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1 de junio del 2006 |
La defensa de Madrid (IV)
General Vicente Rojo
Era el día 15. El enemigo, según se ha sabido después, había recibido refuerzos de la sierra y de la retaguardia; y para dar mayor potencia a su ataque en la Casa de Campo sumó a las Columnas 1 y 3, la Columna 2 (...) Realmente y en buena lógica, aquel ataque debió ser detenido en seco con los medios que allí teníamos reunidos, muy superiores a los de cualquier otro momento o lugar durante los anteriores días de la batalla. Pero en este caso, el atacante había aplicado la máxima potencia en un frente muy estrecho y además, había tenido la fortuna de provocar el pánico en una de nuestras improvisadas unidades que, por haber llegado desde otros frentes y por no haber vivido la crisis de reacción moral del día 7, aún no había captado el ambiente de la lucha en Madrid. Esa unidad retrocedió en desorden, contagiando otras fuerzas, y el enemigo pudo arrollarlas, penetrar en la Ciudad Universitaria y ocupar diversos edificios, hasta llegar al [hospital] Clínico como lugar más avanzado. Aquella jornada o la siguiente pudo ser la decisiva en la suerte de la defensa; pero no lo fue porque otras unidades reaccionaron valientemente antes de abandonar la Ciudad Universitaria, mientras que dos batallones muy bien mandados de las Brigadas Internacionales, situados en la zona de puerta de Hierro, y otro español (Romero) en el puente de los Franceses (sobre el que gravitó el peso del ataque, sin que se quebrase su capacidad de resistencia) y en el parque del Oeste mantuvieron semiestrangulada la cuña de penetración, inflingiendo enormes pérdidas a las unidades que realizaban el asalto. Frontalmente, en el Clínico, la Brigada 2, muy bien conducida por el Comte. Martínez de Aragón, tuvo la misma enérgica actuación, logrando detener el ataque. (...) En el curso de aquellas jornadas, con todo el frente en tensión, siendo Madrid día y noche un infierno de fuego y destrucción, cuando de todos los lugares de la línea de combate llegaban angustiosos pedidos de reservas y de apoyo; cuando no faltaban algunas frases de alarma peligrosamente deprimentes:
-No podremos resistir una hora más... Cuando había que alentar a todos y con algunos maldecir e imponerse utililizando las interjecciones propias del caso, porque pensábamos que bastaba una grieta para que se crease la brecha, y a ésta sucediese la caída de un sector, y cuando tras esto podría sobrevenir...; cuando en aquel incesante batallar desde Humera hasta Villaverde había que administrar los últimos recursos y apoyos, tampoco faltaban en el teléfono respuestas que revelaban entereza, serenidad, gallardía:
-¿Cómo va eso?
Estas, y otras, eran expresiones elementales, sencillas; lo mismo las cargadas de pesimismo o angustia que las rebosantes de confianza. Su conjunto mostraba lo que en un frente de batalla no debe dejar de estimarse permanentemente: la sensibilidad, el poder de aguante del esfuerzo enemigo, la capacidad de resistencia o de réplica, las probabilidades de quiebra, ya sea por el lado de la moral del jefe o de sus soldados, o por el lado del poder militar en acción (...). (...) Después de varios días de lucha desesperada aún pudimos lanzar un fuerte contraataque, con el cual, aunque sólo pudieran recuperarse pequeñas porciones de terreno frente al Clínico y en el parque del Oeste, se hizo patente al adversario que no se había quebrado la voluntad y que, tanto como a nosotros, le urgía fortificarse, como así hizo. Si en táctica es cierto que se fracasa cuando no se alcanza el objetivo, el esfuerzo de esas tres jornadas, que pudieron ser decisivas, constituiría un fracaso para nuestros enemigos. Siguieron terribles represalias contra la ciudad, llevadas a cabo por la Artillería y por la Aviación, provocando más de 1.000 bajas (el día 19), pero no la desmoralización deseada (...) Renuncio a describir y a juzgar el espantoso espectáculo que ofreció la capital de España, tomada como objetivo de los Junkers y Heinkels para ensayar los posibles efectos (materiales y morales) de un ataque en masa siniestramente reiterado sobre una gran ciudad, mientras los traficantes de la guerra -políticos, diplomáticos, economistas de la banca y de la industria- tejían y destejían bizantinamente en Londres el enredo del "negocio" de la contienda española. Me limito a transcribir algunos juicios emitidos entonces, haciendo unánimemente una fácil profecía que se vería cabalmente cumplida cinco años después: De Buckley: "Posiblemente en un plazo de cinco años, todas las naciones estarán soportando la tortura que Madrid soportó en 1936, porque en este mundo todos los pecados tienen su castigo".
