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28 de enero del 2005 |
La Insignia. España, enero del 2005.
A Urariano Mota
I
Supongo que el 14 de enero fui una de las pocas personas que estaba esperando la llegada a Titán de la sonda espacial Huygens. La pasión por el espacio es en mí, como en tantos, hija de un metro escaso que quería ser, por este orden, astronauta, piloto, capitán de navío de 74 cañones (tardé en conocer la existencia del Santísima Trinidad), pirata o escritor. Por esta vez me reservo el comentario sarcástico sobre lo que se desea y lo que se alcanza, pero debo añadir que esa pasión -como en cierto sentido las otras-, adquirió después un pulso racional. Carlos Marx dijo que «no es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino por el contrario, su ser social lo que determina su conciencia»; si sustituímos los términos y hablamos de tecnología y economía, el resultado es igualmente correcto. Todavía hoy, los estudiantes aprenden que la máquina de vapor fue un invento del siglo XVIII; pero la paternidad es de Herón de Alejandría, quien vivió en el siglo I de nuestra era. Tuvimos que esperar más de mil setecientos años para que aquel principio, que divirtió a ciudadanos y patricios romanos en artilugios circenses, facilitara la revolución industrial. Tecnología, beneficio, estructuras políticas y sociales. No es el único motivo -¿sobra decirlo?-, pero Roma ríe y nos pregunta para qué el juguete de Herón, por qué habría querido variar la producción y la fuerza de trabajo cuando contaba con otra máquina más rentable, barata y acorde a su estructura: la esclavitud. A 3.500 millones de kilómetros de la Tierra, dos artilugios más evolucionados visitan uno de los satélites de Saturno. La primera desciende a la superficie con el apellido de Christian Huygens, físico, matemático y astrónomo holandés de aquella Holanda que por entonces firmaba la paz de Westfalia con un imperio que vivía un Siglo de Oro, pero en literatura y con más hambre que los milanos del Soto (interesados por la expresión, pregunten por Toledo); la segunda, en órbita, lleva el apellido de Giovanni Domenico Cassini, italiano de una Italia no menos hispánica que se hizo francés y se cambió el nombre por el de Jean-Dominique Cassini, tal vez porque el Observatorio de París le pagaba bastante mejor que a Huygens. Envían imágenes, sonidos, se salvan de las contingencias de rigor y nos cuentan una historia de lluvia de metano a 170 grados bajo cero, pero su aventura y las de otros proyectos similares deberían interesarnos no sólo por los datos que envían sino por los que implican, por los que llevan consigo. El as en la manga de la humanidad, su gran baza evolutiva, es la guerra. Sin retroceder y por limitarnos a nuestra época, la mayoría de los avances técnicos y sociales de las últimas décadas son consecuencia de la II Guerra Mundial. Por supuesto, no se trata de que matarse por millones tenga algún efecto científico por sí mismo, sino simplemente de que la guerra moviliza más recursos públicos y privados que ningún otro acontecimiento. La carnicería de 1939-1945 aceleró la historia; la guerra fría mantuvo el tipo y su final provocó esto en lo que estamos, que más allá de los juicios de valor al uso es un segundo congelado en la historia: tiempo para que los consejos de administración nos expriman y repartan dividendos, muerte temporal del concepto de progreso, limitación de la propia investigación a campos rentables a corto plazo. La vieja carrera espacial se convirtió en paso de tortuga por la misma razón por la que se investigan determinadas enfermedades y no otras o se mantiene una fuente energética tan peligrosa en términos ecológicos -también económicos- como el petróleo, a pesar de que puede y debe ser sustituida. Por encima de todo se encuentra la lógica del beneficio, y si dicha lógica choca con la ciencia, la educación o cualquier otra cosa, la ciencia, la educación y cualquier otra cosa -seres humanos incluidos- acaban mal. II Imaginemos que usted, como yo, se encuentra entre los que pretendemos transformar la realidad para que nuestra especie sea capaz de burlar la encerrona y sobrevivir. Pues bien, sólo hay dos salidas: 1) dotarnos de instituciones internacionales con poder político, jurídico y militar que poco a poco entierren la pesadilla de las naciones y sometan la lógica del beneficio al necesario control social; 2) que una rata tire un frasco en cualquier laboratorio y se descubra algo lo suficientemente rentable como para que nuestros propios depredadores busquen beneficios fuera de la Tierra y nos eviten el colapso ecológico. Sólo a partir del primer punto podremos empezar a hablar, algún día, de un mundo nuevo. En cuanto al segundo, es ración de lo mismo y perfectamente compatible con cualquiera de las formas de barbarie; pero en el salir de najas habríamos ganado tiempo, que es más de lo que tenemos a las cuatro y veinte de la madrugada de este viernes. En el improbable caso de que un extraterrestre se tope con la Huygens en Titán, y en el caso aún más improbable de que esté aburrido y lleve una caja de herramientas, no necesitará leer los 80.000 mensajes de ciudadanos europeos ni espantarse con las cuatro horteradas compuestas por dos músicos franceses (cómo no) para saber que la humanidad puede volver a las cavernas en cualquier momento. Con un simple destornillador y algo de vista, sabría que no lo hacemos mejor ni llegamos más lejos porque nuestras arcaicas estructuras políticas nos lo impiden: si en lo social provocan barbarie, en lo tecnológico entronan la chapuza. ¿Pero qué debería valorar en la sonda el típico tonto que no ve más allá de sus narices? Sus narices, precisamente; si las aprecia, que vuelva al segundo punto del párrafo anterior. «¡Eso es negocio, no ciencia!», advierte el eterno contrario. Ya. Pero en ausencia del primer punto, de un mundo que se rija por leyes más éticas que la lógica del beneficio, no suele haber ciencia si no hay negocio (y por supuesto, no hay futuro sin más ciencia). ¿Qué proponen entonces nuestros moralistas? ¿Sentarnos a esperar? ¿Ponernos plumas en la cabeza y aullar a la Luna? ¿Contratar un coro de plañideras? A finales del siglo XV, una reina castellana le concedió diez minutos y tres barcuchos a un marino supuestamente genovés. Fue una arbitrariedad, un por qué no de jugadora que sabe reconocer una ocasión, y en este caso se cumplió el reiterado aforismo latino: audaces fortuna iuvat. Gasto supérfluo, aventura depredadora, atentado contra las arcas públicas: estupideces entonces y estupideces hoy. Sin 1492, sin esa combinación de suerte, ambición, visión política, afán imperial y simple ánimo de lucro, no se habría producido la acumulación de capitales suficiente para dejar atrás el feudalismo, no habríamos llegado a los derechos humanos ni a la democracia burguesa, no habría surgido el marxismo, no hablaríamos de seguridad social, educación pública y redistribución de la riqueza, estaríamos condenados a las religiones y a los dioses y viviríamos en un mundo con todos los muertos y todas las sombras de éste, pero sin ninguna luz. Se encontró lo que no se buscaba, se alcanzó lo que no se pretendía. En la historia de la humanidad, sólo la conquista del continente que debió llamarse Colombia y se llamó América por lapsus de Martin Waldseemüller, se parece a lo que puede generar la aventura del espacio. Pero casos donde la suerte y el error son determinantes los hay por miles, y hasta el menor tiene consecuencias con miga: en el siglo XVII, el propio Cassini se dedicó a mejorar el método para determinar la longitud geográfica. ¿Tuvo éxito? Depende de lo que se entienda por tal. En el mar no servía de gran cosa, pero en tierra firme sirvió para demostrar que Francia era mucho más pequeña que su grandeur. De ahí que Luis XIV afirmara que Cassini le había robado más territorios que cualquier potencia enemiga. La apelación a la casualidad y a los descubrimientos fortuitos no es caprichosa. Existen razones culturales y generacionales para que un porcentaje sorprendente de personas crea que avanzamos a buen ritmo, al menos en lo relativo a la tecnología. Sin embargo, estamos tan estancados como somos capaces de estarlo. A falta de grandes conflictos, e indudablemente de estructuras políticas que puedan movilizar los recursos necesarios y sustituir la guerra por un impulso más razonable, vivimos de las rentas. En lo social, del pacto posterior a 1945 y de las conquistas de los grandes movimientos obreros. En lo científico, de los avances tecnológicos asociados a la IIGM y al pulso entre la URSS y EEUU. Lo social llama la atención porque lo sufrimos en carne propia y por el alcance universal de los medios de comunicación; lo tecnológico pasa desapercibido porque la inmensa mayoría de la humanidad sigue en el pasado: no sólo no ha llegado al ordenador personal; tampoco ha llegado al agua corriente ni «al libertinaje de comer dos veces al día», como decía Miss Prism en «La importancia de llamarse Ernesto». ¿Qué hacer?, pregunta Lenin, que ha aprendido mucho desde que averiguó que si un clavo saca a otro clavo, al final nos quedamos con un clavo, como al principio. III Para avanzar, para no tener que apelar a la lotería de la historia e incluso para no limitarnos a reformismos blandos, hay que volver necesariamente al sueño de la razón. Interpretemos bien el famoso aguafuerte de Goya, que no tenía intención alguna de justificar la estupidez. Ese segundo congelado de la historia al que me refería antes, y que en lo económico llamamos neoliberalismo, no debe hacernos olvidar que ante todo y sobre todo necesitamos más globalización y más ciencia. De otra forma, sí, pero cuidado: la partida se ha complicado en exceso porque parte de la izquierda se ha traicionado y apuesta por una vuelta a las fronteras, a veces por el tribalismo a secas y siempre por una inexplicable fobia a la tecnología, características todas ellas que la convierten en un factor histórico radicalmente opuesto a las organizaciones socialistas y comunistas de las que se afirma heredera, en un peligro que facilita una involución más grave que la actual: tras la caída del último emperador romano no llegó la luz sino la era de la superstición, del feudalismo, de los señores de la guerra. Sin salirnos del símil, se trata de luchar por la destrucción del imperio y la creación de una nueva república, pero cuando la izquierda se apoya en la raíz del problema (por ejemplo, en los nacionalismos; por ejemplo, en el desprecio al derecho; por ejemplo, en las religiones) abre el camino a la reacción o es la reacción misma. En una escena de la obra de Wilde mencionada, Cecilia le toma el pelo magistralmente a Chasuble y a su institutriz. Vean:
Chasuble.- ¿Estudia economía política, Cecilia? Es muy hermoso lo educadas que son las chicas de nuestros días. Supongo que lo sabrá todo sobre las relaciones entre trabajo y capital, ¿verdad? Básicamente, eso es. Pero no se pregunten por el paréntesis final del diálogo: corren el riesgo de que Amnistía Internacional y la Izquierda Unida de mi país pidan la prohibición de todas las obras de Wilde por conducta indecente, violenta misoginia y algo chungo relacionado con el género. Así estamos. Rodeados de idiotas. |
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