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9 de febrero del 2005 |
Bruno Trentin
Bruno Trentin ha ejercido importantes responsabilidades sindicales (fue secretario general de la CGIL y vicepresidente de la Confederación europea de sindicatos); ha ostentado cargos políticos (diputado del Parlamento italiano y del Parlamento europeo); es doctor en Derecho; autor de libros tan influyentes como, entre otros, Il coraggio dell'utopia (Rizzoli, 1987) y La città del lavoro (Feltrinelli, 1997) y otros tantos. El presente texto es parte del discurso pronunciado, tras ser distinguido como Doctor Honoris Causa por la Universidad Ca Foscari (Venecia). La traducción es un trabajo de José Luis López Bulla.
El tema de esta intervención es la relación entre el trabajo y el conocimiento. Lo he escogido porque me parece que en esta extraordinaria trama que puede llevar al trabajo a convertirse cada vez más en conocimiento y capacidad de iniciativa -y, a partir de ahí, en creatividad y libertad, incluso si se trata de solamente de una potencialidad, de una salida posible, pero no cierta de las transformaciones en curso en la economía y las sociedades contemporáneas- está el mayor desafío que tenemos en los inicios de este siglo. Es un reto que puede conducir a la eliminación de viejas y nuevas desigualdades y de las diversas formas de miseria que vienen, sobre todo, de la exclusión de miles y miles de personas de una misma comunidad. Sin embargo, no se puede decir que la gran transformación del trabajo y del mercado laboral -cuyo arranque es el salto de cualidad operado en la década de los setenta y ochenta, con la revolución de las tecnologías de la información y de las comunicaciones y de los procesos de mundialización de los intercambios, saberes y conocimientos- haya tenido, desde sus inicios, una puntual interpretación en la literatura económica y social. Pocos han sido los observadores que entendieron, como Robert Reich, que nos encontramos frente a un proceso que, con sus contradicciones y desigualdades a escala nacional y mundial, comportaba igualmente la caída de los modelos fordistas de producción rígida y de masa, además de un cambio de la aportación que construía la riqueza de las naciones. No obstante, fueron muchos los apologetas acríticos de una sociedad posmoderna. Y también fueron muchos los profetas de la desventura. En efecto, hizo fortuna, en Europa e Italia (como ocurrió en la segunda posguerra frente a los procesos de automoción y producción en masa) una literatura catastrofista y liquidacionista que ha tenido un fuerte peso en la opinión pública y en la cultura política de aquellos entonces. La década de los ochenta y noventa fueron unos años en los que tuvo un insólito éxito ciertos "best sellers" como El fin del trabajo de Jeremy Rifkin. El trabajo, un valor en vía de desaparición, de Dominique Meda o, para el gran público, El horror económico, de la novelista Viviane Forrester. Estos textos y otros tantos subproductos parecían dictar los contenidos y las formas del fin de la historia, y para las fuerzas socialistas y los sindicatos, el final de todo proyecto de sociedad que tuviese como uno de sus sujetos el mundo del trabajo: las clases trabajadoras. Fue el éxito de esta literatura una de las señales más manifiestas del retraso con el que una gran parte de la cultura política europea percibió la cualidad del gran cambio que significó el final de la era fordista en la segunda mitad del siglo pasado. No se trataba del fin del trabajo. Pero, paradójicamente, estábamos en una la fase donde se sucedían procesos de reestructuración y de despidos en masa con un crecimiento a escala mundial de todas las formas de trabajo, empezado por las subordinadas y asalariadas; y ello con un ritmo como nunca había sucedido en el pasado. No era el fin del trabajo como entidad y valor. Pero sí estábamos ante un cambio del trabajo y de las relaciones de trabajo, y también del papel que el trabajo tenía en la economía y en las sociedades de los países afectados por los procesos de mundialización. Era un cambio del trabajo que apuntaba, ciertamente, sobre todo a una minoría, aunque con un fuerte incremento de los que prestan su mano de obra; pero cuyas consecuencias afectaban a los menos profesionalizados: se volvía a proponer el trabajo como factor de identidad a un número creciente de mujeres y hombres. Cierto, como uno de los factores