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La insignia
29 de noviembre del 2006


El lugar del gaviero (I)


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, noviembre del 2006.


El tiempo es el mal, nos repite incansablemente uno de los escritores, y puede que tenga razón. Nada hay peor que asistir a la decadencia intelectual de quien fue una de las mentes más despiertas de su tiempo - y era consciente de ello. Pero el tiempo es también lo que nos permite tomarle la medida a las personas, a la vida, a las reputaciones y a la escritura, pues toda escritura, se quiera o no, se enraíza en el tiempo, en aquel durante el cual fue escrita y el tiempo en que se lee; entremedias, el de la vida que va calibrando, aquilatando o perdiendo para siempre esa misma escritura.

Comenzamos a leer y todo nos parece maravilloso y sobresaliente; pasa el tiempo y vamos discriminando, eligiendo y rechazando. También asistimos perplejos a la caída, a veces fulminante, de algunas escrituras y, cómo no, a la heroica resistencia contra la costumbre, la desidia, la facilidad o cualquier otra enfermedad del intelecto.

No es la mejor la época que nos ha tocado vivir; quizás tampoco sea la peor. Bien es cierto que los medios audiovisuales atacan con ferocidad y que no logramos ver cómo convertirlos en aliados. A cambio, la censura estatal o eclesiástica han desaparecido en su casi totalidad. Continúa como un residuo, pero imposible de eliminar, la censura propia. Pues cómo no pensar en que hay escritores que escriben cuidando de no ofender a ciertos poderes fácticos, que son los de siempre, los que nunca cambian, los que no desaparecen. Ya lo dice la máxima: "Donde manda patrón, no manda marinero."

Hubo - y parece que hiciera de ello muchos años - un tiempo en que en España iniciaron su escritura algunos tocados por una doble intención: la del intelectual y la del artista. Quizás sería más apropiado decir, la del intelectual artista o artista intelectual, dependiendo del predominio y de la importancia de cada uno de los términos. Excuso enumerar una nómina que sería siempre incompleta. Basten ahora los nombres de los dos que vienen a cuento: Gabriel Albiac y Rafael Argullol. Aunque a primera vista no lo parezca, son figuras similares, animadas por gustos e inicios muy parecidos, idénticas profesiones y pasiones cercanas. Los dos han abandonado en algún recodo del camino la tutela marxista, los dos han utilizado las tribunas que la sociedad ponía a su disposición para participar en la vida pública. Escritores de periódico, novelistas, poetas, traductores, ensayistas, antólogos, tutti quanti. Lo menos que se puede decir es que han protagonizado sendas vidas desde el rigor intelectual y la entrega constante. Sorprende mucho más ahora en tiempos de frutos fáciles e inconsistentes, cuando los novelistas escriben también sesudas monografías históricas - ¿o es cuando los historiadores escriben grandiosas novelas históricas? - y se prodigan aquí, allá y acullá, dirigen de todo, opinan de lo divino y niegan lo humano, y con el común denominador (y propósito, sin duda alguna) de que se olvide antes de que el lector haya cerrado las páginas del libro, para así poder entregarle otro tocho mirífico en que exponen sus ínclitas, inauditas e insólitas razones, basadas en el principio de autoridad: "fulano dijo tal" (la mayoría de las veces fulano vivió en los gloriosos siglos del XI al XVII). Reconozco a estos escribidores la extraordinaria capacidad de escribir mucho y que nada de lo escrito alcance un mínimo de calidad intelectual. Tienen una puntería certera para la frase vulgar, y el pensamiento chato y orondo (también mondo de sustancia, lirondo.)

No es de ellos, sin embargo, de quien quiero hablar. Gabriel Albiac y Rafael Argullol son, ya los he mencionados con anterioridad, filósofos - quizás sería más correcto decir intelectuales - que se iniciaron en los finales del franquismo. Este hecho histórico marcó sus respectivas escrituras, al igual que la de tantos, pues es cierto que entonces no se podía escribir bien si no se hacía contra el orden vigente, y en ello siguieron de modos disímiles y más o menos encubiertos. En la treintena larga que llevan al pie del periódico y en medio del libro, enfangados en luchas y polémicas, han publicado una obra que es más que representativa de los avatares sociales, políticos e ideológicos de España.

Los dos libros que han atraído mi atención representan con bastante precisión el pensamiento de cada uno. Son recopilaciones de inquietudes que se proyectan hacia el futuro como no podía ser menos en todo pensamiento que se quiera vivo y jovial. La diferencia está en el modo de proyectarse y en la dirección que cada uno toma. Les interesa el mundo que se inaugura con la ruptura de la Revolución Francesa, aunque a veces naveguen hacia atrás, hacia el Renacimiento y el Barroco, en busca de los pintores y filósofos de entonces, pero hemos de entender que es una búsqueda desde la Modernidad. Spinoza, Botticelli, Pascal o Bruno son leídos e interpretados desde los pliegues que deja al descubierto una razón que se ha creído omnímoda pero se ha revelado insuficiente. No son lecturas filológicas, lo cual se agradece, sino filosóficas entendiendo estas como intento de interpretación desde el presente y no como recuperación arqueológica. Si la filosofía de Platón sirve es porque ilumina algún rellano en la escalera sinuosa que es la historia.

