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7 de junio del 2005 |
Virginia Giussani
Un hombre sube al colectivo con un bebé en brazos, pone una moneda en la máquina y retira el pasaje. Camina unos pasos y al no haber ningún asiento libre se toma del pasamanos con la mano libre. Nadie se da cuenta, todos miran y no ven, un gran conjunto de distraídos continúan cómodamente sentados mientras el hombre hace piruetas agarrado al pasamanos y el transporte que baila. Unos jóvenes plácidamente sentados a su lado se entretienen de sobremanera mirando por la ventanilla, una mujer se hunde entre las páginas de un libro, otra se hace la dormida. Nadie ve al hombre con el bebé en brazos. Finalmente, el chofer grita:
-¿Alguien puede ofrecerle el asiento a ese muchacho que va con su hijo en brazos? Nadie escucha. Nadie ve. El colectivo sigue unas cuadras, se detiene en seco, el conductor ajusta el freno de mano y se pone de pie. Vení, sentate aquí, le dice al hombre con su bebé en brazos y le ofrece su asiento de conducir. Eso sí, no intentes manejar porque con el niño en brazos no podés, cuando alguien te de el asiento cambiamos y seguimos viaje. Un joven se levanta y, afirmando que no lo había visto, le ofrece su asiento. El conductor regresa a su lugar y retoma el viaje. Gestos que describen un modo de ser. Entre decenas de personas sólo una tiene sentido común y más aún, sentido del otro; el resto, ni una cosa ni la otra. Pequeños gestos que demuestran cuánto camino mal hecho y cuánto nos falta por andar para destruir a esa bestia indiferente en la que nos hemos transformado como sociedad. |
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