de la identidad de la persona. En efecto, la cualidad y creatividad del trabajo se volvieron a proponer no sólo como la condición de la riqueza de las naciones (como sostenía Robert Reich) sino como factor insustituible de la competitividad de las empresas. Pues bien. Cada vez más son más desacertadas aquellas estrategias de la empresa que apuntan, no a la valoración del trabajo sino a su desvalorización, a la pura y simple reducción de los costes con los objetivos de: competir con las economías menos protegidas del planeta, la ratificación el carácter del trabajo asalariado que sólo debe ejecutar, salvaguardando así el mito del trabajo como ciego apéndice de una clase managerial pensante. El uso flexible de las nuevas tecnologías, el cambio que provocan en las relaciones entre producción y mercado, la frecuencia de la tasa de innovación y el rápido envejecimiento de las tecnologías y las destrezas, la necesidad de compensarlas con la innovación y el conocimiento, la responsabilización del trabajo ejecutante como garante de la calidad de los resultados… harán efectivamente del trabajo (al menos en las actividades más innovadas) el primer factor de competitividad de la empresa. Son unos elementos que confirman el ocaso del concepto mismo de "trabajo abstracto", sin calidad, -como denunciaba Marx, pero que fue el parámetro del fordismo- y hacen del trabajo concreto (el trabajo pensado), que es el de la persona que trabaja, el punto de referencia de una nueva división del trabajo y de una nueva organización de la propia empresa. Esta es la tendencia cada vez más influyente que, de alguna manera, unifica dadas las nuevas necesidades de seguridad que reclaman las transformaciones en curso) un mundo del trabajo que está cada vez más desarticulado en sus formas contractuales e incluso en sus culturas; un mundo del trabajo que, cada vez más, vive un proceso de contagio entre los vínculos de un trabajo subordinado y los espacios de libertad de un trabajo con autonomía. Está claro que estamos hablando de una tendencia que parece destinada a prevalecer. Pero que, a su vez, choca con las fuertes contradicciones presentes en la gestión de la empresa. Ésta, la empresa, permanece anclada, en casos muy numerosos, en una organización de trabajo de tipo taylorista, incapaz de socializar un proceso de conocimiento y aprendizaje. El fordismo ha muerto; no así el taylorismo. Pero en las empresas tecnológicamente avanzadas y con una organización adecuada al uso flexible de las nuevas tecnologías, el trabajo que cambia (es decir, el trabajo concreto con sus espacios de autonomía, de creatividad y con su incesante capacidad de aprender) se convierte en la vara de medir la competitividad de la empresa. En esos casos, la flexibilidad se entrelaza con un proceso de socialización de los conocimientos y con un continuo enriquecimiento de las habilidades de las personas. 3. Pero es preciso distinguir bien la flexibilidad como ideología y la flexibilidad como realidad. La introducción de las nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones con los cambios de las relaciones entre demanda y oferta (que se derivan de uso cada vez más flexible y adaptable, de la rapidez y frecuencia de los procesos de innovación con la consiguiente obsolescencia de los conocimientos y la profesionalidad) impone sin ningún género de dudas -como imperativo ligado a la eficiencia de la empresa- un uso flexible de las fuerzas de trabajo y una gran adaptabilidad del trabajo a los incesantes procesos de reestructuración que tienden a convertirse, no ya en una patología sino en una fisiología de la empresa moderna. Esta adaptabilidad puede realizarse de dos maneras: o con un enriquecimiento y una recualificación constante del trabajo y una movilidad sostenida mediante un fuerte patrimonio profesional. O, en dirección contraria, con un recambio cada vez más frecuente de la mano de obra ocupada y de la que no ha tenido ninguna oportunidad de ponerse al día y cualificarse. En la mayoría de los casos, al menos en Italia, lo habitual es esta segunda opción, con este tipo de flexibilidad… Y en esta situación tan corriente (¡entiéndase bien!) la flexibilidad del trabajo no deja de ser un imperativo para la empresa. Pero lo habitual es que va acompañada de: un enorme despilfarro de recursos humanos y profesionales acumulados en el tiempo, que no han tenido la oportunidad de