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10 de marzo del 2005 |
Alberto Arce
Soy español. Lo soy porque nací en España. Suena surrealista afirmar lo evidente y triste que hoy en día una realidad tan sencilla como ésta se haya convertido en centro de la batalla política, cultural y social de un país que ya no sé si definir como Estado plurinacional, federal incompleto u "objeto identitario no identificado". Pero más allá de la aleatoriedad que supone el involuntario lugar de nacimiento físico de cada uno, cuestión totalmente alejada de la voluntad política de cualquier ciudadano, me declaro sin patria, sin Rey, sin Dios, sin partido, sin sindicato. Vamos, que no por no tener, no tengo ni equipo de fútbol. Y pese a todo esto, cada vez más conversaciones en los ámbitos donde me relaciono versan en torno a un asunto que no podría interesarme menos, hasta tenerme absolutamente harto de identidades, sentimientos nacionales, grupales y comunitarios que nunca he comprendido ni comprenderé por más que viva en Barcelona.
¿Cuanto tiempo hace que nadie se atreve a expresarse como español de origen y cultura fuera de las organizaciones de derecha y extrema derecha? ¿Qué ha pasado para que la mención sin vergüenza de nuestra nacionalidad esté penada con la inclusión por parte de ciertos sectores en categorías con las que no nos sentimos representados? Emitir la afirmación "soy español" parece haberse convertido en una suerte de pecado original ante el cual sólo cabe disculparse. Por ejemplo, ante parte de la izquierda y ante algunos latinoamericanos que me acusan de ser descendiente de quienes los colonizaron (pese a que ningún miembro de mi familia emigró jamás de nuestro verde rincón asturiano), disculparse ante muchos catalanes, gallegos y vascos porque "nosotros" invadimos y oprimimos Cataluña durante el franquismo (que se lo pregunten a mi abuelo, que nunca combatió más allá del Puerto de Pajares y lo hizo hasta que la República cayó en Asturias), o Galicia tras las "Revolta dos irmandiños", o el País Vasco allá por las Guerras Carlistas. ¿Pero a mí que me cuentan? Estoy harto de disculparme por una cuestión de la que no he elegido formar parte y en la que nunca en mi vida había pensado hasta que conocí a un nacionalista que me explicó lo que "nosotros" los españoles les hacíamos a ellos, los gallegos, hace ya muchos años. Mi identidad nunca ha supuesto un problema porque mientras era joven la definía en función de mi familia, mi educación, mis lecturas, mis amigos y sin haber perdido nunca más de tres minutos en pensar que la existencia de otras naciones en la Península ibérica me afectase lo más mínimo ni mucho menos que mi existencia les importase a ellos. El respeto por los otros surge como cuestión fundamental en el mapa mental de cualquier persona libre, e incluso una mezcla de curiosidad por otras culturas y casualidad me ha llevado a vivir ya por largos períodos en Galicia y Cataluña así como en varios países lejanos del nuestro (o los nuestros). Definitivamente me he lanzado a escribir este artículo por agotamiento. Por cansancio. Por hastío. Siempre supe que españoles habían sido Manuel Azaña en la Segunda República y los federales de la Primera. Hace mucho tiempo también que sé que cuando en Octubre del 34 los mineros asturianos intentaron dar su último salto, sólo Companys y sus republicanos catalanes les siguieron, compartiendo la represión que siguió a aquellos hechos y hace mucho que sé que miles de españoles murieron defendiendo las tierras del Ebro y de Cataluña del avance franquista entre 1938 y 1939. Siempre he sabido que andaluces como Lorca y Alberti o castellanos como Cernuda y Machado pagaron con la muerte y el exilio la defensa de una cierta idea de España en la que coincidían plenamente con algunos nacionalistas de la época y que es la única idea de España con la que podría identificarme. Sin ir más lejos, el sábado pasado en Madrid, tras una manifestación, me emocioné escuchando y cantando puño en alto junto a varios cientos de jóvenes canciones como "Ay Carmela", "Si me quieres escribir" y "El ejército del Ebro". Y me temo que los nacionalistas de hoy, cegados por los elementos identitarios de su lucha comunitarista no tienen ni idea de que muchos españoles no somos lo que ellos piensan. Nadie en su sano juicio (sin incluir en esta categoría a personajes como Acebes, Michavila o Mariano Rajoy) duda en España, a estas alturas de la democracia, del carácter nacional de Cataluña. Cataluña constituye una nación siguiendo las definiciones clásicas de la teoría del Estado que exigen, para que se dé tal eventualidad, la existencia de una historia, una cultura, y una lengua propias así como la continuidad de las mismas en un territorio determinado y, desarrollando la misma lógica pero como último estadio de la existencia de una conciencia nacional, la voluntad de los habitantes de ese territorio de constituirse como organización política diferenciada del resto. Incluso siguiendo el mismo razonamiento, quienes defendemos amplias ideas de radical libertad en todos los ámbitos del tejido social, creemos que las naciones deben gozar del derecho de autodeterminación dentro de los conjuntos estatales plurinacionales a los que pertenecen. Ahora bien, en la Cataluña del 2005 los castellanohablantes somos abierta y directamente discriminados. Y quien diga que no, miente como un bellaco. Me da igual que seamos asturianos, marroquíes o bolivianos. Estamos discriminados. Y las cosas van a peor. Buscar trabajo en Cataluña sin hablar catalán supone caer definitivamente en el ámbito de la precariedad de las tareas no cualificadas de un modo que no puede observarse en el resto del Estado. Es cierto que en Madrid, por ejemplo, quien no hable castellano lo tendrá también difícil. Pero la salvedad es que en Cataluña todo el mundo conoce y usa el castellano. La población catalanohablante es perfectamente bilingüe. No tendría por qué dejar de aceptarse que si un país mantiene dos lenguas oficiales es necesario conocer las dos para poder vivir y trabajar en él. Cualquiera debería aceptarlo como principio general. Pero cuando se da una realidad por la cual una gran cantidad de la fuerza de trabajo del conjunto del Estado e incluso del extranjero se traslada a Cataluña sin conocer el catalán, debería ser el gobierno catalán quien se preocupase de poner los medios para que esa situación cese de inmediato. La "normalización lingüística" debería constituir una prioridad de este gobierno para evitar la institucionalización de los guetos lingüísticos en Cataluña. Pero eso no sucede. De la discriminación y la separación lingüística al racismo hay un trecho corto. Y han comenzado a andar el camino. |
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