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La insignia
9 de marzo del 2006


__Especial__
España, 1936-1939
El sitio


Arturo Barea
De La forja de un rebelde



Cuando a los sentidos
se sacude y el alma se hunde en la locura,
¿Quién aguanta? Cuando las almas de los oprimidos
luchan en el turbio aire furioso, ¿quién aguanta?

-William Blake-

El sitio de Madrid comenzó en la noche del 7 de noviembre de 1936; terminó dos años, cuatro meses y tres semanas después, simultáneamente con el fin de la guerra.

Cuando Luis Rubio Hidalgo me dijo que el Gobierno se marchaba y que Madrid caería al día siguiente, no supe qué decir. ¿Qué podía haber dicho? Sabía, tan bien como cualquiera, que los fascistas estaban en las afueras. Las calles estaban abarrotadas de gentes que, en desesperación, marchaban a enfrentarse con el enemigo en las puertas de la ciudad. Se luchaba en el barrio de Usera y en las orillas del Manzanares. Nuestros oídos estaban llenos constantemente con las explosiones de bombas y morteros, y algunas veces nos llegaban los estallidos del fusil o el tableteo de las ametralladoras. Pero ahora, ¡el así llamado Gobierno de Guerra se marchaba -huía- y el jefe de la Sección de Prensa Extranjera del Ministerio de Estado estaba convencido de que las fuerzas de Franco entrarían...! Estaba desconcertado, mientras trataba de mantener toda mi corrección. El cajón en el que tenía una melodramática pistola estaba abierto a medias.

-Nosotros nos vamos mañana también -continuó-; naturalmente, el personal de plantilla. Me gustaría mucho podérmelo llevar a Valencia conmigo, pero comprenderá usted que no puedo hacerlo. Espero, mejor dicho, el Gobierno espera, que se mantenga usted en su puesto hasta el último momento. (...)

-Así, ¿usted está seguro de que entran?

-Pero, querido, ¿qué cree usted que puede hacer media docena de milicianos? Dígame, ¿qué pueden hacer contra el Tercio, los moros, la artillería, los tanques, la aviación, los técnicos alemanes? ¿Qué pueden hacer? Claro que no puedo decirle que van a entrar mañana mismo en Madrid, pero no hace más diferencia que, cuanto más tarde entren, más víctimas habrá. (...)

***

A nuestro alrededor, Madrid estaba sacudido por una exaltación febril: los rebeldes no habían entrado. Los milicianos se felicitaban unos a otros y a sí mismos en las tabernas, borrachos de vino y de fatiga, dando escape a sus miedos y a sus excitaciones con unos cuantos vasos, antes de volver a la esquina o a la barricada improvisada que aún persistía. Aquel domingo, el interminable 8 de noviembre, desfiló por el centro de la ciudad una formación militar compuesta de extranjeros en uniforme, equipados con armas modernas: la legendaria Brigada Internacional, que había sido entrenada en Albacete, venía en ayuda de Madrid. Después de las noches del 6 y del 7, cuando Madrid se había quedado sola en su resistencia desesperada, la llegada de estos antifascistas de países lejanos era una ayuda increíble. Antes de que terminara el domingo, circulaban ya por Madrid historias de la bravura de los batallones internacionales en la Casa de Campo; de como "nuestros" alemanes habían resistido la metralla de las máquinas de los "otros" alemanes que iban en vanguardia de las tropas de Franco; de cómo nuestros camaradas alemanes se habían dejado aplastar por estos mismos tanques alemanes antes que retirarse. Estaban llegando tanques rusos, cañones antiaéreos, aeroplanos y camiones llenos de munición. Se corría el rumor de que los Estados Unidos estaban dispuestos a vender armas al Gobierno. Queríamos creerlo. Esperábamos todos que, ahora, a través de la defensa de Madrid -¿qué mejor voto?- el mundo se enteraría al fin de por qué luchábamos.(...)

Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia.

La granada que mató a la vendedora de periódicos de la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo. Noviembre recogió aquella pierna, la refregó con sus barros y la convirtió de pierna de mujer en un pingajo sucio de mendigo.

Los incendios chorreaban hollín diluido en humedad: un líquido negro, seboso, que se adhería a las suelas, trepaba a las manos, a la cara, al cuello de la camisa y se instalaba allí, persistente.

Los edificios destripados por las bombas exhibían las habitaciones rotas, mojadas por la niebla, sus muebles y sus ropas hinchados, deformes, desfilando los colores en una mezcla sucia, como si la catástrofe hubiera ocurrido años hacía y las ruinas hubieran quedado allí abandonadas. (...)

