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La insignia
7 de febrero del 2006


Movimientos sociales: Hipótesis para el debate


Marc Saint Upéry*
Entre voces. Ecuador, febrero del 2005
Edición para Internet: La Insignia.


Argumenté en un artículo anterior que parte del atractivo de los movimientos sociales entre los intelectuales de la izquierda radical responde a una mezcla de frustraciones y de nostalgias inconfesadas que, a menudo, les lleva a percepciones sesgadas y fantasiosas de la dinámica empírica de dichos movimientos. Como escribía entonces: "Hoy en día, no se sabe muy bien qué es la revolución, ni quiénes son los revolucionarios y los reformistas, entonces la mejor manera de distinguir lo 'puro' de lo 'impuro' puede ser defender la virginidad de movimientos sociales idealizados contra cualquier contaminación institucional" (1). De ahí que el debate sobre movimientos sociales y política institucional se encuentra enredado en una serie de reflejos condicionados y de presupuestos inexplicados.

Como señalan Pablo Ospina y sus coautores en una encuesta en curso de publicación sobre el movimiento indígena ecuatoriano y sus gobiernos locales, "uno de los defectos de la tesis de los decepcionados por el debilitamiento del potencial contestatario y anticapitalista del movimiento indio, es que no hay suficientes evidencias de que hubiese existido una intención semejante 'antes' de haber sido anulada 'ahora' por efectos de la participación electoral" (2). Eso vale para muchos casos, incluso en amplia medida para el movimiento obrero clásico. Sin embargo, la esperanza de que los movimientos sociales puedan ofrecernos una especie de "plusvalía" de radicalidad prometedora de nuevas alternativas políticas y sociales tiene una cierta racionalidad y legitimidad en vista de la profunda frustración legada por las grandes experiencias de transformación social del siglo XX. Vale la pena volver brevemente sobre estas experiencias.

La socialdemocracia clásica preconizaba un matrimonio de razón con un capitalismo nacional que necesitaba nuevos equilibrios sociales. En el marco de lo que algunos describen como el "compromiso fordista", alcanzó en algunos países del norte niveles de bienestar, de reducción de las desigualdades y de democratización sociales bastante envidiables y nítidamente superiores al desempeño de los despotismos burocráticos de tipo soviético (3). Sin ni siquiera explayarse sobre las decenas de millones de muertos de la colectivización forzada, de las purgas estalinistas y del gulag, o sobre los campos de reeducación chinos, la barbarie de la Revolución cultural o del genocidio camboyano, el fracaso generalizado de las economías de tipo soviético se manifestó por una incapacidad notable de superar la fase supuestamente transitoria de la acumulación extensiva (y sanguinaria) (4) que el propio Lenín definía en abril del 1918 como necesaria imitación "de la escuela del capitalismo de Estado alemán, aplicándonos a asimilarlo con todas nuestras fuerzas, sin escatimar los procedimientos dictatoriales para implantarlo en Rusia más rápido aún de lo que había hecho Pedro I para las costumbres occidentales, sin vacilar frente al uso de métodos bárbaros para luchar contra la barbarie".

Mientras algunos se satisfacían de la explicación de tamaña catástrofe por un simple problema de aplicación defectuosa de principios sanos e indiscutibles, otros se dejaron convencer de que la vía reformista gradual elegida por los socialdemócratas, si supiese añadir a su recetario ingredientes como la equidad entre sexos, el desarrollo sustentable y las ansias de participación ciudadana, podría ofrecer una alternativa decente en la espera de tiempos mejores.

Sin embargo, como señala Tarso Genro, "la socialdemocracia, como organización socioeconómica completa, sólo existe como experiencia restringida en pocos países, si bien algunas cláusulas del contrato socialdemócrata fueron implementadas en varias naciones del globo. Hoy, la mayoría de estas experiencias está en crisis y en proceso de 'adaptación' a las recetas neoliberales, lo que demuestra la bajísima capacidad de resistencia de la socialdemocracia a las exigencias reaccionarias del capital financiero globalizado"(5). De hecho, con la "tercera vía" blairista y sus equivalentes, ya no se trata de un matrimonio de razón, sino de un matrimonio de amor con un capitalismo nómada y especulativo sin ningún compromiso social serio, y los socialdemócratas se limitan a menudo a defender la modernización de la infraestructura económica y los intereses de las nuevas clases medias.

Mientras tanto, en el mismo Norte desarrollado, hay cada vez más gente que rechaza la inseguridad económica generalizada, la colonización de la existencia por el mercado e incluso la privatización biotecnológica de la vida. El mal llamado movimiento antiglobalización expresa el deseo de preservar los derechos sociales, proteger los equilibrios naturales amenazados y tener una democracia más participativa, tendiendo puentes con las luchas de los pueblos del sur. Surgen en el mundo nuevas líneas de fractura que parecen desmentir la validez de un enfoque gradualista moderado. La agresividad redoblada de la potencia norteamericana parece vinculada a un inicio de declive imperial, tal una larga agonía de bestia herida que la puede volver aun más peligrosa. El nacionalismo mesiánico y unilateralista de los neoconservadores se combina con las perspectivas catastróficas que anuncian la creciente fragilidad energética y financiera de EE.UU., el aumento de las desigualdades internas, la degradación de las infraestructuras y la automutilación de la capacidad de intervención pública (cf. el huracán Katrina). El auge espectacular de China y de India, la posible consolidación de un polo nacional-desarrollista en la fachada atlántica de Sudamérica, cohabitan con el caos medio-oriental, el lento hundimiento de África, la multiplicación de las alertas ambientales y epidemiológicas que amenazan con volver aun más ingobernable la divergencia entre Norte desarrollado y Sur empobrecido.

