico de desplazamiento de masas continentales que se perpetúa hasta el día de hoy. Como resultado, el ambiente condicionó y definió las características de cada masa de tierra y las aguas que la rodeaban, al igual que los atributos de los moradores de cada territorio, proceso de diferenciación que se traduce en razas, subespecies, etnias y variedades. Esta fractura de la tierra derivó finalmente en una fragmentación social, cada espacio aprendió a discriminar y jerarquizar a sus habitantes. Cada océano con sus formas, cada mar con sus caprichos, cada pedazo de costa con sus frustraciones, reflejadas en un sinnúmero de comunidades costeras que aún sobreviven a la privatización de nuestras aguas. Esta vinculación con el mar puede llegar a niveles que exceden nuestra prejuiciada razón: tradición, cultura, historia, religión y lo más importante, subsistencia. En definitiva, lo que inicialmente se manifiesta como una barrera física finalmente se expresa como una frontera económica, brutal, humana. Entonces, no podemos considerar nuestros océanos como un eterno dilusor; es necesario elevarlos a la categoría que se merecen y cuidarlos, como cuidamos nuestra vida. A diario irresponsablemente asumimos el océano como un reservorio interminable, tan pródigo y benigno que es capaz de opacar cualquier atisbo de mal uso, siendo que si envenenamos el agua envenenamos la vida. La capacidad del océano de soportar los vertidos de tanta porquería es limitada, así como también sus recursos, incapaces de tolerar niveles de explotación que atentan contra su propia conservación, al menos como recursos pesqueros. Al parecer se ha creído que esta descomunal masa de agua se manifiesta como una fuente de productividad infinita, un equilibrio dinámico que se perpetúa de manera tal que la misma explotación favorece la recuperación de la especie predada sobre la base de los nichos ecológicos que quedan disponibles, una nueva teoría ecológica-pesquera, el tinte que imprime nuestra administración pesquera. Al parecer tampoco importa mucho, o bien la importancia relativa resulta marginal al lado de los beneficios que reporta la explotación y lucro para las grandes cúpulas económicas. Y mientras unos pocos se enriquecen con el usufructo de nuestros mares, los más necesitados se hunden en su miseria; dos caras opuestas, una contradicción vital si consideramos que para los océanos no existe la propiedad privada, aguas comunes que derivan de un gran volumen de agua compartido. Paradójicamente, siempre que observamos el mar, el horizonte se nos muestra a la altura de nuestros ojos, estemos donde estemos, un espejo del uso que le damos, al sentirlo muy cerca del cerebro y lejos del órgano que figurativamente alberga toda la sensibilidad del ser.
(*) Juan José Valenzuela es biólogo marino. |
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