Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
30 de diciembre del 2006


La aristocracia del viejo Miraflores


Rosalba Oxandabarat
La Insignia. Uruguay, diciembre del 2006.


Miraflores tenía su calle principal, Larco, donde convivían unas cuantas tiendas y boliches, el correo, algún supermercado. Había una tienda rara y exquisita que enseñaba telas bordadas y encajes hechos a mano, delicadísimos, como salidos de un convento. En Navidad en esa tienda se armaba un árbol mucho más hermoso que el del Rockefeller Center, artesanal, soberbio, algo sombrío, como afín a los duendes y a los fantasmas.

Larco estaba atravesada por calles laterales tranquilas y pausadas, con casas o edificios de apartamentos más bien bajos, donde podían brotar esas increíbles Santa Rita de fogoso color lacre. En el extremo occidental de Larco, se abría el parque de Miraflores, frente a la iglesia, con unos enormes leones de bronce cerca de la esquina y un monumento en el que Kennedy parecía emerger de un sauna. En el extremo oriental, sobre el Pacífico, esa altísima rambla sobre el barranco que se llama malecón, se ensanchaba en el parque Salazar, lugar de flores y de niños, de globos y manzanas recubiertas de caramelo y donde unas señoras de la vecina parroquia atendían un pequeño kiosco con delicias caseras. Al lado del parque Salazar estaba la quebrada de Armendáriz, con su negra leyenda propia, la del último ajusticiado civil en el Perú, un negro acusado de violar y asesinar a un niño en los años cincuenta (Julio Ramón Ribeyro incluyó el hecho en su novela "Cambio de gurdia", y Francisco Lombardi se estrenó en el largometraje con el mismo asunto en "Muerte al amanecer").

Alguien escribió una vez en un artículo, en Brecha misma, creo, refiriéndose a Miraflores como "el aristocrático barrio de". Quien tal cosa firma y afirma, o no sabe lo que es aristocrático, o no conoce Miraflores. Barrio sobre todo de clase media, con bolsones populares en callejones que convivían tranquilamente con las amplias casas acogedoras, con bodegas (almacenes) de escasa prosapia, bodegas de chinos donde se podía comprar el arroz o el azúcar al peso, con chinganitas donde un menú criollo costaba unos pocos soles, con mínimas lavanderías o zapaterías "atendidas por sus propios dueños".

Así era Miraflores a mediados de los años setenta, y más o menos así se mantuvo hasta mediados de los ochenta, aunque numerosos signos indicaban entonces que había comenzado a cambiar. En ese barrio había leyendas y personajes que, entonces, parecían eternos. Un hombre menudo, barbado, pulcramente vestido, que se paraba todos los días en el parque frente a la iglesia munido de un cuadernito y un lápiz. A veces se sentaba en un banco cercano, o daba alguna vuelta por el parque pero siempre sin alejarse de su esquina. Algunos me dijeron que había enloquecido siendo niño porque, esperando a sus padres a la salida del colegio -a pocos metros quedaba el Champagnat de los hermanos Maristas, uno de los escenarios del cuento "Pichula Cuellar", de Mario Vargas Llosa-, los había visto morir ahí mismo, en un accidente de tránsito. Otros aseguraban que, siendo apenas adolescente, vio morir en esa esquina a su enamorada a la que esperaba a la salida del colegio. Cómo sería. La muerte y el colegio se repetían, variaban los sujetos. Él, no explicaba nada; no hablaba con nadie.

En la calle Fanning estaba el negro Guillermo, igualito al Macunaíma de Joaquim Pedro de Andrade, un completo showman con sus ojos saltones que hacía las cuentas en el aire con su gran cuchillo mientras discutía con las clientas sobre la discutible calidad de la carne que les vendía. Ningún manager descubrió a ese negro genial, sólo las vecinas que preferían esperar horas en la apretada carnicería en vez de ir al supermercado cercano, para reírse gratis con ese infaltable show cortesía de la casa. Unas cinco puertas más allá, un viejo zapatero atendía con discreta cortesía virreinal en su covachita repleta de clavos y pedazos de cuero. Nunca supe su nombre, porque mis dos hijos lo llamaron, desde el primer día, abuelito -los niños del exilio diseñan familias a piacere, a falta de la biológica-. Abuelito nunca quería cobrar los arreglos de las botas de Soledad: "si es para la princesa, no se cobra". Y ni modo de cambiarlo. Sería porque la "princesa" lo primero que hacía era subírsele encima y besarlo y preguntarle cosas tirándole de la barba. Similares resultados obtuvo con el negro Guillermo, que también le otorgó carácter real, y con él, regalos de bifes de lomo que misteriosamente aparecían en el paquete con la carne encargada. Sería que ninguna otra criatura era capaz de saltar el mostrador y abrazarlo sin miedo a su revoleo de ojos y de cuchillos: la alegría de Guillermo ante esas confianzas dejaba sus ojos del tamaño de platos de postre.