La Europa de entreguerras con sus vacilaciones, los abismos que deja entrever en las pesquisa de Sigmund Freud, la potencia que Friedrich Nietzsche y Karl Marx proyectan en esos años tan cruciales aunque simulemos haberlos olvidado o, aún peor, los hayamos olvidado, ocupan gran cantidad de páginas, unas veces de manera explícita, otras, no tanto. No sólo la filosofía, el arte plástico, la arquitectura o la escultura, las polémicas sobre el arte degenerado, que eran en realidad una polémica sobre Europa y el rumbo que parecía haber tomado abandonando sus principios rectores según algunos iluminados que lucharon por llevarla de nuevo a la senda única y verdadera y para ello se vieron obligados a prohibir el arte más interesante que se estaba haciendo entonces. También la Revolución y el Terror aparecen en sus páginas, sobre todo en las de Albiac, y aunque los artículos que de ellos tratan son ensayos con un punto histórico, el lector intuye que están escritos con la mirada puesta en el presente, en la España del siglo XXI.

Sin embargo, y a pesar de las semejanzas, hay diferencias importantes entre los dos libros - entre los dos escritores - que si ya estaban presentes en anteriores escritos, ahora se hacen más patentes. La Enciclopedia del crepúsculo es la recopilación de veinticinco años de articulismo ininterrumpido. Durante todo este tiempo Argullol ha ido articulando su pensamiento en torno a algunos temas fijos: la idea de Europa, las relaciones entre arte y filosofía, la narración, el nomadismo, los totalitarismos y la libertad o la persona, entre tantos otros. Con una encomiable afán pedagógico ha ido encomendando a la prensa la divulgación de su pensamiento, siempre a raíz de algún tema de actualidad para ilustración y debate públicos. Nunca ha sido su propósito sentar cátedra ni decir la última palabra; a lo sumo, ha buscado las razones, la explicación y una propuesta siempre personal fundada pero debatible e incluso rebatible. Ha querido situarse en el lugar del vigilante, aquel que escudriña el panorama y avisa de lo que ve, al igual que un buen gaviero en alta mar. Nunca ha sido el suyo el del visionario que ha sabido siempre lo que los demás ignoraban o el del iluminado a quien la divinidad le dicta las palabras que ha decir. La lectura de sus artículos nunca conduce a la exaltación del ánimo; invitan a la reflexión profunda y mesurada.

Por el contrario, Gabriel Albiac nos da un libro que aunque se pretende diccionario o libro de ensayos, falla y en su lugar aparecen sermones. Entiendo un sermón como aquel discurso que un clérigo - en su más lata acepción del término - da (mejor decir endilga) a la feligresía, que no son sino aquellos pobres que ya están convencidos de antemano. Sermones hay, así, religiosos, políticos, mediáticos o televisivos. Se caracterizan por su renuncia a la reflexión, a la exposición razonada de las ideas o de los datos mediante un uso específico del lenguaje que impide desde un principio el ejercicio de la razón porque se dirige a los sentimientos. Es un discurso cordial en el peor sentido del término, pues no es ni amigable ni acogedor; al contrario, turba y desazona.

Ya he apuntado que no son del todo nuevo los temas en este peculiar diccionario. Se aprecia, sin embargo, una diferencia: aquellos temas de mayor antigüedad están escritos mediante la exposición y razonamiento. Los nuevos, por el contrario, no buscan ni la exposición ni la argumentación sino la imposición de una lógica de la guerra (que es la que impide el raciocinio, y eso Albiac parece haberlo olvidado).

En los años ochenta Albiac se alineó dentro de los desencantados con el comunismo oficial emanado del PCUS y que no era más que una de las causas y consecuencia de mayo del 68. Por aquel entonces el antisovietismo de izquierdas brotado de manera sorprendente se encarnó en figuras como Gilles Deleuze, Felix Guattari, o Antonio Negri, por citar algunos. Había naturalmente otros, Cornelio Castoriadis, Michel Foucault, Jacques Lacan. Para Albiac el intelectual había de oponerse sistemáticamente a la razón dominante y no dejarse llevar nunca por la razón común. Había en la postura, se puede ver bien, un punto de aristocraticismo del que él mismo era consciente. Claro que en los años ochenta aún era comunista. En los inicios del siglo que nos lleva, las seguridades comunistas se han derrumbado y Albiac, al igual que otros, se ha quedado sin certezas. La consecuencia es que sigue criticando la razón dominante, pero ya no es como antes lo era la del capitalismo. En el primero de los ensayos del libro se reconoce naturaleza muerta, en otro libro anterior se califica como póstumo. Psicológicamente la consecuencia es una nostalgia incurable de la que Albiac se salva evitando todo contacto con otras ideas que sin ser las del comunismo más o menos clásico, siga postulando una sociedad diferente, o al menos una en la que la razón instrumental y dominante no campe a sus anchas. El viejo comunista republicano y anticlerical ha decidido, en un extraño movimiento ideológico (pero repito muy común entre compañeros de su generación), abandonarse en el regazo de otras seguridades que patrocinan la Iglesia católica y la derecha económica, social y política.