ponerse al día; un empleo precario al que corresponde una regresión de la profesionalidad; la creación de un segundo mercado de trabajo, o sea, los "poor works". No hay problema cuando los "poor works" coinciden con la primera fase de la vida laboral y se entrelaza (como es el caso de muchos estudiantes) con la continuidad de sus estudios y la adquisición de nuevas competencias. El problema existe para toda la sociedad, y para la cohesión de la misma sociedad entorno a valores compartidos cuando estos "poor works" coinciden con la formación de un ghetto al que se ven relegados los trabajadores precarios, estacionales y parados estructurales a quienes se les niega la movilidad e, incluso, actividades subordinadas o autónomas con mayores contenidos profesionales y, por ello, con más espacios de autonomía en sus decisiones. Por este motivo, con el objetivo de ocultar el problema, se ha puesto en marcha una vasta literatura que ha hecho de comparsa en los últimos años, asociando la flexibilidad, especialmente la de "salida" con la creación de puestos de trabajo y, más aún, con la tendencia al pleno empleo; una literatura que ignoraba años de verificación que demuestran que la flexibilidad del trabajo es neutra respecto al volumen general del empleo y que, incluso sus efectos pueden hacerse sentir con carencias de mano de obra disponible para empleos cualificados. En mi modesta opinión, esta ideología de la flexibilidad solamente ha contribuido a consolidar las resistencias en el trabajo que cambia y a esconder la enorme cuestión que surge en la era de las transformaciones tecnológicas de la información. Esta enorme cuestión, que decimos, es la socialización del conocimiento, que tiene como objetivo impedir -mediante la "fractura digital"- la creación de una fosa cada vez más profunda entre quien está incluido de un proceso de aprendizaje a lo largo de toda su vida laboral y quien brutalmente está excluido del control de dicho proceso. Y es fácil ver que esto se convierte en un problema más para el futuro de la democracia. En realidad, se trata de situar -frente a estos desafíos y contra la amenaza de una profunda fractura social entre quien tiene saberes y los que están excluidos- los contenidos de un nuevo contrato social, de un nuevo estatuto de bases para todas las tipologías del trabajo subordinado, heterodirecto o autónomo, partiendo de la idea que, para un número creciente de trabajadores, el viejo contrato social está superado. Tal como figura en el código civil, el viejo contrato social preveía substancialmente un intercambio equo entre un salario y una cantidad (de tiempo) de trabajo (abstracto y sin calidad) sobre la base de dos presupuestos fundamentales que formalmente no figuraban en el pacto:
-La disponibilidad pasiva de la persona que trabaja, no contemplada formalmente en el pacto porque hubiera supuesto un intercambio monetario con una "parte" de dicha persona. ¿Qué emerge de la relación social que, en cierta medida, se desprende de las transformaciones tecnológicas y organizativas de las empresas? Primero, que el tiempo es cada vez menos la medida del salario. La calidad de la prestación del trabajo y la intervención del trabajador son fisiológicamente diferentes en una u otra porción del tiempo. Es el fin del trabajo abstracto. Segundo, que la creciente importancia de la calidad y autonomía del trabajo (capacidad de seleccionar las informaciones y, por ello, de tomar decisiones) comporta, también para los trabajadores "de ejecución", una responsabilidad ante el resultado que recae en el trabajador, y no tanto en su disponibilidad de erogar ocho horas diarias de trabajo, dejando al empresario el uso efectivo de tales horas y la oportunidad de premiar esta fidelidad. Tercero, que cada vez es menor, como equivalente de un salario y de una disponibilidad pasiva de la persona, la perspectiva de un empleo estable y, en todo caso, de una relación de trabajo estable. La flexibilidad hace que, tendencialmente, desaparezca esta certeza. No es ocioso proponer un nuevo tipo de contrato de trabajo que englobe en sus principios fundamentales todas las formas del trabajo subordinado o heterodirecto y toda esa jungla que se extiende con la desregulación salvaje del mercado laboral. Frente a la caída de la estabilidad en el puesto de trabajo y el final del contrato por tiempo indeterminado (que era el que tenían, en tiempos pasados, la