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La insignia
30 de septiembre del 2005


Democracia y tolerancia, integrismo y dictadura


Observatorio Laboral. España, septiembre del 2005.


El siglo XXI instaura, sin lugar a dudas, la consolidación de una nueva era. Una era que viene precedida, obviamente, de la crisis irreversible del orden mundial que ha servido de soporte a la era anterior. Un orden mundial caracterizado por la subordinación de las distintas sociedades y culturas al modelo occidental. Un orden basado en identidades y estructuras políticas, económicas y sociales definidas y estables, con una distribución del poder y de la riqueza relativamente dispersa pero, a la vez, focalizada, localizada, con referentes claros de poder y autoridad tanto seculares como religiosos, con la emergencia y consolidación, de los estados- nación y la consecuente emergencia y consolidación de la conciencia individual y social vinculada a ellos; un orden basado también, (si no esencialmente) en la violencia organizada.

Primero fue el rostro amable de la globalización, la que tenía que ver con la apertura de mercados, sí, pero también de culturas, de valores; la que tenía que ver con un cierto cosmopolitismo que parecía inherente al desmantelamiento de identidades rígidas, de estructuras y fracturas sociales de perfiles nítidos; la que tenía que ver con relativización de la autoridad y la emergencia de nuevos sujetos individuales y colectivos. Después (más bien en paralelo) supimos ver en el rostro de la globalización el de la pura economía, del puro mercado, del individualismo más feroz, del abandono de los intereses comunes y la persecución irrefrenable de los intereses privados; irremisiblemente, se sumaron otras caras, otros rictus mucho mas controvertidos, mucho más problemáticos, que señalan hacia la ausencia de derechos, hacia la incapacidad de los Estados- nación para determinarlos, para hacerlos valer y cumplir, hacia lo que, en rigor, no es otra cosa que la desintegración de los propios Estados-nación.

Hoy, por fin, va perfilando su aspecto más descarnado y amargo: el de la reconfiguración de la violencia. Una reconfiguración que habla, esencialmente, de su desestructuración, de su diseminación. Una reconfiguración mucho más peligrosa para las poblaciones civiles en la medida en que no es posible identificar frentes, sujetos, discursos. Tan sólo es posible detectar sus emergencias una vez que se han producido. La guerra sin Estados, sin fronteras, sin límites, sin ubicuidad, sin declaración, sin reglas, hoy aquí y mañana allí, dentro y fuera, si es que existe un fuera. La guerra basada en una identidad artificial, creada de forma desvirtuada ante el temor de que el mañana no sea igual que el ayer, ante la necesidad de valores permanentes, de rasgos fundamentales; una identidad desplazada, ahistórica; y por eso, por falsa y fuera de lugar, fánática.

No se trata, entiéndase bien, de formas más o menos legítimas de la violencia. Ninguna lo es. Se trata de un mundo profundamente inestable que hace literalmente imposible la solidaridad y la equidad social.

Una reconfiguración de la violencia que pone de manifiesto la actual convivencia de dos mundos, de dos realidades: la convivencia de la globalización económica sin globalización política, de sociedades estatales y sociedades sin Estado, amalgamadas en torno a conceptos más difusos y más, si se permite la expresión, "psicológicos", como la nación o la religión. De dos realidades que, además, tienen perspectivas históricas diferentes, y así, en tanto la una es cada vez más nominal, virtual, simbólica, la otra emerge y se consolida de manera creciente. Dos realidades que se sustentan sobre valores diferentes, que general configuraciones políticas distintas.

La tolerancia, cuya forma política es la democracia es, por definición, abierta y flexible; el integrismo, cuya forma política es la dictadura es, por definición, cerrado y rígido. Por eso es más fácil que el integrismo se infiltre en los sistemas democráticos que lo contrario, esto es, que los valores de la tolerancia, la convivencia, la democracia, en fin, se infiltre en las dictaduras, las permeabilicen, las hagan evolucionar. Hoy por hoy, la idea de una sola autoridad política de orden mundial parece utópica, si no imposible. Sin embargo, sería preciso analizar y establecer nuevas reglas del sistema internacional de potencias; sería preciso desenmascarar los mitos y los ritos que subyacen a la creación artificial, impuesta, de identidades étnicas y religiosas y combatirlos activamente; sería preciso revitalizar la solidaridad frente al individualismo. Se trata de un reto al que no podemos renunciar.



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