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La insignia
12 de noviembre del 2004


Estampa primera: Escenas VII, VIII y IX

Mariana Pineda


Federico García Lorca. España, 1925.


Escena VII

Fernando:
Sentiría en el alma ser molesto...
Marianita, ¿qué tienes?

Mariana:
(Angustiada exquisitamente.)
Esperando
los segundos se alargan de manera
irresistible.

Fernando:
(Inquieto.)
¿Bajo yo?

Mariana:
Un caballo
se aleja por la calle. ¿Tú lo sientes?

Fernando:
Hacia la vega corre.

(Pausa.)

Mariana:
Ya ha cerrado
el postigo Clavela.

Fernando:
¿Quién será?

Mariana:
(Turbada y reprimiendo una honda angustia.)
¡Yo no lo sé!

(Aparte.)

¡Ni siquiera pensarlo!

Clavela:
(Entrando.)
Una carta, señora.

(Mariana coge la carta ávidamente.)

Fernando:
(Aparte.) ¡Qué será!

Clavela:
Me la entregó un jinete. Iba embozado
hasta los ojos. Tuve mucho miedo.
Soltó las bridas y se fue volando
hacia to oscuro de la plazoleta.

Fernando:
Desde aquí lo sentimos.

Mariana:
¿Le has hablado?

Clavela:
Ni yo le dije nada, ni él a mí.
Lo mejor es callar en estos casos.

(Fernando cepilla el sombrero con su manga, y tiene el semblante inquieto.)

Mariana:
(Con la carta.)
¡No la quisiera abrir! ¡Ay, quién pudiera
en esta realidad estar soñando!
¡Señor, no me quitéis lo que más quiero!

(Rasga la carta y lee.)

Fernando:
(A Clavela ansiosamente.)
Estoy confuso. ¡Es esto tan extraño!
Tú sabes lo que tiene. ¿Qué le ocurre?

Clavela:
Ya le he dicho que no lo sé.

Fernando:
(Discreto.)
Me callo.
Peró...

Clavela:
(Continuando la frase.)
¡Pobre doña Mariana mía!

Mariana:
(Agitada.)
¡Acércame, Clavela, el candelabro!

(Clavela se to acerca corriendo. Fernando cuelga lentamente la capa sobre sus hombros.)

Clavela:
(A Mariana.)
¡Dios nos guarde, señora de mi vida!

Fernando:
(Azorado e inquieto.)
Con tu permiso...

Mariana:
(Queriendo reponerse.)
¿Ya te vas?

Fernando:
Me marcho;
voy al café de la Estrella.

Mariana:
(Tierna y suplicante.)
Perdona
estas inquietudes...

Fernando:
(Digno.)
¿Necesitas algo?

Mariana:
(Conteniéndose.)
Gracias... Son asuntos familiares hondos,
y tengo yo misma que solucionarlos.

Fernando:
Yo quisiera verte contenta. Diré
a mis hermanillas que vengan un rato,
y ojalá pudiese prestarte mi ayuda.
Adiós, que descanses.

(Le estrecha la mano.)

Mariana:
Adiós.

Fernando:
(A Clavela.)
Buenas noches.

Clavela:
Salga, que yo le acompaño.

(Se van.)

Mariana:
(En el momento de salir Fernando da rienda suelta a su sentimiento.)
¡Pedro de mi vida! ¿Pero quién irá?
Ya cercan mi casa los días amargos.
Y este corazón, ¿adónde me lleva,
que hasta de mis hijos me estoyolvidando?
¡Tiene que ser pronto y no tengo a nadie!
¡Yo misma me asombro de quererlo tanto!
¿Y si le dijese... y él lo comprendiera?
¡Señor, por la llaga de vuestro costado!

(Sollozando.)

Por las clavellinas de su dulce sangre,
enturbia la noche para los soldados.

(En un arranque, viendo el reloj.)

¡Es preciso! ¡Tengo que atreverme a todo!

(Sale corriendo hacia la puerta.)

¡Fernando!

Clavela:
(Que entra.)
¡En la calle, señora!

Mariana:
(Asomándose rapidísima a la ventana.)
¡Fernando!

Clavela:
(Con las manos cruzadas.)
¡Ay, doña Mariana, qué malita está!
Desde que usted puso sus preciosas manos
en esa bandera de los liberales,
aquellos colores de flor de granado
desaparecieron de su cara.