Casa por medio con Guillermo, estaba la pequeñísima bodega de don Alfredo -doña Alfredo, le decía Julián a los dos años- un chino altísimo y muy blanco, cuyos sobrios y pacientes modales, inalterables por berrinchosa que fuera la clientela, parecían más propios de un mandarín que del dueño de una tiendita tan minúscula y pobre. Y entre Guillermo y doña Alfredo, en un viejo callejón -suerte de estrecha calle interior donde se alinean unas cuantas viviendas- vivía la abuelita del Motita. Pequeña, firme, con una gran mata de pelo blanco, caminaba todo el día de acá para allá llevando y trayendo viandas con las que se ganaba la vida. El Motita era su perro, y gracias a él y sus juegos en el parque Salazar le fue concedida la abuelez por mis dos desabuelados niños. La abuelita del Motita no se cansaba nunca, ni de los niños, ni de las viandas, ni de las caminatas. "Dolor de pies, vejez", decía cuando alguien le preguntaba por qué no paraba un poco. Algunos domingos, la abuelita del Motita se aparecía en casa llevando de regalo unos tamales para el desayuno. Igual que el zapatero, nunca quiso cobrar. Cosas de abuelos.

Cuando volví a Miraflores en 1995, a diez años de la partida, no estaban ni Guillermo, ni doña Alfredo, ni el viejito zapatero. No quise saber si se habían mudado, de barrio o de mundo. Total, Miraflores había cambiado tanto que quizá nadie podría informarme. Al parque Salazar le dejaron menos parque, le pusieron terrible centro comercial, con cines y todo, ahí, colgado del barranco: Larcomar. Los edificios altos que antes eran contados atropellaron Larco, el malecón, las calles laterales (es que se olvidaron de los terremotos, que mantuvo chata a Lima tanto tiempo; el último fue en 1974). Aparecieron negocios de fast food y galerías con tiendas feas, y cibercafés y hoteles enormes, academias de cualquier cosa, ruido y embotellamientos. Como si el destino ya sufrido por el centro de Lima fuera inevitable para cualquier distrito apetecido de la capital.

Algo mareada deambulo en ese regreso por los alrededores de mis calles, Fanning y Diego Ferré, y doy con el Auditorio de Miraflores, sobre Larco y a la vuelta de Fanning. De pronto veo sentada en un banquito bajo, mucho más chica que en mi recuerdo, a la abuelita del Motita. Un policía que hace guardia por ahí me dice: "¿La conoce?". "Creo que la conocí". "Hace años que para aquí", me informa. Y agrega, después de una pausa: "Ya no ve, está ciega. Y ella dice que tiene cien años".

Me acerco a la viejita y compruebo sus ojos sin mirada, calmos, congelados en una nube clara. Siente mi presencia y me ofrece su escasa mercadería -fósforos, cigarrillos sueltos. Le compro algo y le pregunto si es verdad que tiene cien años. "Será pues, hijita, ya no los cuento". Luego tanteo a ver si me recuerda. Le doy datos, la casa, la dirección, los niños, el Motita. Queda pensando. Vacila. Al final parece despertar: "¿Tú eres pues la uruguaya?. ¿La mamá de aquellos chiquitos bien traviesos?" Recién sonríe. Me pregunta si ya van al colegio; universidad, para entonces, pero la dejo en los años largos. "Bien bonitos, tus hijitos, bien gringuitos. Y qué palomilla".

No pude sacarle nada más. Quedó allí quieta, muda, mirando a nada, quizá volvió al viejo parque Salazar con el Motita y sus nietos postizos corriéndole atrás, o mucho más lejos en el tiempo porque -saco la cuenta- si es verdad que tiene cien años, en la época de esas correrías ella andaba entre los ochenta y pico y los noventa. Imposible.

Bueno. No más imposible, al fin, que un carnicero tenga más gracia que Míster Bean, un chino almacenero la dignidad de un mandarín y un anciano zapatero el desprendimiento de un marqués. Guillermo, doña Alfredo, la abuelita y el abuelito: cuánta gentileza antigua y sabia, cuánto don de gentes y calidez hacia el forastero en esos humildes habitantes de la vieja Lima, del "aristocrático" Miraflores. Pero quizá aquel reductor articulista tuviera razón. Ellos son la aristocracia; de un barrio, de un tiempo, de los recuerdos. Y como la antigua nobleza de los cuentos, también desaparecen.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto