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21 de enero del 2005 |
Marcos Tarácido
La mente de nuestros obispos y de los jerarcas vaticanos es la misma de los
inquisidores que en el siglo XVI castigaban a las mujeres culpables de
relaciones con Satanás y a los homosexuales pasivos introduciendo en la vagina o
en el ano un utensilio en forma de pera que, una vez dentro, se desplegaba por
medio de un tornillo hasta desgarrar en distintos grados la cavidad. Es la misma
de los censores franquistas, que cuando precisaban los centímetros que podía
subir la falda sobre las pantorrillas no veían en los otros sino el fruto de su
propia enfermedad. Son, claro, violencias distintas, separadas por cinco siglos de
historia; aquellos arrancaban miembros, quemaban, infligían todo el dolor físico
imaginable; estos acorralan, degradan, insultan, desprecian y, que no se olvide,
provocan muertes: las de los muchísimos fieles que tienen en la figura de algún
misionero católico la única posibilidad de que les expliquen que han de usar el
preservativo para mantener relaciones sexuales. Sin embargo, la doctrina es la
misma de entonces: sexo sólo dentro del matrimonio y con fines procreativos.
La pregunta es por qué la jerarquía eclesiástica tiene tanto miedo al placer de los demás; una vez más, el recurso a la Biblia como fuente de doctrina no es válido: primero, porque lo que allí se dice sobre la castidad o la homosexualidad hay que enmarcarlo en una sociedad determinada con unas necesidades determinadas; la Biblia es, antes que otra cosa, un marco legal que promueve y sanciona costumbres cono un fin social sincrónico; segundo, porque la ortodoxia católica se forjó después, mucho después de la escritura de los evangelios, y la doctrina resultante persiguió siempre el amedrentamiento y control de la sociedad por el espíritu. Pero basta ya. Debería llegar el momento del final de la bula para la Iglesia católica en España. ¿Hasta cuando va a seguir colaborando el Estado con una asociación que no cumple los mínimos requisitos democráticos? Veamos: el regimen del Estado del Vaticano carece de las más mínimas garantías democráticas, y se rige por un modelo teocrático premoderno: el Papa, jefe del Estado, concentra en su persona el poder ejecutivo, legislativo y judicial, y es elegido por una oligarquía sacerdotal. En su organización interna se vulneran derechos fundamentales de cualquier ciudadano, como la igualdad por motivo de sexo, que impide que hombres y mujeres desempeñen los mismos trabajos y funciones, vetando al sexo femenino el ejercicio del sacerdocio o el poder formar parte de cualquier órgano de gobierno, ejecutivo o doctrinal. Se está permitiendo que en nuestros colegios se imparta una materia cuya doctrina contempla la desigualdad entre el hombre y la mujer, la discriminación por motivos de opción sexual o que promueve una educación sexual manifiestamente irreponsable y peligrosa. Basta ya: que el gobierno español sea consecuente con sus principios democráticos y con los valores fundamentales establecidos en la Constitución y deje de subvencionar y privilegiar a una institución a la que, de no llamarse Iglesia católica, jamás se le habría permitido que accediese a financiación estatal alguna. Su fundador de hace dos mil años sería el primero en romperles las cofias y los birretes, las togas y las capas, el primero en arrancarles los collares, en lavarles la lengua y limpiarles la mente y los bolsillos; el primero en denigrar a una empresa que torturó, asesinó y saqueó, a una empresa que siempre se puso del lado del villano, en Chile, en Argentina o en España. Bula: privilegio, por tanto contrario a las ideas cristianas y democráticas. Por un Estado laico, en el que los católicos puedan ejercer su confesión en la intimidad, quizás un poco más cerca del espíritu del año cero del que siglo a siglo se fue alejando la jerarquía católica. |
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