***

Se había terminado el ataque y había comenzado el sitio.

Una escalera estrecha llevaba desde el último piso de la Telefónica a la azotea de su torre cuadrada. Desde allí, la ciudad se alejaba, el aire se hacía más transparente, los sonidos se percibían más claros. En los días de calma soplaba una brisa suave, y en los días de viento, estar allí semejaba estar en el puente de un barco barrido por una galerna. La torre tenía una galería cuyos cuatro lados hacían frente a los cuatro puntos del compás, y desde allí se podía mirar, apoyado sobre la balaustrada de cemento. Al norte aparecían las crestas agudas del Guadarrama, un muralla que cambiaba sus colores con la marcha del sol, de un azul profundo hasta un negro opaco. Cuando sus rocas reflejaban los rayos del sol, se llenaba de luz; a la caída de la tarde se inundaba de cobres e índigos; y cuando la ciudad, ya en tinieblas, encendía su luz eléctrica, los picos más altos brillaban aún incandescentes.

El frente comenzaba allí y seguía en curvas, invisibles, rodeando simas y barrancos perdidos en la lejanía. Después se torcía hacia el oeste, siguiendo los valles y doblándose hacia la ciudad. Se veía primero desde el ángulo de la galería entre su lado norte y su lado oeste; no era más que unas pequeñas vedijas de humo y unas chispas de las granadas que explotaban, que no parecían más que chupadas de un cigarrillo. Después, el frente se iba acercando a lo largo del arco brillante del Manzanares que lo conducía más hacia el sur, hasta los pies de la ciudad misma. Desde la altura de la torre el río aparecía sólido y quieto, mientras la tierra a ambos lados se sacudía en convulsiones. Se la veía y se la oía moverse. Nacían en ella vibraciones que llegaban subterráneas hasta el rascacielos, y allí trepaban las vigas de acero y subían, amplificadas, hasta vuestros pies con el tremor de trenes que pasaran lejanos.

Los sonidos os llegaban a través del aire, desnudos y directos, zumbidos y explosiones, tableteos de ametralladora, restallar seco de fusiles. Se veían las llamaradas en la boca de los cañones y se veían oscilar los árboles de la Casa de Campo, como si hubiera monstruos que se rascaran contra sus ramas. Se veían figurillas diminutas como hormigas que moteaban las arenas del río. Después surgían ráfagas de silencio que os obligaban a mirar el paisaje, tratando de adivinar el secreto de aquella quietud súbita, hasta que la tierra y el aire temblaban en espasmos y la quietud brillante del río se rompía en arrugas de luz temblona.(...)

¡Oh, sí! El enemigo estaba allí, a las puertas, a dos kilómetros de este rincón de la Gran Vía. A veces una bala perdida de fusil hacía un orificio estrellado en el cristal de un escaparate. Bueno, ¿qué? Si no habían entrado el 7 de noviembre, ¿cómo iban a poder entrar ahora? Cuando las granadas caían en la Gran Vía y en la calle de Alcalá, comenzando en el extremo más cercano al frente y trazando la "Avenida de los Obuses" hasta la estatua de la diosa Cibeles, las gentes se refugiaban en los portales de la acera que consideraban más segura y contemplaban las explosiones a veinte metros de distancia. Había quienes venían de barrios lejanos a ver de cerca cómo era un bombardeo y se marchaban contentos y orgullosos con trozos de metralla, todavía calientes, que conservaban como un recuerdo.

La miseria de todo ello no se exhibía. La miseria estaba escondida en cuevas y sótanos, en los refugios improvisados del Metro, en los hospitales sin instrumentos y sin medicinas para enfrentarse con un flujo constante e interminable de heridos. Las casas frágiles de los distritos obreros se derrumbaban como casas de naipes al soplo furioso de las explosiones; como las destruídas, donde se amontonaban las gentes. Miles de refugiados de los pueblos y de los suburbios eran empaquetados cada día en edificios vacíos; cada día, miles de mujeres y niños salían en camiones, evacuados en convoy a la costa levantina. La tenaza del sitio se cerraba más y más, y más batallones de las Brigadas Internacionales, que ya eran dos, se volcaban en las brechas. A pesar de todo, el entusiasmo que nos había arrastrado, por encima de nuestros miedos y de nuestras dudas, no falló nunca. Éramos Madrid.



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