mayoría de los trabajadores), se puede pensar en un intercambio entre un salario ligado a un empleo flexible -ya sea en el interior de una empresa que, fuera de ella, en el mercado de trabajo- y el acceso del trabajador a una empleabilidad. Se trataría de una empleabilidad que se concreta en una inversión por parte de la empresa, del trabajador y de la comunidad en un proceso de formación permanente y en una política de recualificación, capaz de garantizar, en vez del puesto de trabajo fijo, una ocasión de movilidad profesional en el interior de la empresa; y, en todo caso, una nueva seguridad que acompañe al trabajador, quien -después de una experiencia laboral determinada- pueda afrontar el mercado de trabajo en mejores condiciones y con una mayor fuerza contractual. Y también se puede pensar en la manera de reconocer a la persona concreta (que deviene un sujeto responsable y activo y no pasivo en la relación de trabajo) un derecho a la información, consulta y control del objeto de trabajo: el producto, la organización del trabajo, el tiempo de trabajo, el tiempo de formación y el disponible para su vida privada; de ello, dicha persona debe responder con una actividad que ya no será ciega e irresponsable. ¿No constituiría este tipo de participación de cada cual o de los grupos colectivos un modo de extender las formas horizontales y multidisciplinares en la organización del trabajo, mediante la participación formada e informada de un creciente número de operadores? En fin, se puede pensar en la necesidad de garantizar a todos los sujetos un contrato de trabajo y particularmente a los que recurren a la miríada de contratos por tiempo determinado o a contratos de colaboración coordinada y continua (siempre por tiempo determinado) el principio de la certidumbre del contrato. O sea, el contrato no puede ser revocado unilateralmente por parte del dador de trabajo; tan sólo podrá rescindirse cuando se haya demostrado que el trabajador ha cometido una falta muy grave. En las prestaciones más cualificadas, se puede pensar incluso en que este derecho a la certidumbre del contrato englobe a ambos sujetos de la relación de trabajo. 6. Un nuevo contrato social, inclusivo, en un welfare efectivamente universal, es algo imperativo ante las desigualdades que señalan (en primer lugar, en términos de oportunidad) el acceso a los servicios sociales fundamentales, empezando por la enseñanza y la formación. Pero aquí nos encontramos frente a otro reto que pone cuestiona la relación entre trabajo y conocimiento. Veamos. La población envejece rápidamente en Europa y particularmente en Italia. En el 2004 el grupo de entre los 55 a 65 años superará, en cantidad, a los jóvenes de edades comprendidas entre los 15 y 25 años. Y empiezan a ponerse encima de la mesa problemas relevantes, ya sea para garantizar la salud y la asistencia a las personas más longevas, ya sea para que los pensionistas tengan una renta decorosa. La única solución que hasta ahora los gobiernos han tomado en consideración ha sido la de garantizar una pensión mínima, en el límite de la supervivencia, con carácter universal; y, por otra parte, permitir a los más afortunados (los que no tienen interrupciones significativas de la relación de trabajo) el recurso a los fondos de pensiones privados. La reducción de la seguridad en la asistencia sanitaria y en el régimen de pensiones no parece que sea una solución sostenible a medio plazo, como no sea partiendo en dos el mercado de trabajo y provocar un aumento, insostenible a la larga, de la exclusión social y de la pobreza. El único camino, difícil pero factible, para conjurar una perspectiva de ese tipo es, no obstante, el incremento de la población activa, con vistas a financiar el Estado de bienestar. Dicha población activa es, en Italia, el cincuenta por ciento de la población, mientras que en los países nórdicos está entre el 72 y el 75%. Un esfuerzo de esa envergadura comporta ciertamente un aumento de la ocupación femenina y el incremento de una inmigración cada vez más cualificada. Ahora bien, parece ineludible la promoción de un envejecimiento activo de la población, con el aumento voluntario, pero incentivado, del empleo de los trabajadores de más edad y en edad pensionista. Sin embargo, desde ese punto de vista, hoy, la situación es dramática para los trabajadores de más edad -de más de cuarenta y cinco años- que son