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18 de julio del 2006 |
La mayor calamidad
Ignacio Hidalgo de Cisneros
(...) Nuestro trabajo en Aviación durante las primeras semanas lo hacíamos partiendo de un error de apreciación de lo que iba a ser nuestra guerra.
Yo estaba convencido de que haciendo el máximo esfuerzo podíamos aplastar la sublevación en pocos días o a lo más en semanas. Por eso actuábamos como si cada día fuese el definitivo. Esto dio lugar, y yo como jefe tuve una inmensa responsabilidad, a que sufriésemos una cantidad de bajas tremenda, tanto en material como en personal; a que perdiésemos a la mejor gente, y a que los que no murieron, quedaran agotados por aquel esfuerzo insostenible. Este error de apreciación estaba en parte justificado. Yo conocía la llegada de aviones italianos y alemanes. Pero no podía pensar que estos dos países interviniesen tan directamente con sus fuerzas armadas en nuestra guerra, mandando a los sublevados unidades militares de tierra completas y las escuadrillas de caza y bombardeo necesarias para que su número fuese siempre muy superior al nuesto (*). Tampoco podía concebir que las potencias llamadas democráticas impidiesen al gobierno legítimo de una nación amiga comprar lo necesario para su defensa. Nunca pude imaginar que un país como Francia, con un Gobierno presidido por León Blum, el líder del Partido Socialista Francés, se negase a vendernos armas, faltando no sólo a todas las leyes del derecho internacional, sino teniendo que romper, además, un tratado firmado con la República española, en virtud del cual España estaba obligada a invertir una determinada cantidad de millones de francos en comprar a la industria francesa armamento y material militar. Ni que al mismo tiempo, estos "democráticos" países permitiesen que una parte importante de las escuadras de Alemania y de Italia, incluidos varios submarinos, actuasen con todo descaro, desde los primeros momentos de guerra, en apoyo de los sublevados, atacando a los barcos que se dirigían a la zona republicana y bombardeando diversos puntos de ésta. Ni que la dictadura de Salazar pusiese todo lo que podía serles útil a su disposición. Es decir, que cuando hacía mis cálculos sobre nuestras posibilidades para aplastar la sublevación nunca pensé que la República, el régimen establecido en España legalmente, tuviese que hacer frente no sólo a los rebeldes, sino a Estados tan poderosos como Alemania e Italia (...). (...) Mis recuerdos de aquel periodo son los de una terrible pesadilla. Como en los primeros momentos desde el 18 de julio, continuaba pasando la mayor parte del día en el aire, con una diferencia: ahora, oficialmente nombrado jefe de la Aviación, cuando terminaban los vuelos, en vez de dormir un poco o descansar, tenía que ir a despachar con el ministro y ocuparme de resolver mil problemas, todos muy complicados y difíciles de solucionar en aquellas circunstancias. Claro que pude muy bien volar menos o dejar de volar y dedicarme al trabajo de la jefatura en tierra. Pero como yo quería con toda mi alma aplastar definitivamente a los fascistas, y como conocía bien a la gente de Aviación, sabía que para conservar mi prestigio, para hacerme obedecer y para que el personal volante realizase el brutal y peligroso esfuerzo que yo les pedía, tenía que dar el ejemplo, haciendo los servicios como ellos. Que viesen que el avión de su jefe, cuando bombardeábamos o ametrallábamos al enemigo, no permanecía en las alturas hablando con Dios, sino que volaba más bajo que ninguno. Y que cuando había que hacer servicios especiales, como bombardeos lejanos durante la noche o ir a San Sebastián a darle un susto al [crucero] Cervera, que cañoneaba la costa, yo me metía en un «Douglas» para dirigir desde el aire el servicio. Es decir, que en aquella época, si se quería que la aviación funcionase, no podía el jefe emplear la célebre frase del general Kindelán cuando nos dio la orden para el primer bombardeo nocturno que se hizo en Melilla, que nos dijo muy serio: «Esta noche vamos a ir ustedes a bombardear Tafersit». Este cúmulo de circunstancias hizo que aquella temporada fuese para mí bastante dura y desagradable, pues yo no era como aquel general que, según decía, «gozaba en el combate». A mí los combates nunca me han divertido. Siempre he pasado malos ratos en ellos,y en algunas ocasiones he tenido que poner mucha fuerza de voluntad para seguir cumpliendo dignamente con mi obligación. Para mí no era ningún secreto que si caía vivo en poder de los fascistas, éstos iban a cebarse conmigo antes de liquidarme definitivamente. Yo no puedo comprender que a personas normales, es decir, que no sean unos locos o unos sádicos, les guste la guerra, pues para mí es la mayor calamidad que puede ocurrirle a la humanidad. (*) La proporción más favorable a nosotros durante toda la guerra, excepto en las primeras semanas, fue de seis aviones fascistas por cada avión republicano. Estas cifras están tomadas de declaraciones oficiales de los gobiernos alemán e italiano cuando, al terminar nuestra guerra, pasaban la cuenta de su ayuda a Franco. |
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