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10 de agosto del 2005 |
Mario Roberto Morales
Los neoliberales vernáculos se han pasado este entresiglo machacándole a su despatarrada ciudadanía su falta de inteligencia a la hora de elegir a sus representantes políticos. Al mismo tiempo, han insistido hasta la náusea en la necesidad de que todo el mundo acepte su "sentido común" para "sacar el país adelante", para propiciar "su despegue económico", para "ser una sociedad de seres libres", y se han quejado a gusto de la ignorancia de sus congéneres en relación a las verdades de Adam Smtih, Ludwig Von Mises, Friedrich Hayek, Robert Nozick y otros teóricos de quienes suelen citar minúsculas frases sin contexto, como la archisabida de Lord Acton: "El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente", la cual les sirve para descalificar -por, según ellos, esencialmente corrupto- el quehacer político entendido como una práctica autónoma y por tanto no sometida mecánicamente a los designios del mercado.
Su lucha en contra del Estado y a favor del mercado, los ha hecho pontificar acerca de la necesidad de encoger y reducir el primero hasta convertirlo en una oficina policial que haga cumplir la "majestad de la ley" que ampare la libertad sin trabas del segundo, propugnando por la abolición de los impuestos a las empresas bajo el argumento de que esos dineros pueden convertirse en valiosa inversión privada que sirva para que todo lo público que pueda ser privadamente rentable deje de ser público y se privatice, a fin de que por generación espontánea se torne probo y eficiente, dándole así la vuelta del calcetín, en el mejor tono formalista de los empiristas lógicos del Círculo de Viena, a la frase mágica de Lord Acton: "La ausencia de poder nos hace incorruptibles, y la ausencia absoluta de poder nos hace incorruptibles absolutamente". Los neoliberales vernáculos también se han quejado hasta la risa de la tragicómica izquierda local porque ésta no ha sido capaz de constituirse en interlocutora válida de sus maniqueos planteos libertarios, a los que suele oponer argumentos al estilo de "socialismo o muerte", de modo que -como se ve- el remedo de debate local entre derechas e izquierdas transcurre envuelto en el más colorido léxico de guerra fría, según seductoras cuanto falsas oposiciones binarias del tipo: totalitarios contra capitalistas, individualistas contra colectivistas, libertarios contra libertadores, personas libres contra estatalistas, blancos contra negros, buenos contra malos, idiotas contra inteligentes. En suma: el cretinismo bipolar y las dos caras de la misma y desgastada medalla eclosionan en los airados éxtasis dogmáticos de quienes jamás ponen en dudan lo que han aprendido con entusiasmo infantil en sus esquemáticos estudios locales de pregrado. Lo chistoso del asunto es que, ahora, cuando he propuesto un debate sobre el liberalismo y acerca de cómo el ideario liberal (no el neoliberal) podría servir como eje de convergencia política para el diseño interclasista de un proyecto de país en el que la creación de riqueza mediante la libertad de mercado rija la economía bajo un Estado pequeño pero fuerte, los neoliberales hacen, sin excepciones, mutis por el foro, y salen del escenario espantados y chillando como aves de corral para luego hundirse en el más denso, prolongado y vergonzoso silencio que haya yo conocido en mis años de debates académicos y periodísticos. Y uno se pregunta: ¿qué querían, entonces? Primero provocan, y cuando obtienen la respuesta que buscaban, adoptan una pírrica pose de "tú no vales la pena mi esfuerzo" refugiándose amilanados en su maltrecho y fallidamente altanero ego. ¿Prueba esta actitud cobarde que su voceada pasión por el diálogo y el debate político sólo escondía la barata intención de renovar el maquillaje del conocido sectorialismo excluyente y oligárquico del que todos estamos hartos? Francamente, no se me ocurre algo más que pueda explicar su cómico y temeroso silencio de tigres de papel convertidos en niños de kindergarten a quienes, de la noche a la mañana, les comieron la lengua los ratones. Y uno no puede sino sentir una gran pena al ver mutilada y tendida sobre el piso su otrora colorida, torrencial e incontinente locuacidad sin trabas. No valía la pena el esfuerzo, pienso. Eso está a la vista. Por ello, de mi parte, ya no insistiré en picarles más la cresta. Un gallo sabe muy bien cuando ya tiene al otro bajo las patas. (*) También publicado en A fuego lento |
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