los primeros en ser despedidos y cuya pérdida del empleo coincide, en la gran mayoría de los casos, con la desocupación estructural en el periodo comprendido entre los cuarenta y cinco a los sesenta años, en puertas de la pensión de jubilación. Esta es la perspectiva con la progresiva desaparición de la pensión de ancianidad. Hasta el presente, los trabajadores italianos de más de cincuenta y cinco años que traban representan tan sólo el 35 por ciento frente al 70 por ciento en los países escandinavos. El incremento de la población activa (también para los trabajadores veteranos) aparece como la única alternativa a la reducción de la tutela de la pensión universal. No obstante, hacer frente a este reto --y, al mismo tiempo, garantizar una efectiva relación entre una población más longeva y la vida social de la comunidad en un proceso de inclusión en la vida civil y política del país-- comporta un esfuerzo extraordinario en el campo de la formación y recualificación del trabajo; un esfuerzo que implica, en muchos casos, (por ejemplo, los inmigrados y las personas mayores) la reconstrucción de un mínimo de cultura de base. Se trata, pues, de imaginar una política de la formación a lo largo de toda la vida laboral, que vaya más allá de la obligación formativa hasta los dieciocho años, capaz de modular las técnicas de formación y aprendizaje en razón a la edad, del origen, la cultura de base y del saber hacer de los trabajadores y las trabajadoras. Efectivamente, se trata de personalizar, cada vez más, las prácticas formativas para eliminar unas deficiencias tan numerosas. La realización del objetivo que fijó la Unión Europea en la Cumbre de Lisboa (2001) fue: elevar en diez años al setenta por ciento el nivel medio de ocupación de la población total de la Unión; incentivar el envejecimiento activo y la recualificación de los trabajadores de más edad; favorecer para todos una mayor profesionalidad hacia arriba durante toda la vida laboral… Bien, estos objetivos presuponen un cambio radical en la estructura del gasto público y en la organización del sistema formativo en todos los países de la Unión. Y particularmente en Italia que, salvo algunas excepciones, sigue siendo el farolillo rojo en el campo de las inversiones (que son inseparables las unas de las otras) en la investigación y para la formación, muy por detrás no sólo de los Estados Unidos y de la mayor parte de algunos países europeos sino, incluso, de algunos de los del sudeste asiático. En primer lugar, un radical cambio en las prioridades del gasto público y en las formas de incentivar las inversiones privadas, destinadas a la formación y la investigación. Lo que comporta un relevante aumento de los gastos destinados a la formación e investigación en los centros de enseñanza media y en las universidades, y al mismo tiempo una consistente incentivación de las inversiones por parte de las empresas, acompañada de controles y sanciones en aquellos casos de utilización impropia de las finanzas públicas. Efectivamente, se trata de superar la renuencia de la mayor parte de las empresas (sobre todo, de las innovadas) de invertir en el factor humano, precisamente cuando una parte importante de la mano de obra tiene un empleo precario y temporal. Y, con esta finalidad, parece inevitable prever para los programas de formación, de puesta al día o de recualificación --con independencia de la intervención de las instituciones públicas nacionales y locales-- una participación de los trabajadores en su financiación y una posterior legitimación de su derecho de propuesta y control de sus programas formativos. Esto significa que la contratación del salario y del horario de trabajo deberá tener en cuenta (como una forma de "salario en especie" o de "seguro para la movilidad profesional") el concurso de los trabajadores en la financiación y en el ejercicio de las actividades formativas que interesan a la empresa, tanto a nivel nacional como en el territorio (en el caso de las pequeñas empresas). También la Unión europea podrá participar, en estas condiciones, en la financiación de las actividades formativas y de investigación, conformando todas las sinergias que puedan realizarse con otras instituciones académicas y otras empresas europeas. Sin embargo, en lo referente a la organización del sistema formativo parece que será de fundamental importancia las relaciones transparentes entre las