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24 de octubre del 2005 |
La manzana podrida
Fátima de Moraes (*)
Del libro Lesiones por esfuerzos repetitivos:
Comencé a trabajar en la Nestlé en abril de 1987. Al principio era muy agradable trabajar allí, ellos hacían que nos sintiéramos como una familia. Fue muy buena aquella época. Pero en los últimos años la empresa experimentó un cambio radical en su relación con los funcionarios: empezamos a ser tratados como números, como objetos descartables prácticamente sin ningún valor. Las máquinas del sector donde yo trabajaba tienen un ritmo rápido y exigen movimientos repetitivos; bueno, la mayor parte de las máquinas de la Nestlé son así, pero "la sección estampado" tiene hasta un riesgo mayor. Cuando alguien de otros sectores era designado para trabajar en estampado siempre decía que tenía miedo, porque el régimen era diferente, no teníamos relevos para ir al baño o tomar agua, había un dispensador de café, pero sólo podíamos usarlo cuando se rompía una máquina. Mi puesto de trabajo estaba a cinco o seis metros del agua, pero pasaba la jornada con sed porque no podía acceder a ella. El ritmo es muy rápido, no se puede parar. Al principio no era malo, hasta llegué a pensar que trabajando de esa manera la hora pasaba más rápido, pero se fueron afectando principalmente mis brazos. Tenía una buena relación con las jefaturas porque yo era muy dedicada en el trabajo. Recuerdo inclusive que en 1995 el señor Arnoni, uno de los jefes, durante una cena de camaradería con jubilados de la empresa me presentó a uno de ellos, José María, diciendo que si todos en la sección estampado fuesen como yo, no serían necesarios los jefes. Pero en 1997, cuando mi rendimiento comenzó a bajar como consecuencia del dolor que sentía, todo cambió. En esa época no sabía qué era ler. Supe que alguna gente del sector refrigerados había recibido licencias por enfermedad de un médico que los enviaba al Instituto Nacional de Seguridad Social (INSS). Pero ese sector está cruzando una avenida y no teníamos mucho contacto con ellos. En octubre de 1999 fue la primera vez que alguien del Ministerio de Trabajo hizo una visita a la Nestlé de Araras, justamente por causa de la cantidad de accidente de trabajo registrados. En esa ocasión estuvieron primero en "refrigerados" que era donde estaba ocurriendo la mayor parte de casos de lesionados. En nuestra parte de la fábrica trataron como únicos a los tres o cuatro casos declarados que había hasta ese momento, pero en realidad había otros muchos encubiertos, como el mío. Hacía meses que penaba con dolores, hormigueo en los brazos durante la noche. Pero el régimen de "cuartel" que padecíamos en estampado -algunos llamaban al sector "el Vietnam de Nestlé"- provocaba que tuviésemos miedo de ir al médico. Nos amenazaban con perder el empleo. Eramos un mero número, y cuando el número deja de dar lucro es descartado. Muchos, como yo, éramos el principal o único sustento de la familia, y no podíamos arriesgarnos. Hasta que en 2000 llegó para mí el límite físico y psicológico. El 24 de abril de ese año estaba trabajando y sentí que algo estallaba en mi muñeca izquierda, me quemaba, y en un segundo me creció un bulto del tamaño de un huevo de paloma que rápidamente quedó negro. Me dolía mucho, pero seguí trabajando y cuando terminó mi horario fui al dispensario de la empresa. La enfermera me dijo que los médicos ya se habían retirado y que buscara uno particular. Busqué al doctor Zuntini quien ya me había atendido por un problema en una rodilla. El tratamiento que había estado siguiendo durante bastante tiempo para curar la rodilla me obligaba a tomar todos los días dos medicamentos cuyos efectos encubrieron el dolor en los brazos. Cuando suspendí esa medicación aparecieron los dolores. El doctor me dijo que debía darme un descanso de dos días, aunque sabía que no era bueno para mi foja de servicio, pero mi muñeca estaba muy fea. Al cabo de esos dos días fui a ver al doctor Elder, en la empresa, quien mirando mi brazo me dijo que no podía regresar al trabajo. Me reenvió a