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La insignia
5 de septiembre del 2005


Entre luz verde y luz verde


Mirko Lauer
La República. Perú, septiembre del 2005.


Los malabaristas en algunos semáforos representan algo que no es del todo la mendicidad, pero que todavía se parece mucho. En verdad quienes venden a los automovilistas detenidos un espectáculo instantáneo van desde empeñosos niños harapientos hasta verdaderos profesionales. Pero la imagen de conjunto es la de un gremio, no la de un bolsón de penuria social, que lo es.

Los mendigos de siempre siguen allí, cómo no. El ciego, el anciano, la de traje andino. El único que ha desaparecido es el minero con casco y cajita. Pues esa sí que es una imagen gremial que hoy no conmueve. Pero los tradicionales van siendo desplazados de los semáforos prime, acaso los que detienen al chofer más duro, el más exigente frente a una oferta de novedad y entretenimiento.

La teoría de Bertolt Brecht en su Ópera de dos por medio es que la mendicidad debe renovarse constantemente para ir contrarrestando el permanente encallecimiento del corazón burgués. Es una versión particular de la ley de la oferta y la demanda en el Berlín de los años 30. En los semáforos de hoy la lucha sigue siendo contra la invisibilidad de los menesterosos.

Quizás la aparición de tantos malabaristas, de tanta agilidad, marca el fin de la compasión como argumento mendicante. Lo cual ya venía anunciado con la venta de caramelitos y otros, una forma de eludir el lado indigno de la mendicidad, a la vez que el grado cero del comercio ambulatorio nacional. Ahora la compasión está siendo reemplazada por el entretenimiento.

Es obvio que hay un sector de saltimbanquis que se maneja entre ambas aguas: rutinas aprendidas de urgencia, fachas donde la miseria es más llamativa que el vuelo de los pines o las bolas, multiplicación de actos que compiten entre sí y que no deja tiempo para un mínimo pacto comercial. Pero igual así el sentido de lo nuevo es bastante claro.

Lo nuevo no es realmente el uso de los segundos de la luz roja para montar un espectáculo. Los tragafuegos, por ejemplo, ya tienen casi dos decenios en escena, y mucha venta ambulatoria de objetos novedosos siempre ha tenido un elemento de prestidigitación. Incluso, siguiendo a Brecht, podemos pensar que la mendicidad clásica algo tiene de espectáculo.

Lo realmente nuevo en los semáforos peruanos es el difundido desplazamiento de la compasión o la culpa como nexo entre el que le falta una moneda y aquel al que le sobra una, y el intento de reemplazar ese nexo por un vínculo de mercado. Un lazo impersonal mediado por un servicio, no un sentimiento. El mendicante empieza a confundirse con el empresario.

Se trata, pues, de una pastilla de servicio al consumidor, en que la esencia del intercambio es que la persona en sí misma no es tan importante como lo que ella puede entregar: el niño harapiento puede ser un gran malabarista, o no. Pero que el chofer suelte la moneda dependerá del impacto que cause su actuación, no de su apariencia.

Pero a la vez el joven mejor comido que monta un acto vistoso, profesional incluso, difícilmente obtendrá más de lo que se suelta en un semáforo. Su pago siempre será una compensación, nunca un justipremio. Los economistas seguramente tienen una expresión para este comportamiento del mercado.



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