En algún momento de Diccionario de adioses dice que se ha quedado sin lengua al habérsele derrumbado las mitologías fundantes. No es esto obstáculo para que siga hablando. Habría sido más coherente guardar silencio, saberse derrotado y, desde la discreción del refugio, dejar pasar la vida y a lo sumo dar testimonio de la extraña situación en la que se encuentra. Opta por la solución opuesta: la de seguir escribiendo sin tener nada nuevo que decir y, lo que es infinitamente peor, abandonando su posición de filósofo para ingresar en la de los clérigos. Prefiere seguir dejando constancia no ya del mundo sino de su personal travesía por la oscuridad. Es normal no entender el mundo llegado a una determinada edad, o incluso no haberlo comprendido nunca. Es normal también cambiar y matizar las que fueron nuestras primeras convicciones, al igual que lo es el equivocarnos - muy frecuente sobre todo cuando se ejerce de visionario, más raro en el que argumenta. También es frecuente decir que uno ha cambiado y mantenerse en el radicalismo de siempre. Al fin, solo se trata de sustituir unas mitologías con otras. En el libro, arbitrario y regido por la lógica de la guerra, Albiac se decanta siempre por la solución más radical. A veces parece que habiendo sido abandonado por los antiguos ideales, permaneciera en el mismo lugar desde el que otear el mundo, a veces también se percibe que baja la guardia y la perspicacia que fuera rasgo común de uno de aquellos chicos listos del sesentayocho se haya perdido en alguna vuelta del camino.

Al menos la sinceridad y el juego con las cartas descubiertas desde un principio se le agradecen. No es suyo este mundo, en el que a veces parece sentirse tan a gusto, sobre todo con ciertas consignas propias de la razón dominante (de la que siempre ha dominado y por eso ni nos damos cuenta de su existencia.) Le ha llegado la hora de ir despidiéndose, de soltar amarras con lo que uno fue, de volar los puentes, creo intuir. El problema reside en la derrota que toma la nave, porque a veces la consigna del radicalismo no esconde más que la incapacidad de razonar. Cuando alguien se sitúa como él lo hace en el quicio de lo razonable y de lo posible y la única actitud admisible es la de llamar a los demás acomodaticios, cobardes o ignorantes, me pregunto siempre si es así o si no será, por el contrario, que no se quiere aceptar el mundo tal como es. Fue un postura frecuente entre la extrema izquierda que siempre tildó a los social demócratas de reformistas, al igual que la extrema derecha descalificó la misma postura en la derecha democrática.

Albiac se reconoce hijo de su época, que ya termina, y sitúa sus inicios dos siglos atrás en los albores de la Revolución Francesa, pero más bien creo que es hijo del período de entreguerras cuando asaltó a las elites intelectuales, políticas y económicas un menosprecio absoluto de la burguesía y de la democracia representativa, que guió los pasos de los Totalitarismos, de Heidegger tanto como de Jean Paul Sartre, de la Falange española como del Partido Comunista español (los dos partidos revolucionarios antiburgueses.) La postura la mantiene cuando afirma:"Nada, en rigor, debe nunca ser dicho." La frase, ingeniosa y llamativa, es cuando menos incongruente en alguien que se ha pasado toda su vida escribiendo y que ha cifrado su vida en la escritura. Es preocupante porque, más allá de retóricas simplonas y complacientes, lo que Albiac señala es la inexistencia o destrucción del espacio público. Si algo debería tener claro un filósofo, o un intelectual, es que todo ha de ser dicho, que la postura del místico que se refugia en el silencio porque el lenguaje es insuficiente y hay que confiar únicamente en la revelación divina, es falsa y perjudicial; es además una postura que coloca a la persona en una relación de absoluta dependencia con respecto de la divinidad. Los filósofos, y de nuevo Albiac parece haberlo olvidado, se valieron de la palabra para derribar los mitos, las costumbres, las inercias sociales, la injusticia, y todas las lacras habidas y por haber. Sin lenguaje, no hay pensamiento; sin la exposición pública de las razones no hay sociedad ni atisbo de posibilidad de cambio. Puede que haya intercambio de bienes o de fuerza de trabajo, pero nada que se parezca a una organización razonable, libre y justa de las personas.



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