Es un escenario que parece confirmar lo que se solía definir como "la agudización de las contradicciones del capitalismo" (en realidad no sólo las del capitalismo, sino también la contradicción entre el desarrollo industrial en general y la segunda ley de la termodinámica). Pero al contrario de lo que se solía decir, estas contradicciones no garantizan ninguna vía de superación automática, sino que pueden perfectamente ser metabolizadas por el mismo sistema y desembocar en una combinación de democracia restringida o liberalismo autoritario (Locke para las élites y Hobbes para las masas, como decía un analista perspicaz) con un "turbocapitalismo" ultra-flexible que segmenta y recompone sin fin la sociedad en islotes incomunicados y privatizados cuyo único imaginario común es el liquido amniótico del espectáculo mediático, con sus efectos narcóticos de generación de una creciente inmadurez colectiva.

Con todos los matices y las diferencias acumuladas entre los países del centro y de la periferia (ellas mismas relativizadas por la emergencia de un "norte" dentro del "sur" y de un "sur" dentro del "norte"), el escenario se podría describir más o menos como sigue: para los profesionales calificados y las clases medias más o menos competitivas, la autoexplotación "creativa" al servicio de la subsunción real de las redes de inteligencia colectiva por el capitalismo cognitivo; para la plebe sin calidades, la exclusión y/o la neodomesticidad precarizada dentro de una economía posfordista de servicios y de servidores -o más bien de siervos desterritorializados.

En este marco poco alentador, ¿qué papel pueden desempeñar los movimientos sociales? A sabiendas de que son marcados por limitaciones que he tratado de describir en otra ocasión: el hecho de que, si bien pueden tener una influencia indirecta, son estructuralmente ajenos a los mecanismos centrales de formación de las políticas públicas, que se encuentran generalmente minoritarios en la sociedad y entre los mismos sectores populares y subalternos, y que no tienen ninguna perspectiva clara y garantizada de sociedad alternativa (6). Propondría como hipótesis las perspectivas siguientes:

- La repolitización de los problemas técnicos y supuestamente "gerenciales" y la fiscalización de los mecanismos de decisión, lo que no significa complacerse en la ignorancia populista o la remoción ideológica de los problemas de coordinación, de eficiencia y de sustentabilidad de la producción económica y de la reproducción social.

- La reconquista de los espacios públicos contra el embate privatizador del capital y del individualismo consumista, lo que no significa la negación de la esfera de la autonomía individual ni de la legítima separación entre público y privado (7), aún menos el alistamiento de todas las energías individuales en una sociedad de movilización permanente y de saturación del cuerpo social por las fantasías heroicas del "líder" o de la "vanguardia".

- La resistencia a la colonización del mundo de la vida por el fetichismo de la mercancía y la división del trabajo, lo que no significa ceder a un sueño infantil de regreso a una plenitud comunitaria perdida, de transparencia y homogeneidad social tranquilizadora y de voluptuosa fusión con la madre naturaleza.

Más allá de una siempre posible involución hacia un gremialismo o un corporatismo sin horizonte, ahí estaría el espacio de intervención de los movimientos sociales. O sea, que no se trata de concebirlos como sustituto de una vanguardia leninista, lo que es más o menos el modo en que Atilio Borón, en el Foro Social de Quito de 2004, describía el MST, "organización de cuadros revolucionarios profesionales" supuestamente capaz de hegemonizar las fuerzas más avanzadas del campo popular, olvidando su carácter de movimiento campesino sectorial en una sociedad con más de 80% de población urbana. Tampoco se trata de ver los movimientos sociales como contrasociedad ajena a todas las perversiones jerárquicas y competitivas del sistema imperante, lo que parece ser la visión un poco angelical y consoladora de un autor como Raúl Zibechi y de los admiradores de John Holloway.

Como señalé en el artículo citado, "por sí misma, la dinámica de la autoorganización social no diluye los dilemas de la lucha por el poder estatal, de la formación conflictiva de la voluntad general, de la institucionalización de las reglas de convivencia social y de deliberación pública, de la administración equitativa de los recursos, de la representación de los ciudadanos y de su participación activa en los asuntos públicos". Este es el espacio propio de lo político, cuya frontera con lo social es por supuesto porosa, cambiante y objeto de disputa permanente entre los mismos actores sociales. Sin embargo, la democracia -y eso incluye una democracia poscapitalista- como construcción social de un espacio público donde las reglas plasman los conflictos y éstos reestructuran las reglas y transforman a los mismos actores y sus intereses exige, también, otros instrumentos de intervención pública e institucional que la dialéctica reivindicativa e identitaria de los movimientos sociales.

Plantear el tema de la especificidad de la organización política no significa para la izquierda que se deba retomar la forma-partido clásica, sea en su versión reformista o revolucionaria. De hecho, la flexibilidad y la pluralización de los modos de identificación social, las formas de articulación en red facilitadas tanto por la tecnologías de comunicación como por la cultura antijerárquica y "horizontalista" de los nuevos actores sociales (la juventud en particular), la misma complejidad estructural de las sociedades contemporáneas, implican repensar las modalidades de relacionamiento y coordinación entre actores político-institucionales y colectivos sociales autónomos dentro del campo popular.

Desde este punto de vista, resultaría interesante analizar los logros y las limitaciones de experiencias organizativas novedosas y a veces muy poco conocidas o estudiadas como la que el filósofo y activista marxista venezolano Alfredo Maneiro, fundador de La Causa Radical, había ideado en los años 70 y 80 bajo la forma de una coordinación política relativamente descentralizada ("conjura de iguales") de cuatros focos de organización autónomos: las luchas barriales y vecinales del gran Caracas, el nuevo sindicalismo democrático y combativo de Guayana, la lucha estudiantil y los núcleos de construcción de debate ideológico y programático en el campo intelectual y cultural. Para citar un ejemplo diferente y más contemporáneo, en Italia, una organización política de izquierda como el PRC (Partido de la Refundación Comunista) decidió hace poco abandonar totalmente los rezagos de estructuración leninista o kominterniano y abrir sus espacios de debate interno y representación institucional a una cuota mínima de colectivos y actores sociales independientes, ellos mismos articulados en redes de alcance y geometría variables.

En el Ecuador, recoger y sistematizar estas ideas podría ser parte del trabajo de reflexión y de proposición de lo que se podría llamar una necesaria "constituyente de la izquierda". Por supuesto, la innovación organizativa no puede sustituir la reflexión sobre los retos estratégicos del poder, la formulación de políticas públicas transformadoras y la construcción de una hegemonía duradera. Tampoco resuelve las angustiantes interrogantes que suscita la involución bárbara del capitalismo posmoderno y la relativa impotencia y atomización de las fuerzas sociales antagonistas. Pero ofrece la perspectiva de una articulación compleja entre lo político y lo social que supere las dicotomías míticas entre poder y contrapoder, las simplificaciones ideológicas excluyentes y los sectarismos posicionales (8).

Así mismo, podría fortalecer la receptividad de la inteligencia colectiva a la doble necesidad de trabajar desde ahora dentro de los límites de lo posible -definiendo estos límites sin dejarse intimidar por los prejuicios abstractos del moderantismo friolento o del radicalismo mágico- y de mantenerse atentos a los desplazamientos sísmicos más o menos perceptibles de la geología social y al eventual retroceso de las fronteras de lo imposible.


(*) Periodista e Investigador social francés radicado en el Ecuador.
(1) Marc Saint-Upéry, "Los límites de los movimientos sociales: Una reflexión intempestiva", La Insignia, noviembre del 2004 (texto también publicado bajo el título "La mistificación de lo social" en la revista Barataria, de La Paz).
(2) AA. VV., "Movimiento indígena ecuatoriano, gobierno territorial local y desarrollo económico: los casos del Gobierno Municipal de Cotacachi y el Gobierno Provincial de Cotopaxi", Quito, diciembre de 2005.
(3) Incluso cuando se trataba de sociedades con un nivel de desarrollo más o menos equivalente a Europa occidental, como Checoslovaquia, Hungría o Alemaña oriental.
(4) La trayectoria de China tiene sin embargo dos especificidades notables: la revolución sí logró liberar este vasto quinto de la humanidad de la dependencia colonial y neocolonial, así como pudo alcanzar una fase de desarrollo ulterior que se caracteriza por un mezcla de colectivismo "aflojado" y de liberalismo económico salvaje cuyo sentido todavía no se define con claridad.
(5) Tarso Genro, "É possível combinar democracia e socialismo?", enero 2006 (http://www.tarsogenro.com.br)
(6) Para los detalles de este análisis, ver Marc Saint-Upéry, "Los límites de los movimientos sociales", op. cit.
(7) Una conquista irrenunciable de la Ilustración, si bien hay que deconstruir su oculto sesgo sexista, como bien lo han demostrado las teóricas femninistas.
(8) Ver el recuadro adjunto: "El espejismo comunitario".
(9) Si bien esta autora plantea su perspectiva con un matiz tal vez más radical y desde las mismas entrañas de lo social, me parece que este enfoque confluye con la preocupación de Maristella Svmapa de "tender puentes y articulaciones entre los elementos más positivos y aglutinantes de las diferentes vertientes de la izquierda -la tradición nacionalpopular, la tradición clasista y la narrativa autonomista."



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