instituciones de la enseñanza media, las universitarias y las empresas, salvando cada cual su propia autonomía. Y no me refiero solamente a la formación profesional. En buena medida se trata de experimentar sistemáticamente la práctica de los "stages" tanto para los estudiantes como para el profesorado. Ahora bien, la enseñanza no pretende remediar los problemas del envejecimiento y la obsolescencia. Se trata de abrir la enseñanza secundaria y las universidades a la participación periódica de aquellos docentes que provienen del mundo de la empresa. Y se trata, también, de dotar a la Universidad de medios y organismos adecuados para poder desarrollar en el territorio una acción de promoción de experimentos empresariales, en los que la investigación y la formación de alta cualificación puedan desarrollar un papel de impulso que sea decisivo. En esto, esta Universidad, Ca´ Foscari está dando un ejemplo de autonomía capaz de aprehender importantes experiencias que abren una nueva dimensión en el trabajo de investigación y formación en el mundo universitario. No obstante, es fácil comprender que, teniendo como objetivo los acuerdos de Lisboa, la construcción de una sociedad del conocimiento no quede reducida a una cuestión de dinero u organizativa. Se trata, realmente, de poner en marcha una especie de revolución cultural que supere -con la iniciativa política y social- tantísimas incercias que interfieren su consecución. Inercias de las fuerzas políticas que intentan concretar en un Estado de bienestar centrado en la formación la prioridad de las prioridades en una política económica y de pleno empleo, pero que prefieren recurrir a la moda de una indiscrimanda reducción de la presión fiscal, inevitablemente acompañada, además, por un recorte de los recursos para la enseñanza, la formación y la investigación. Inercias de muchas realidades empresariales que privilegian la flexibilidad "de salida" de su mano de obra respecto a las inversiones, a medio plazo, que asegure un mayor uso de la flexibilidad del trabajo en el interior del centro de trabajo y, en todo caso, una mayor ocasión de empleabilidad y reocupación de los trabajadores. Inercia también en la psicología de muchos trabajadores que ven, incluso con aversión, el esfuerzo en una actividad formativa solamente en los años de juventud. Inercia en algunos sectores de la enseñanza frente a la necesidad de experimentar nuevas formas de autonomía y de poner en entredicho viejas certezas. Y, por último, inercia también en muchos comportamientos sindicales que se retrasan en poner en el centro de la negociación colectiva la conquista de un sistema de formación para toda la vida laboral. Así pues, podríamos ser escépticos sobre la posibilidad de realizar las estrategias de Lisboa y la posibilidad de superar (aunque sea gradualmente) el retraso de dieciocho años que se ha ido acumulando, durante la década de los ochenta, en competitividad de la economía europea con relación a la norteamericana. Ahora bien, podemos consolarnos con dos convicciones. La primera consiste en el fracaso incontrovertible de aquellas políticas de empleo que no pasan por la promoción de una actividad formativa del hacer y saber hacer: completando y valorando la formación y la enseñanza. Y la contraprueba está representada en el sistema de aprendizaje en Alemania que ha reducido en los últimos años al mínimo el desempleo juvenil de larga duración. Vayamos, pues, en esa dirección. La segunda viene de la experiencia que viví en la década de los setenta, cuando se trató de experimentar en el mundo del trabajo asalariado y en la escuela, el acuerdo sindical de las "150 horas" de formación a cargo de la empresa por 300 horas de formación efectiva. Con todos sus límites, errores y sus rebabas, aquella experiencia liberó tales energías en el mundo de la enseñanza y en el de los trabajadores menos cualificados, consintiendo situar una nueva pedagogía para la formación de adultos y dejó huellas profundas y muchos cuadros sindicales. Esta experiencia está, hoy, dispersa en gran medida. ¡Pero fue posible! ¿Es hoy posible liberar -como si se tratase de una aventura europea- energías, iniciativas, acciones políticas y sociales, parecidas a las de los años setenta, responsables y fuertes para nuestra economía y nuestra sociedad? A pesar de todo, estoy convencido de ello. |
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