Mariana:
(Reponiéndose.)
Abre,
y no me recuerdes lo que estoy bordando.

Clavela:
(Saliendo.)
Dios dirá; los tiempos cambian con el tiempo.
Dios dirá. ¡Paciencia!

(Sale.)

Mariana:
Tengo, sin embargo, que estar muy serena, muy serena; aunque me siento vestida de temblor y llanto.


Escena VIII

Aparece en la puerta Fernando, con el alto sombrero de cintas entre sus manos enguantadas. Le precede Clavela.

Fernando:
(Entrando, apasionado.)
¿Qué quieres?

Mariana:
(Firme.)
Hablar contigo.

(A Clavela.)

Puedes irte.

Clavela:
(Marchándose, resignada.)
¡Hasta mañana!

(Se va turbada, mirando con ternura y tristeza a su señora. Pausa.)

Fernando:
Dime, pronto.

Mariana:
¿Eres mi amigo?

Fernando:
¿Por qué preguntas, Mariana?

(Mariana se sienta en una silla, de perfil al público, y Fernando junto a ella, un poco de frente, componiendo una clásica estampa de la época.)

¡Ya sabes que siempre fui!

Mariana:
¿De corazón?

Fernando:
¡Soy sincero!

Mariana:
¡Ojalá que fuese así!

Fernando:
Hablas con un caballero.

(Poniéndose la mano sobre la blanca pechera.)

Mariana:
(Segura.)
¡Lo sé!

Fernando:
¿Qué quieres de mí?

Mariana:
Quizá quiera demasiado,
y por eso no me atrevo.

Fernando:
No quieras ver disgustado
este corazón tan nuevo.
Te sirvo con alegría.

Mariana: (Temblorosa.) Fernando, ¿y si fuera?...

Fernando:
(Ansiosamente.)
¿Que?

Mariana:
Algo peligroso.

Fernando:
(Decidido.)
Iría.
Con toda mi buena fe.
Y esto, a mi modo de ver...

Mariana:
¡No debo pedirte nada!
Como dicen por Granada,
¡soy una loca mujer!

Fernando:
(Tierno.)
Marianita.

Mariana:
¡Yo no puedo!

Fernando:

¿Por qué me llamaste? ¿Di?

Mariana:
(En un arranque.)
Porque tengo mucho miedo
de morirme sola aquí.

Fernando:
¿De morirte?

Mariana:
Necesito,
para seguir respirando,
que tú me ayudes, mocito.

Fernando:
Mis ojos te están mirando,
y no te debes dudar.

Mariana:
Pero mi vida está fuera,
por el aire, por la mar,
por donde yo no quisiera.

Fernando:
¡Dichosa la sangre mía,
si puede calmar tu pena!

Mariana:
(Se lleva decidida las manos al pecho para sacar la carta. Fernando tiene una actitud expectante y conmovida.)
¡Confío en tu corazón!

(Saca la carta. Duda.)

¡Qué silencio el de Granada!
Hay puesta en mí una mirada
fija, detrás del balcón.

Fernando:
(Extrañado.)
¿Qué estás hablando?

Mariana:
Me mira

(Levantándose.)

la garganta, que es hermosa,
y toda mi piel se estira.
¿Podrás conmigo, Pedrosa?

(Decidida.)

Toma esta carta, Fernando.
Lee despacio y entendiendo.
¡Sálvame! Que estoy dudando
si podré seguir viviendo.

(Fernando coge la carta y la desdobla. En este momento, el reloj da las ocho lentamente. Las luces topacio y amatista de las velas hacen temblar líricamente la habitación. Mariana pasea la escena y mira angustiada al Joven. Éste lee el comienzo de la carta y tiene un exquisito, pero contenido gesto de desaliento.)

Fernando:
(Leyendo la carta, con sorpresa, y mirando, asombrado y triste, a Mariana.)
"Adorada Marianita."

Mariana:
No interrumpas la lectura.
Un corazón necesita
lo que pide en la escritura.

