Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
1 de diciembre del 2006


Invitación a los lectores


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, diciembre del 2006.


Hay un diseño extravagante y desconocido en la vida de todos nosotros que se revela al final de las vidas, cuando ya, aunque aún estén animadas por el hálito vital, han dado lo mejor de sí mismas, por no decir todo, y la figura que el tiempo y las acciones dibujan suele sorprender por lo exacto y por lo que tiene de pérdida ya no presentida sino realizada.

Así ha ocurrido con Pere Gimferrer, poeta de la coqueluche novísima en 1970, extraordinario escritor catalán durante más de tres décadas, ensayista atento a lo más innovador en España y en el mundo, cinéfilo empedernido, dietarista transversal que hablaba de otros cuando en realidad hablaba de sí mismo, y en los últimos años, referente insoslayable de la poesía, casi casi un poeta oficial de tanto lauro que sus sienes acumulaban. Luego, algunos avatares de su vida le impulsaron a escribir, y publicar al fin, un último libro de poemas y un diario de los últimos años, que empañan la escritura de más de treinta años.

No voy a negar mi fascinación adolesente por aquel Gimferrer lleno de espíritu pop y excelente lector de la generación del 27, de los poetas extranjeros que por entonces estaba yo descubriendo en aquella pequeña ciudad de provincias, el regalo de descubrirme a Octavio Paz, y el haberme insuflado el ánimo de exigir siempre la excelencia a una actividad que, si bien ni tiene renombre ni da réditos (por fortuna, todo sea dicho), nos hace humanos y, por qué no, también seres sociables.

Lo distinguen ahora con el premio Octavio Paz, cuando el premio lo había recibido muchos años antes, cuando lo conoció y se fraguó una amistad que dio como resultado años de correspondencia y de lectura mutua. Ahora, cuando ya no hay vanguardias -que a los dos animaron en sus respectivas escrituras-, ahora que sus ensayos sobre Paz, José Ángel Valente o Juan Goytisolo deslumbran aún por su inteligencia pero los sentimos ajenos al tiempo que vivimos, ahora cuando el cine que siempre le gustó ha desaparecido y ha sido reemplazado por un entretenimiento burdo e infantiloide, le otorgan un premio internacional.

El otro premiado, y este con el Cervantes, ha resultado ser Antonio Gamoneda, un poeta poco conocido, oscuro para quienes discrepen con el jurado, discreto para quienes les guste. Cada vez que un escritor recibe un galardón de tamaña importancia, me pregunto qué premian. ¿Una obra, una vida, una generación? La pregunta en este caso, además, es pertinente porque Gamoneda se distingue por la escasa frecuentación de la vida social literaria, porque en muchas cosas está cerquísima, si no es uno, de la generación del cincuenta (generación que va más allá de la Escuela de Barcelona y del realismo social), porque es leonés y de izquierdas (y en su currículo reúne actividades bien alejadas de las propias de un poeta; vale decir, de las que los lectores ingenuos o poco avisados pensamos que son propias de un poeta).

Gamoneda ha ido marcando, sin que tuviera repercusión alguna hasta recientemente, algunos jalones en la poesía española de la segunda mitad del siglo XX, una poesía a veces muy triste, o muy vulgar, o acomodaticia o triunfante, cómo no. Lo ha hecho -su personal manera de decir el mundo- desde la radicalidad de una voz personalísima, alejada de cualquier compromiso con la poesía oficial (vean ustedes lo fácil que es deslizarse hacia los tópicos, pues todo poeta o tiene una voz personal o simplemente no lo es, al igual que tampoco sabemos si está tan alejado de los demás o no pasa de ser un problema de perspectiva).

Los avatares de la historia llevan a que parezca más vivo Gamoneda que Gimferrer. La coincidencia temporal de los dos ilumina algunas zonas oscuras de nuestra cultura. La luz que desprende, sin embargo, no es agradable, acaso por lo excesivamente brillante, algo ácida y rodeada de un silencio que daña. Son figuras aisladas, de magisterio complejo y casi nula posibilidad de que alguien les siga. No obstante, parece que los años cincuenta fueron mejores para la poesía, que de entonces se salvan algunos poetas, que en los años setenta esta ya estaba herida y que aquellos eran los últimos poetas. Pocos novísimos han dado una obra memorable, menos aún han hecho una carrera literaria. Los que no se retiraron a tiempo, en general han caído por debajo de unos mínimos razonables. En los cincuenta el poeta ya había perdido toda el aura que Walter Benjamin atribuía a la obra de arte (y que yo desplazo hacia el autor). Quizás entonces ya algunos podían anticipar lo que iba a venir. Cada vez más lejos queda el entusiasta manifiesto en defensa de la poesía que Percy Bysshe Shelley escribió en 1821.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto