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La insignia
26 de abril del 2005


Los santos vienen marchando


Sergio Ramírez
La Insignia. EEUU, abril del 2005.


De todos los lugares de Londres que recorren con disciplina escolar las parvadas de turistas que bajan de los relucientes autobuses de dos pisos, urgidos por las voces de mando de los guías, la abadía de Westminster es de los preferidos. En esta imponente iglesia, erigida primero por Eduardo el Confesor en el siglo XI, y llevada a su estilo gótico doscientos años después, han sido coronados siempre los soberanos de Inglaterra, y aquí están enterrados muchos de ellos, compartiendo honores con músicos como Händel y Purcell, escritores como Chaucer, Dickens y Thomas Hardy, actores como sir Lawrence Olivier, y científicos como Newton. Y aquí también, la mejor de las atracciones, se celebraron los funerales de la desgraciada princesa Diana de Gales.

El visitante desprevenido ignora que en jueves santo la abadía está cerrada, y debe conformarse con recorrer sus exteriores. Se alza en una imponente vecindad, al oriente el parlamento de las tarjetas postales, con la afamada torre del Big Ben, el reloj cuyas campanadas mi padre buscaba oír sonar en las transmisiones lejanas de onda corta de la BBC durante la segunda guerra mundial, para ver si la torre seguía en pie, Londres bajo los bombardeos. Y al otro lado de la calle, el edificio del gabinete de guerra, debajo los subterráneos desde donde Churchill dirigía las operaciones, sin haber dejado de vaciar, según la leyenda, un litro de whisky al día.

En el frontispicio occidental de la abadía, detrás de la reja implacablemente clausurada, el ojo registra los ornamentos sabidos de las iglesias góticas, sin faltar, encima del portal en ojiva, la galería de nichos que guardan siempre estatuas de santos cuyos relieves han venido desgastando los siglos, santos cuyos nombres resultará siempre difícil, o tedioso, averiguar. Sin embargo, estos santos, tras un rato de examen, atraen la atención porque a pesar de que el trabajo del cincel sobre la piedra parece igualarlos a todos, es posible notar que sus indumentarias no parecen medievales.

Algunos de ellos llevan túnicas, y sotanas, es cierto, otros lucen mitras de obispos, y alguna de las santas, hábito de monja. Pero hay una mujer vestida con túnica hindú con la mano sobre el parche de un tamboril, y otra en atuendo africano; hay otro de turbante, con un libro abierto sobre el pecho; otro, que muestra el nudo de una corbata del siglo XX por encima del cuello de una vestidura talar; otro, con rizado cabello afro, en el pecho desnudo una cruz. Y otro en, fin, que carga en sus brazos al Niño Jesús, lleva anteojos de grueso marco.

¿Qué santos son estos? Una tabla cercana a la reja lo explica al visitante distraído: son santos del siglo XX, que el arzobispo de Canterbury, cabeza de la iglesia anglicana, decidió entronizar en 1998 en esos diez nichos que estuvieron vacíos por varios siglos, en una ceremonia en la que estuvo presente la reina de Inglaterra. Mártires, explica la tabla; la iglesia anglicana, desprendida en el pasado de la iglesia católica, no canoniza. Las estatuas son obra del escultor Tim Crawley, y fueron labradas en piedra de Richemont, traída de Francia.

El que lleva anteojos y carga al niño Jesús, es Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980 por la bala de un francotirador a sueldo de conspiradores, mientras oficiaba misa temprana en la capilla del asilo de leprosos donde vivía. El de corbata, es el reverendo Martin Luther King, fundador del movimiento de Derecho Civiles en Estados Unidos, asesinado en Memphis en 1968; el del turbante es Wang Zhiming, ejecutado en 1973 durante la revolución cultural, en Wuding, en la región de Yunnan, en China; la que viste con túnica hindú es Qamar Zia, brutalmente acuchillada mientras dormía, en el Punjab; la de atuendo africano es Manche Masemola, de la tribu Pedi, asesinada a los 15 años de edad en 1928 en Sudáfrica, por sus propios padres, adversos a su fe; y el del pelo afro es Lucian Tapiedi, asesinado en 1942 por las tropas japonesas que invadieron Papua, Nueva Guinea, junto con centenares más.

Y también están Janani Luwum, obispo de Uganda, víctima del dictador Idi Amín; Dietrich Bonhoeffer, ejecutado en la cárcel, víctima de los nazis; Maximilian Kolbe, sacerdote polaco muerto en el campo de concentración de Auschwitz; la religiosa Elizabeth de Hesse-Darmstadt, que tenía el título de duquesa, ejecutada por los bolcheviques en Rusia en 1918. Todos ellos eran cristianos de distintas denominaciones, pero en esta galería han sido juntados por el martirio, y precisamente por haber sido todos ellos cristianos, consecuentes con su fe, y comprometidos con sus convicciones humanistas y su entrega a los demás, hasta el final.

Cuando el visitante se aleja del frontispicio de la abadía, no ha reparado aún que este encuentro fortuito con monseñor Romero, y con los santos del siglo XX, que habrán de quedar por los siglos en esos nichos ya centenarios, se da precisamente en un 24 de marzo, aniversario del asesinato del obispo salvadoreño. Después, en el noticiero de la noche, el presentador informa de manera escueta que el Vaticano ha iniciado, por fin, el proceso de su canonización.

Si monseñor Romero ha empezado ya sus milagros, llevar mis pasos hasta la abadía en el aniversario de su muerte, un jueves santo, y en el día en que se anuncia el inicio de su canonización, es uno de esos milagros.


Los Ángeles, abril del 2005.



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