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La insignia
14 de mayo del 2006


El fracaso de Morrie


Jorge M. Rodríguez-Martínez
La Insignia*. Canadá, mayo del 2006.


Al final de su libro If You're an Egalitarian, How Come You're So Rich?, el filósofo canadiense G. A. Cohen nos cuenta cómo su padre -un hombre de sesenta y nueve años- fue despedido de la fábrica en la que trabajaba como obrero. Un día de 1980, el jefe se acerca al padre del filósofo y le espeta: "Ok, Morrie, esto es todo." Morrie había empezado su vida laboral como operario en 1925, a la edad de catorce años, y dejaba el campo laboral en la misma posición cincuenta y cinco años después. Estaba imbuído de la dignidad de ser obrero. A fin de cuentas, su esposa y él habían formado su hogar en una comunidad judío-comunista en Montreal.

A principios de los años cuarenta, Morrie había tratado de montar su propia fábrica en asociación con un compañero. El intento, sin embargo, no duró más de un par de años. El negocio fracasó, en gran medida, porque Morrie nunca se atrevió a explotar a sus trabajadores para poder mantener la lucha con sus competidores.

Para "el que entiende y sabe de economía" -una frase tan socorrida por algunos columnistas- Morrie fracasó debido a que no llegó a comprender la naturaleza del mercado." Si Morrie hubiese aunado su espíritu emprendedor al conocimiento de la naturaleza del mercado libre, su esfuerzo habría redundado no sólo en el éxito de su empresa, sino también en una contribución general a la sociedad. Los consumidores habrían tenido más posibilidades de escoger; sus empleados no habrían perdido su fuente de ingreso. Quien aduzca esto quizás nos recuerde la sabiduría de Milton Friedman para hacernos ver que nuestro pan de cada día se los debemos no a la bondad del panadero sino a la lucha de éste por satisfacer sus intereses egoístas. Después de varios siglos, el estilizado carnicero dibujado por Adam Smith (un pensador más rico, sin lugar a dudas) sigue vigente en el escaparate de los modelos que ayudan a los faltos de imaginación.

¿Significa entonces que estamos condenados a ser egoístas? Podríamos responder esta pregunta en términos positivos, si la estructura de nuestra vida cotidiana no estuviese ya dañadas por ciertas carencias éticas que, por otro lado, no pueden ser desvinculadas de la miseria material en que vive la mayor parte de la población mundial. Tal vez debamos recordarle al apologeta del mercado que la ciencia económica no es una "disciplina dura". Muchas veces las ciencias sociales se basan en una visión congelada de un sistema de cosas que no soporta la reflexión crítica. Porque si nos situamos al nivel ético, podemos preguntarnos: ¿si el sistema económico global funciona así, tiene que seguir trabajando así? La respuesta a problemas éticos no puede ser dada por hechos sociales que de antemano están distorsionados por tinturas ideológicas. ¿Se justifica la guerra porque siempre ha habido guerras? ¿No cuenta para nada el hecho de que la mayoría de víctimas de la guerras -que no suelen ser las personas que las deciden- siempre se han resistido a ellas?

Así, ¿qué pleno entendimiento puede derivarse de creer a pie juntillas en la mano invisible del mercado que tanto entusiasmó a Smith, aunque en un sentido que no corresponde al neoliberalismo ramplón de nuestros días? Hay que preguntarse qué tan invisible es una mano negra y peluda que después de estrangular a la víctima, le da vuelta y la sujeta por los pies a fin de asegurarle que no le queda nada de valor en los bolsillos. ¿No es esa la mano de ese hombre de sonrisa atractiva y traje impecable que nos saluda desde la portada de la revista Forbes?

Esa mano pertenece al hombre que vive precisamente de la creencia de que el estado actual de cosas no puede criticarse desde un punto de vista ético. Es la mano del hombre que se alegra de que la organización del mundo "nos obligue" a vivir la vida en compartimientos estancos que desvinculan las redes de responsabilidad ética. ¿Puede ser esta apuesta por la irresponsabilidad ser la marca de la racionalidad genuinas? Estamos frente a un contrasentido.

Es aquí donde Cohen recuerda la enseñanza que nos dejó su padre. Con un orgullo que no es fácil de entender para algunos, G. A. Cohen evoca la historia del "fracaso" de su padre: Morrie falló como hombre de negocios pero no como ser humano. Se negó a ver a sus semejantes en términos de los criterios reducidos del mercado. Jamás se corrompió como ser humano. Por eso, Cohen finaliza recordando la cita de Marcos (8:36,37): "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?"


Toronto, mayo del 2006.



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