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5 de octubre del 2004 |
Un ángel en mi mesa (II)
Carlos Landeo
Hace un tiempo presentaron un ciclo de películas con Marilyn Monroe en la Filmoteca de Lima y no sé por qué razón me volvía una y otra vez al recuerdo una secuencia de The Misfits, película protagonizada por ella y Clark Gable que vi una vez más en esa ocasión. Es una escena donde Gable, que encarna a un rudo cazador de caballos salvajes, le dice a Marilyn: "Qué bella eres. Es como un honor estar a tu lado. Tú brillas en mis ojos". Y luego de un tenso silencio, como asombrado por una revelación, añade: "Eres la mujer más triste que he conocido". Ella sonríe, turbada, y responde: "Ningún hombre me había dicho eso nunca". Gable razona: "Los hombres no se dan cuenta porque se alegran de tenerte cerca". Frase con la cual nos remite al tópico de Marilyn como ícono femenino de la vitalidad, la sensualidad, la alegría, el hedonismo. Pero Gable se acababa de acercar, perplejo, al filo de una verdad oculta y dolorosa. La escena reproduce el núcleo de un diálogo similar sostenido entre el dramaturgo Arthur Miller y Marilyn, cuando eran esposos. Miller cuenta en sus memorias que alguna vez le dijo a ella: "eres la mujer más triste que he conocido", con intención catártica, en el contexto de una mutua explicación del padecimiento psíquico de Marilyn. Como guionista de The Misfits, Miller incluyó la frase con la misma intención, así como otras semejanzas con la vida y la personalidad de su esposa. The Misfits y, muchos años antes, Niágara, son las únicas películas dramáticas que Marilyn protagonizó, aparte de una breve y notable aparición dramática en La Jungla de Asfalto; el resto de su filmografía se compone de musicales y comedias donde brilla y nos deslumbra a través de ya casi medio siglo. Producción bastante alejada de las exigencias comerciales de Hollywood, The Misfits ofreció una nueva y admirable faceta interpretativa de la estrella en un rol intenso y crispado, claramente vinculado a su drama personal, en un conmovedor intento de sublimar en el arte la angustia perniciosa y voraz que la desgarraba. Sin sospecharlo, The Misfits fue el canto del cisne de Marilyn. El rodaje fue penoso; culminarlo, casi un milagro. La neurosis no sólo minaba aceleradamente a la actriz que se sostenía -o se destruía- con dosis descontroladas de píldoras, también consumía y agotaba el tiempo, los recursos, la energía y la paciencia del equipo fílmico. En buena cuenta, si la empresa se salvó del naufragio, fue gracias a la tenacidad de Miller y del director, John Huston, tipo rudo que no obstante tuvo con ella consideraciones especialísimas que no concedió jamás a nadie. Finalizado el rodaje, la pareja Miller-Monroe rompió definitivamente para no verse más. Días más tarde, Clark Gable, a quien Marilyn adoraba y acerca del cual, al parecer, alimentaba una fantasía de identificación con la figura paterna que no conoció en la infancia, que no conoció nunca y que infructuosamente buscó siempre, falleció. El desastre personal de Marilyn no hizo sino tomar un nuevo y devastador impulso. The Misfits fue su última película. Menos de dos años después se había suicidado. Asombra, sin embargo, que ninguna de tantas penalidades menoscabe su actuación vigorosa y sensible, que transita con solvencia las cumbres de una sostenida tensión emotiva como un vaso a punto de quebrarse. En los aciertos y caídas de esta lograda performance se reconoce sobre todo la pugnacidad de una actriz que quiso ser alumna, para bien o para mal, del discutido y legendario Lee Strasberg. Porque más allá del éxito obtenido en la comedia fílmica a partir de sus condiciones naturales, de aquello que denominan talento, Marilyn quería ser reconocida como una actriz plena, como una actriz dramática con formación y fundamento. A pesar del escepticismo y la indiferencia de sus contemporáneos, creo que ya nadie puede dudar de que lo consiguió. Estremece comprobar que esta determinación de formarse como la actriz auténtica que quería ser, esta decisión nada cómoda de romper con el encasillamiento impuesto por Hollywood, este deseo, en suma, de renacer y crecer, era una batalla solitaria y ardua que libraba con desventaja frente a la industria cinematográfica, que la explotó cuanto pudo mientras obtenía enormes ganancias gracias a ella, y a medida que se intensificaba la depresión psíquica que la minaba como un cáncer, hasta paralizarla. ¡Cuánta fuerza de voluntad debió reunir para seguir mientras pudo! Esa fuerza de voluntad que nos permite verla físicamente saludable en The Misfits, a pesar del insomnio casi permanente y de las sobredosis suicidas de barbitúricos ya normalmente ingeridas.
Es, en buena cuenta, la magia del cine y de una gran actriz, y el resultado de la entrega plena a ese cine que en algún momento de su carrera ella intuyó como arte, más allá del espectáculo o del negocio. Estar ante una cámara, cuando podía sobreponerse al sabotaje de sus nervios, era el momento para que floreciera una sensibilidad única y se produjera la maravilla. Testigos señeros como Billy Wilder y el propio John Huston han hablado de eso, con admiración, y no hay otra explicación a su extrema tolerancia frente a las terribles dificultades psicológicas de los últimos años de Marilyn. Billy Wilder dijo de ella: "Como actriz de comedia era un verdadero genio... Era un don de Dios (...) En los últimos quince años, se me han ocurrido diez proyectos, y cuando me ponía a trabajar en ellos, pensaba: esto no va a funcionar; necesita a Marilyn Monroe". Lo podemos comprobar nosotros mismos viendo sus películas que, unas más que otras, son también resultado de un gran esfuerzo de autodominio psíquico, con tranquilizantes o no, para que se exprese la actriz. En The Misfits, ella se enamora de ese último aventurero del oeste en pleno siglo XX, de ese aventurero sin ventura que es Gable, a quien la sociedad ha marginado hacia una ocupación cruel y despreciable: la de cazador endurecido de caballos salvajes, hermosos y libres, que mata y vende por casi nada a un mayorista de carne para perros. Marilyn vive el drama de amar a un hombre mientras odia lo que él hace, y por tanto vive este amor en medio de la más agitada contradicción de sus sentimientos. Sacrificar el amor podría ser el precio por defender los últimos caballos salvajes, el último atisbo de una vida que ella añora, de una vida que no ha tenido, caballos salvajes cuyo sacrificio ella padece como un escándalo íntimo. Aunque Gable llega a comprenderla, su arrogancia le impide renunciar, aunque al final cede y se abre un espacio a la esperanza. Los caballos salvajes son la metáfora de una anhelada plenitud vital. Marilyn amaba la vida aunque quizás no tanto la suya propia. Arthur Miller cuenta cómo sufría incluso con la muerte de las cosas pequeñas, como las mascotas o las flores, y dice que una vez la vio, desolada y desesperada, intentar devolver al mar, inútilmente, la captura de unos pescadores. No obstante, quizás no amaba tanto su propia vida o la fue venciendo la fatiga a medida que crecía y la abrumaba el sufrimiento, porque son de ella unas breves líneas, un pequeño verso, que dice en castellano:
"Socorro |
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