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La insignia
30 de agosto del 2006


Frontera


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, agosto del 2006.


He contado diez, doce, en el espacio de unas pocas calles. Tumbados en los bancos, sentados, encogidos en un portal, casi todos dormidos por la hora y con el consentimiento de la brisa de agosto. Dentro de unos meses, serán formas ocultas tras cartones; tres iniciales, fallecidos, procesos de congelación en noticias secundarias. El invierno no simpatiza con la pobreza.

Hubo un tiempo en el que la distancia de este paseante era menor. La calle son vidas que se cruzan y, si se espera lo suficiente, en los horarios adecuados, no hay contrarios que no terminen por compartir asiento. Normalmente, el encuentro era fugaz: intercambio de palabras, buenos días, buenas tardes, lo típico. El proceso de exclusión todavía no había arrojado a la nada a miles de trabajadores, sin trabajo, sin casa, deprimidos, solos, fuera de juego; los hombres y las mujeres de los bancos de ayer estaban lejos de los hombres y las mujeres de los bancos de hoy. Pero la calle es igual. Los estómagos se llenan y se vacían igual. El cinismo oficial es igual y no todo se esconde, distante, tras las paredes de los albergues.

Para empezar, aclaremos malentendidos. Entre el mundo con techo y el mundo sin techo hay muchos niveles. Los habitantes del primero pensamos que existe una frontera y que no podemos caer al segundo, férreamente separado en la imaginación. Unos lo creen tanto más cuanto más cerca estén de la caída: si se camina por el borde de un precipicio, no conviene pensar en el vacío. Otros, con mayor margen, lo creen por sentirse mejor y lo olvidan o miran con el odio de un animal de otra especie, alcaldes del conocido relato de Guy de Maupassant. Pero si alguna vez existió una ilusión de frontera, se ha borrado. Un mal paso y es el nivel inferior. Uno más, y nada nos sostiene. La diferencia, el único elemento de seguridad, suele estar en las estructuras familiares. En su ausencia, la soledad se basta y se sobra para repartir la identidad de los personajes, es decir, quién pasa de largo en una noche de verano y quién se queda.

Vivo en un país donde alrededor de ocho millones y medio de personas, el 20% de la población, se encuentran bajo el nivel de la pobreza. Dato tajante, duro, aunque quizás no tan explicativo como éste, aparentemente fútil: el 44% de los españoles ni siquiera se puede tomar una semana de vacaciones. Viven con lo puesto, lo justo para comer y financiar cuatro paredes. Son candidatos a terminar en la calle. Y ya no es un problema de inmigrantes, mano de obra no cualificada y otros sectores de la marginalidad del sistema económico y educativo. Pasa el tiempo, aumentan las cifras, no hay respuesta.

En la escalinata del Palacio de Cristal, una madrugada cualquiera, hace años.
Nombres que no voy a citar, hechos que no voy a citar.
Si fuera posible volver, niebla de marzo o febrero, burlar el tiempo y pasar entre la gente hasta llegar arriba, haría lo mismo; siempre ha sido el Refugio nocturno de Brecht. Pero con una adenda de León Felipe:

Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre
ha inventado todos los cuentos.



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