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31 de enero del 2006 |
Juan Carlos Onetti, 1991
Hace tiempo y allá lejos pude mantenerme vivo durante un año haciendo traducciones. Durante 12 meses tuve techo y alimento. Pero nada más. Debo considerar también la felicidad de no tener que cumplir un horario, salvo los que yo mismo me marcaba y muy raras veces cumplía.
Poco quedaba de esa felicidad cuando se acercaba la fecha en que me había comprometido a hacer la traducción. Entonces, como hacen muchos estudiantes en el día anterior al terror del examen, se imponía un día con su noche y la ayuda de la bencedrina. A un amigo le encargaron la traducción de cuentos de Faulkner. Le pedí que me dejara traducir Todos los pilotos muertos, para mi placer y sin cobrar nada. Como este cuento es mi favorito de entre todos los que escribió Faulkner, encaré mi tarea con mucho respeto. Traté de conseguir traducciones anteriores y me encontré con una en castellano bonaerense, muy mala. También había otra en francés con errores insoportables y que alteraban la psicología del personaje. Poco tiempo después, me dediqué a rastrear algunas de las infamias que se habían hecho al traducir obras del genial norteamericano. Comienzo con Lena, muchacha tan fácil de querer. Ningún esfuerzo es necesario para verla caminar kilómetros de caminos polvorientos desde el profundo sur hasta el profundo sur. Lleva, indomable, el peso de un feto de varios meses y debe encontrar al padre de su hijo. Calcula dar a luz en el mes de agosto y recuerda, con restos de dulzura, por qué. Así, Guillermo de Torre en la editorial Losada se encontró con que una traducción literal del título, Luz en agosto, resultaría confusa para los lectores. Se inclinó entonces por Luz de agosto, aunque la luz de este mes en Buenos Aires, donde estaba la editorial, es gris y tristona. Agosto se soporta porque antecede a septiembre y su primavera. De todos modos, luz de cualquiera de los doce meses se puede titular algún libro inédito de poemas. Prosiguiendo con mis recuerdos, me encuentro ahora con un libro llamado, en su primera traducción al castellano, Intruso en el polvo. Hay, a propósito, una divertida anécdota. Cuando Faulkner fue descubierto en Europa, sus compatriotas sospecharon, sin mayor entusiasmo, que en su país existía un gran escritor. Faulkner empezó a divertirse cambiando los títulos de sus libros, y así Intruder in the dust también se llamó Flags in the dust y, ya más seguro de la aceptación de su talento, alteró también el título de algún cuento. La novela The stealers (Los ladrones) se llamó The reavers. Pero a Faulkner le gustaba más deletrearlo en escocés arcaico: The reivers. Decía: "Esto suena más fanfarronesco que reavers, que es la palabra americana que significa lo mismo, pero resulta más suave, demasiado parecido a weavers, urdidores de cuentos". Luego de la publicación de The reivers solía decir: "Generalmente, mis lectores se quedan perplejos con el contenido de mis libros. Esta vez solamente se quedarán perplejos con el título". Cuando alguien le preguntó por qué hacía eso, dijo que estaba harto de que muchos de sus compatriotas dijeran que no habían entendido algunas de sus novelas y que estaba más que harto de aconsejar que las leyeran otra vez. Ahora, por lo menos, se preguntarían qué querría decir ese título. Intruder in the dust fue traducido en Buenos Aires como Intruso en el polvo. Con gran expectativa, compré el libro convencido de que asistiría a la caída de algún intruso derrotado y mordiendo el polvo. Pero nada de eso había en el libro, ya que el traductor había interpretado la palabra dust de acuerdo con la primera acepción que ofrecía el Appleton o diccionario equivalente. No tuvo paciencia para encontrar una línea más abajo que dust también quería decir pelea, riña, polvareda. Señalo que como novela es bastante floja y que está llena de maldita buena intención. Pero lo que quiso decir Faulkner en el título y en el texto fue que el norte no debía intervenir en el problema blanco-negro del sur del país. Prometió, sin mayor esperanza, que algún día o año situado en el infinito, los blancos y los negros sureños darían fin a sus diferencias y todo terminaría en un fraternal abrazo, final feliz. Leí dos versiones en idioma castellano de The reivers. Una se llamaba Los ladrones, otra Los rateros. En una de ellas volví a encontrarme con el prostíbulo de Miss Reba. Ahora ya no estaba allí Popeye, a quien le había hecho el verdugo un peinado casi instantáneo. Recuerdo que en cambio había un negro alto y robusto que, según creo, tenía el vientre cruzado por una gruesa cadena de reloj. Además, era el manager de un adolescente que ostentaba el récord de hacer el amor muchas veces en un solo encuentro. El negro aceptaba desafíos con los pupilos de otro manager. Se hacían apuestas por dinero, hasta que un triste día, por ambición del negro y por vanidad de su pupilo, éste fracasó de forma lamentable. En otra versión no recuerdo haber encontrado ni manager negro y tal vez ni siquiera a Miss Reba y su hospitalaria casa. Desconozco si esta amputación en una de las dos versiones es culpa del traductor o de instancias superiores. Confío en que algún día me lo explicarán. Y para terminar por ahora, recuerdo que en la traducción firmada por Borges de Palmeras salvajes, en la parte llamada El viejo, se dice al final que el penado alto, luego de escuchar las peripecias que el Mississippi le impuso a su compañero de prisión, resumió su opinión en una sola palabra: mujeres. Muchas veces, cuando me cuentan alguno de esos pequeños disturbios aldeanos provocados por una dulce señora o señorita, me he limitado a comentar la anécdota o chisme repitiendo: "Mujeres, dijo el penado alto". Pero hoy, al documentarme muy severamente para escribir este artículo, descubro que la totalidad del comentario del penado alto fue: -Women shit. Con perdón de Borges. |
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