Mapa del sitio | Portada | Redacción | Colabora | Enlaces | Buscador | Correo |
20 de junio del 2005 |
Carlos Artola
La elección del cardenal Ratzinger como supremo pontífice de la Iglesia católica constituye un importante acontecimiento, cuya gravedad que no se debe minusvalorar. Es un signo más de una evolución del catolicismo que, en las últimas décadas, desafía cada vez más abiertamente a la modernidad, a los valores de libertad e igualdad que durante siglos se fueron construyendo en Occidente frente a su control medieval. La Iglesia católica es un enemigo poderoso de la autonomía humana. Aspira a volver a una situación en la que su particular visión de la moral y del mundo pueda determinar el curso de nuestras vidas y de las instituciones políticas. Es consustancial a su ortodoxia querer imponer a los demás sus creencias y sus ritos.
Woytila y Ratzinger han representado ese giro antimoderno. Esa superación integrista de las contradicciones el Concilio Vaticano II se produce conjuntamente con el desarrollo de una estrategia dirigida a aumentar su control sobre los medios de comunicación y la educación, como instrumentos esenciales para poder seguir propagando sus creencias desde una sólida estructura de poder. Muy acertadamente decía Andreu Nin, en un artículo de 1912, que la religión, el cristianismo, presupone "la sumisión del pensamiento y de la conciencia humanas al dogma" (La Barricada, 22-3-1912). Ese es el desafío planteado por Juan Pablo II y por Benedicto XVI: la reconquista de su derecho a controlar las mentes y a articular las leyes humanas en virtud de sus dogmas medievales. Efectivamente, medievales, pues como ha señalado Leonardo Boff al comentar la elección de Ratzinger, éste es un hombre con valores del siglo XIII actuando en el siglo XXI. La coexistencia de un presidente de extrema derecha como Bush y un papado ultrarreaccionario implica una lucha mundial de ideas que será muy intensa. No es un peligro pequeño ni ridículo el que representan. Es, en esencia, la batalla entre la civilización o un nuevo dominio basado en dogmas ridículos con consecuencias aterradoras contra los derechos individuales y las normas colectivas propia de una democracia. Por todo ello, la batalla laicista será un terreno esencial para una izquierda de nuestro tiempo. |
|