(...) De César Falcón: "Madrid es la primera ciudad civilizada del mundo que está sometida al ataque de la barbarie fascista. Londres, París y Bruselas deben ver en las casas destruidas de Madrid, en sus mujeres y niños que han sido destrozados, en sus museos y librerías que han sido convertidas en montones de ruinas, en su vasta población que ha sido abandonada sin protección... lo que será su propio destino cuando el fascismo las ataque". Del corresponsal en Madrid de Paris Soir: "Oh, vieja Europa, siempre tan ocupada con tus pequeños juegos y tus graves intrigas. Dios quiera que toda esta sangre no te ahogue". El incidente de Moncloa (...) Un incidente nos permitió a los miembros superiores del Comando, por obra del azar, participar en el propio frente en el suceso que voy a relatar, uno de los más críticos a lo largo de todo el proceso de la batalla. La mañana del ataque había amanecido relativamente tranquila, en aparente calma, sin indicios de que algo de inusitada gravedad pudiera producirse. Era como una invitación para visitar el frente y captar en él la realidad de la situación, en la parte más sensible de la defensa: la desembocadura de la Ciudad Universitaria en Madrid por la plaza de la Moncloa. A las 10 horas, aproximadamente, con el comandante de la Plaza y su escolta, partimos hacia aquella zona del frente para otear desde el observatorio de la parte superior de la Cárcel Modelo la situación del frente de combate, recibir las impresiones directas de los combatientes y sus jefes, y pulsar su moral de guerra. Por la calle de Fernando el Católico desembocamos en la plaza de la Moncloa, y como si esto hubiera sido la señal de la hora H, súbitamente se desencadenó una masa de fuegos que parecía tener como principal objetivo la propia Cárcel Modelo, adonde nos dirigíamos. Realmente lo era, pero aquel día lo ignorábamos. Tuvimos tiempo de penetrar en el edificio. Soportamos allí el violento fuego de artillería, al que se superponían reiterados bombardeos de la Aviación. Uno de los coches de la escolta del general Miaja quedó destrozado al pasar del primero al segundo patio. Intentamos ascender al observatorio. Trepamos, más que subimos, por la escalera; pero al observatorio había que llegar en el último tramo valiéndose de una escalerilla de mano. Era imposible mantenerla en equilibrio, apoyada en un piso y en unas paredes que se tambaleaban o derrumbaban.
El fuego artillero y los bombardeos se acentuaban, y se percibía la intensidad que iba cobrando de manera creciente el fuego de Infantería que, por momentos, se aproximaba a la plaza. En suma, cuanto podíamos apreciar, sin ver, encerrados entre aquellas paredes que en cualquier instante podían enterrarnos, pregonaba demasiado expresivamente -en razón de la violencia del ataque hacia el punto sensible en que nos hallábamos- que tal vez había llegado la hora más crítica del asalto a la ciudad, en el lugar elegido por el adversario para romper el frente, en el vértice de la cuña que pocos días antes se había clavado en el Clínico. Estime imprudente que el comandante de la Defensa se encontrase allí, porque aunque hubiesen quedado en el E.M. jefes que sabrían tomar las decisiones necesarias, no debíamos desconocer lo que estuviese ocurriendo en el resto del frente (las transmisiones desde el Puesto de Mando de la Cárcel Modelo estaban interrumpidas desde el primer bombardeo, que coincidió con nuestra llegada). (...) Salimos a la plaza, para observar directamente el frente de la Ciudad Universitaria, y culminó nuestra alarma al ver por dicha plaza, retirándose con algún desorden, tropas que provenían de la zona del Instituto Rubio y del parque del Oeste, mientras otros combatientes, más valerosos desde sus ametralladoras emplazadas en la parte alta de la vaguada del parque, y en el cruce de la avenida con la plaza, donde había una barricada, hacían el fuego característico de las crisis del combate. Fuego ciego, precipitado, en el que más que eficacia y buena puntería, se pide a todos los santos que el arma no se encasquille. Nuestra presencia en la plaza de la Moncloa, he pensado muchas veces -porque creo en Dios- que fue providencial: los hombres que retrocedían en tropel se dieron cuenta de nuestra presencia, reconocieron al general Miaja, lo proclamaron a voces y bastó esto para que también en tropel volvieran a la línea de fuego, que aún no había ocupado el atacante. La palabra del general y las voces de cuantos le acompañábamos bastaron para que se restableciese el orden en plena fiebre de lucha y para que todos volviesen a sus puestos, aunque algunos no se pudieran recobrar; incluso los más ligeros, los que ya huían -esta es la palabra justa- por las calles de Fernando el Católico, Meléndez Valdés y Princesa, no necesitaron para volver a sus puestos de otra acción coercitiva que el ejemplo y las incitaciones de sus camaradas y jefes que se habían quedado atrás. (...) Aquella batalla defensiva que tan difícil, confusamente, había comenzado el día 7, y cuyo primer éxito comentábamos al terminar la jornada del 8, seguía riñendose de manera desesperada. Mientras conservásemos la capital, la victoria sería nuestra; y la conservábamos al terminar el ataque directo.
Fotografías
1. Madrid. Centro (Moncloa): Cárcel Modelo. |
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