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7 de marzo del 2006 |
Arequipa, tradicional y globalizada
Wilfredo Ardito Vega
"¿No merece este lugar una Reflexión peruana?", me decía mi amigo Omar Candia, que fungía de guía en el trayecto desde la plaza de Cayma hasta el mirador de Yanahuara. Mientras caminábamos entre las casonas de sillar, el silencio sólo era interrumpido por el rumor casi musical de un arroyo canalizado. Las callejuelas iluminadas por faroles eran estrechas, algunas ligeramente empinadas, y estaban conectadas por escalinatas. Me sentía transportado a uno de los Nocturnos, las fotografías que los hermanos Vargas tomaban de la Arequipa de principios del siglo XX.
Sin embargo, apenas a unas cuadras del mirador de Yanahuara, el panorama que es algo diferente: los niños juegan en las escaleras mecánicas de Saga Falabella o devoran los dudosos trozos del Kentucky Fried Chicken antes de ingresar con sus padres al Cineplanet. Uno podría sentirse en cualquier centro comercial limeño, salvo porque la zona de comidas es más pequeña, por el melodioso acento de los visitantes y por la majestuosa vista del Misti contemplando las nuevas diversiones de sus hijos (aunque no tan nuevas, porque ese exitoso centro comercial tiene ya cuatro años). Gracias a un sorteo entre contribuyentes puntuales, tuve la oportunidad de viajar a Arequipa sin mayores obligaciones laborales, y aproveché para perderme entre los recovecos del antiguo barrio San Lázaro, visitar pequeños pueblos como Characato y Quequeña, almorzar en una picantería de Yarabamba y disfrutar de los fuegos artificiales y los tragos típicos de la fiesta patronal de Sabandía. A Yanahuara regresé prácticamente todos los días, para g ozar de la tranquilidad del mirador. Sin embargo, la Arequipa que yo buscaba no es necesariamente la única en la que los arequipeños desean vivir, como revela la agitación que impregna el centro comercial de Saga Falabella. Todavía algunos limeños creen ser los únicos con gustos "modernos" y desconocen que en otros lugares también existe una clase media que paga con tarjeta, ve televisión por cable, toma fotos digitales, etc.; y que en las ciudades donde eso no es posible, a muchos les gustaría que lo fuera. La primera vez que vi una cámara digital fue en Huancavelica: era de un amigo que, cada vez que puede, viene a Lima en expedición tecnológica. En los últimos años, diversas inversiones están superando los prejuicios respecto a los hábitos de consumo y la capacidad adquisitiva de los "provincianos". Ahora existen también centros comerciales en Piura y Chiclayo, con acogida similar a la de Arequipa. Todavía, sin embargo, existe mucha cautela frente a lugares como Huancayo; probablemente, su ubicación en la sierra tiene una carga negativa, que pesa más que su intenso movimiento comercial. No todos se encuentran satisfechos: "¡Esto no debería estar acá! ¡Es demasiado gringo!", decía un turista europeo viendo a los arequipeños hacer cola ante el mostrador de Pizza Hut. Me recordaba al filósofo español que hace unos años descubrió que en Lima había supermercados, y empezó a criticar el daño que la globalización hace a las identidades locales. Quizás no sabía que los supermercados llegaron a España prácticamente al mismo tiempo que al Perú y que quienes acuden a Merpisa, Kamt (supermercados no limeños, por si acaso) o Metro no lo hacen por estar buscando un cambio de identidad, sino porque encuentran determinados productos. Si alguien considera que un centro comercial es "demasiado" moderno para un lugar "tradicional" como Cuzco o Cajamarca (donde pronto se inaugurará uno), debería tener en cuenta que en muchas ciudades españolas, mexicanas e inglesas se mantiene la belleza de las zonas monumentales, normalmente reservadas para peatones, mientras existen áreas para las necesidades (reales o creadas) de la vida actual. Era domingo el último día de mi visita a Arequipa y vi llegar a la catedral una delegación escolar del alejado distrito de Ilabaya, para cantar la misa en quechua, idioma que todavía predomina en las zonas más elevadas del departamento. Los muchachos estaban ataviados con ponchos y sombreros y las chicas llevaban elegantes faldones bordados. Mientras decenas de turistas les tomaban fotos, yo me preguntaba si muchas arequipeñas preferirían parecerse a esas chicas de Ilabaya, con sus mejillas sonrosadas y sus facciones andinas o lucir como la modelo (rubia, por supuesto) ubicada en un gigantesco cartel colgado de un edificio al lado de Saga Falabella. A juzgar por las ventas de cosméticos, la segunda alternativa tiene más adeptas. Las sociedades cambian y evolucionan y no es posible pretender una identidad congelada en el tiempo. El peligro puede ser asumir que todo lo foráneo es bueno, por el simple hecho de serlo. El reto para los arequipeños, como para los demás peruanos, es aprender a vivir un sano equilibrio, entre el pasado y el presente. |
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