Zuntini para que éste me diera más días de descanso, y me aseguró que él se hacía responsable de la recomendación para que no hubiese ningún problema en la empresa. Pero me quedé pensando que algo andaba mal: ¿por qué el médico particular no me podía dar más días sin autorización del médico de la empresa? Zuntini me dijo que entonces íbamos a hacer un buen tratamiento para la muñeca y los brazos, y confesó que tenía miedo de certificar empleados de Nestlé porque los médicos que procedían así era acusados por la empresa de ser vagos que daban certificados para haraganes que no querían trabajar. A partir de ese momento empecé a desconfiar de todo lo que hacían estos médicos cuya actitud me parecía reñida con la ética profesional, así que sacaba copias de todos los papeles que me daban. Poco después, por presión del Ministerio, la empresa montó un servicio propio de fisioterapia y anunció en una reunión que en casi dos mil funcionarios se habían constatado apenas cinco casos de ler. En realidad, creo que deberían ser cinco casos por turno y por sector, porque ya en esa época había mucha gente con licencia médica por esa causa. Yo seguí trabajando porque no me atrevía a pedir descanso. Consumía remedios por vía oral e inyectables, hacía fisioterapia y trabajaba ocho horas diarias sin descanso a un ritmo muy intenso. Cuando llegó la fisioterapeuta que contrataron -que vino con aires de "doctora" para curar todo- todos pensamos que era algo positivo para nosotros, pero luego comprendimos que estaba allí para ayudar a los médicos a justificar las altas que ellos ordenaban. Ella simplemente mandaba a trabajar a personas con los brazos reventados, en tratamiento fuera de la empresa. Parte de mi tarea consistía en llenar un formulario con datos de la producción dentro de un programa llamado "gestión a la vista". Colocaron esa planilla sobre un soporte fijo junto a la máquina, en un lugar inadecuado, incómodo y peligroso para el trabajador. Después que varios colegas se habían cortado con eso un día llamé a alguien de la seguridad y pregunté si habían evaluado esa disposición en relación con nuestra seguridad física. Esta persona no conocía la respuesta y acudió al jefe Arnoni quien cinco minutos después me llamó a su oficina. Esta misma persona que tanto me había elogiado antes me sometió a la peor humillación de mi vida, porque me dijo tantos disparates que no los puedo relatar, aunque no olvido ninguno. Me acusó de querer tomar decisiones en lugar de la empresa. Intenté explicar el hecho objetivo teniendo en cuenta el contexto real de la persona que trabaja en esa máquina, cuyos movimientos están totalmente coordinados y predeterminados para acompasar el ritmo de la producción, y que agregar un obstáculo en ese proceso era muy riesgoso. Esa discusión fue para mí una experiencia traumatizante. Poco después la empresa hizo pequeñas modificaciones en el sistema de trabajo que quizás significaron una reducción del 1 por ciento de nuestro esfuerzo, no más. En contrapartida, disminuyeron las órdenes gratuitas para consultas médicas de doce a cinco por año. Siguiendo las indicaciones del médico de la empresa, solicité al especialista doctor Zuntini una carta justificando mi necesidad de un número mayor de consultas médicas al año, en virtud de mi afección crónica, y él anotó en la carta "lumbalgia de esfuerzo". Pero la médica auditora de la empresa, que nunca me vio la cara siquiera, no autorizó la ampliación de consultas médicas. Me pareció absurdo que tomara esa decisión sin ver al paciente. Yo no aguantaba más. Ya sabía que tenía ler y pagué por mi cuenta una serie de exámenes que lo comprobaron. Como todos los afectados por ler en la Nestlé de Araras, Fátima tuvo que librar una verdadera batalla burocrática contra la estructura médica dependiente de la empresa directa o indirectamente. Esa lucha por la salud, por la vida, somete a las personas a un desgaste indecible, porque como en otras circunstancias de violaciones a los derechos humanos, la víctima es relegada al lugar del acusado por el espeso entramado del poder victimario. Así, la