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7 de junio del 2006 |
Miguel Hernández
Salimos precipitadamente de Madrid, de uno de sus cuarteles, al que yo había llegado unas noches antes desde mi pueblo. Me dieron un fusil. Lo cogí como una cosa extraña y me lo eché al hombro. Me avergonzaba confesar que no sabía manejarlo, porque había tenido tiempo de sobra para ello. Vi que unos compañeros se burlaban de otro que estaba en la misma ignorancia que yo, y me volví a avergonzar y me maldije. Era la madrugada cuando salimos de Madrid. ¿Adónde íbamos? Los coches se deslizaban por una carretera que nunca pisara mi abarca de campesino. Mis compañeros cantaban, y yo no podía con mi voz de tristeza. Me empujaban y gritaban para que cantara con ellos. Uno me dio con una guitarra en el hombro. El alba comenzaba a extender luz sobre los campos. Mis ojos se clavaban en los terrones quietos, y mi mirada descubría debajo de escarcha blanca y azul bultos de muertos blancos y azules. Llegamos a un pueblo desierto: en las piedras de las calles había sangre y pólvora seca. Lo primero que hicimos fue mear, y después nos lanzamos a curiosear por las casas despobladas. Entré en un corral, atraído por el olor a establo, y tropecé con una vaca que mugió como si fuera su dueño. Cuando volví a la calle no pude menos que reírme al ver a un compañero vestido de mujer capitalista, con un gramófono que daba vueltas en sus manos y a la espalda el fusil con un lirio en el cañón. Aquello mudó mis humos, y mis pensamientos se hicieron más anchos. Comprendí la necesidad de la pelea contra los fascistas con toda claridad y me olvidé de mi madre y de la paz caliente de mi casa. Se oía un estruendo de tiros que me alegraba el corazón y me lo precipitaba. El sol inundó la mañana fría de noviembre y me encontró con la risa en la boca. Entre risas y música de guitarra y ruido de botas comenzamos a desfilar por un sendero, y cuando el comandante del batallón dijo ¡alto! ya conocía yo los secretos del fusil, que me había enseñado, con mucho orgullo y mucha sensualidad en su saber, un compañero cordobés, cazador furtivo y enemigo de la guardia civil en otros tiempos. A la voz del comandante nos detuvimos todos. Venía la aviación enemiga, y hubimos de dispersarnos por los barbechos. Las bombas llovieron sobre nosotros. Yo las veía caer tendido boca arriba, y el cuerpo me rebotaba en las explosiones. No sé por qué me reía de no ser dueño de mi persona, y mis carcajadas indignaron al cordobés. Se levantó escupiendo tierra y me gritó que el caso no era para risa, sino para seriedad. Los trimotores negros se alejaron estruendosamente, y nuestros ojos y nuestros insultos los siguieron por el aire hasta que desaparecieron. Al mismo tiempo nos quitamos a manotazos la escarcha y la tierra que recogieran nuestras ropas. |
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