violencia doméstica es "justificada" en supuestas provocaciones de la mujer, las violaciones sexuales contra mujeres en la "ambigüedad" femenina del "no pero sí", y hasta son desatadas guerras internacionales con base en la existencia de supuestos arsenales de armas de destrucción masiva que, finalmente, nunca se encuentran. La víctima siempre es culpable, y la Nestlé coloca a sus empleados portadores de ler en esa humillante e indignante posición. Cuando finalmente los médicos admitieron que debería cambiar de tarea, el jefe Arnoni, airado, replicó que estábamos acabando con el empleo, que las mujeres éramos las únicas que dábamos problemas y que sería mejor contratar robots antes que mujeres, porque las máquinas no sienten dolor en los brazos, cólicos menstruales y tampoco quedan embarazadas. De hecho la Nestlé de Araras hace años que no admite mujeres en ciertos sectores. Cuando supieron que yo no podía ocuparme de la limpieza de mi casa, me enviaron a hacer la fajina del sector, una tarea para mí imposible. Eso me lastimó aún más porque nunca pensé que llegarían a la crueldad. Entonces decidí ver a algún médico fuera de Araras, y en abril de 2001 encontré al doctor Roberto Ruiz quien me examinó, vio mis antecedentes y me dijo que sin ninguna duda padecía ler. El me hizo una carta recomendando la licencia por enfermedad y un pase al INSS. Los médicos de la empresa desautorizaron al doctor Roberto, y se negaban a pasarme al INSS. Discutían conmigo que mi enfermedad no era laboral, decían que el doctor Ruiz estaba loco, que no sabía nada. Después de pasar por numerosos incidentes, presiones y manipulaciones, intenté reintegrarme al trabajo, y cuando volví a ver al doctor Roberto, dos días después, supe que la empresa le había enviado una carta afirmando que yo era una simuladora que lo había inducido al error, y lo invitaban a concurrir a la fábrica. El doctor, acostumbrado a este tipo de cosas, me entregó la carta firmada por varios médicos y la fisioterapeuta de la empresa, y aún la tengo en mi poder. En mayo de 2001 pasé por una junta médica del INSS que resolvió darme licencia por enfermedad, habiendo constatado inclusive la relación entre mi tarea en la Nestlé y mi enfermedad. Cuando mi caso fue conocido por los colegas, muchos vinieron a hablar conmigo para saber qué hacer. Desde entonces unos 40 empleados de la Nestlé de Araras han constatado ser portadores de ler. Desde hace varios meses el INSS está reclamando a la Nestlé un puesto de trabajo para mí acorde con mi situación, pero ella no me acepta, ni siquiera me deja ingresar al local de la fábrica donde está la agencia bancaria donde cobro mi salario. El personal de seguridad me retiene en la puerta de la empresa y el gerente del banco viene hasta allí para entregarme el dinero. Todavía soy funcionaria de la Nestlé, pero no puedo trabajar. Me tratan como si fuese la manzana podrida que echará a perder a todo el resto. Hasta hice una denuncia policial para enfrentar esta segregación. Todo esto, la forma en que me han tratado, el hecho de saber que no conseguiré más empleo, me afecta mucho psicológicamente. La presión la discriminación y, en mi caso, la persecución de ser tratada como la manzana podrida que echa a perder el cajón, es demasiado fuerte. Muchas veces no duermo por la noche acosada por la angustia de no saber qué haré con todo esto, qué será de mi vida. Ahora hemos fundado una asociación de portadores de ler de Araras que en la actualidad está integrada en un 99,9% por funcionarios de Nestlé. Decenas de personas llaman por teléfono a casa para contarme lo que están pasando, lloran porque tienen miedo, el mismo miedo que tuve yo hasta que no aguanté más. La empresa ha hecho correr la voz de que quien se integre a nuestra asociación será despedido. Espero que las autoridades oficiales reconozcan esta realidad, que la Nestlé cambie su forma de tratar a los portadores de ler e instale métodos de trabajo que no dañen a las personas. (*) Presidenta de la asociación de portadores de LER de Araras. |
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