Fernando:
(Leyendo, desalentado, aunque sin afectación.)
"Adorada Marianita: Gracias al traje de capuchino que tan diestramente hiciste llegar a mi poder, me he fugado de la torre de Santa Catalina, confundido con otros religiosos que salían de asistir a un reo de muerte. Esta noche, disfrazado de contrabandista, tengo absoluta necesidad de salir para Cadiar, donde espero tener noticias de los amigos. Ne cesito antes de las nueve el pasaporte que tienes en tu poder y una persona de tu absoluta confianza que espere, con un caballo, más arriba de la presa del Genil, para, río arriba, internarme en la sierra. Pedrosa estrechará el cerco como él sabe, y si esta misma noche no parto, estoy irremisiblemente perdido. Adiós, Mariana. Un abrazo y el alma de tu amante. - Pedro de Sotomayor. "

Fernando:
(Enamoradísimo.)
¡Mariana!

Mariana:
(Rápida, llevándose una mano a los ojos.)
¡Me lo imagino! Pero silencio, Fernando.

Fernando:
¡Como has cortado el camino
de lo que estabas soñando!

(Mariana protesta mímicamente.)

No es tuya la culpa, no;
ahora tengo que ayudar
a un hombre que empiezo a odiar,
¡¡y el que te quiere soy yo! !
El que de niño te amara,
lleno de amarga pasión,
mucho antes de que robara
don Pedro tu corazón.
¡Pero quién te deja en esta
triste angustia del momento!
Y torcer mi sentimiento,
¡qué gran trabajo me cuesta!

Mariana:
(Orgullosa.)
¡Pues iré sola!

(Humilde.)

¡Dios mío,
tiene que ser al instante!

Fernando:
Yo iré en busca de tu amante,
por la ribera del río.

Mariana:
(Orgullosa y corrigiendo la ironía y tristeza de Fernando al decir "amante".)
Decirte cómo le quiero
no me produce rubor.
Me escuece dentro su amor
y relumbra todo entero.
Él ama la Libertad,
y yo la quiero más que él.
Lo que dice es mi verdad
agria, que me sabe a miel.
Y no me importa que el día
con la noche se enturbiara,
que con la luz que emanara
su espíritu viviría.
Por este amor verdadero,
que muerde mi alma sencilla,
me estoy poniendo amarilla
como la flor del romero.

Fernando:
(Fuerte.)
Mariana, dejo que vuelen
tus quejas. Mas, ¿no has oído
que el corazón tengo herido
y las heridas me duelen?

Mariana:
(Popular.)
Pues si mi pecho tuviera
vidrieritas de cristal,
te asomaras y lo vieras
gotas de sangre llorar.

Fernando:
¡Basta! ¡Dame el documento!

(Mariana va a una cómoda rápidamente.)

¿Y el caballo?

Mariana:
(Sacando los papeles.)
En el jardín.
Si vas a marchar, al fin,
no hay que perder un momento.

Fernando:
(Pálido y nervioso.)
Ahora mismo.

(Mariana le da los papeles.)

¿Y aquí va...?

Mariana:
(Desazonada.)
Todo.

Fernando:
(Guardándose el documento en la levita.)
¡Bien!

Mariana:
¡Perdón, amigo!
Que el Señor vaya contigo.

Fernando:
(Natural, digno y suave, poniéndose lentamente la capa.)
Yo espero que así será.
Está la noche cerrada.
No hay luna, y aunque la hubiera,
los chopos de la ribera
dan una sombra apretada.
Adiós. Y seca ese llanto.
Pero quédate sabiendo
que nadie te querrá tanto
como yo te estoy queriendo.
Que voy con esta misión,
para no verte sufrir,
torciendo el hondo sentir
de mi propio corazón.

Mariana:
Evita guarda o soldado...

Fernando:
(Mirándola con ternura.)
Por aquel sitio no hay gente.
Puedo marchar descuidado.

(Amargamente irónico.)

¿Qué quieres más?

Mariana:
(Turbada y balbuciente.)
Sé prudente.

Fernando:
(En la puerta, poniéndose el sombrero.)
Ya tengo el alma cautiva;
desecha todo temor.
Prisionero soy de amor,
y lo seré mientras viva.

Mariana:
Adiós.

(Coge el candelabro.)

Fernando:
No salgas, Mariana.
El tiempo corre, y yo quiero
pasar el puente primero
que don Pedro. Hasta mañana.

(Salen.)


Escena IX

La escena queda solitaria medio segundo. Apenas ha salido Mariana con Fernando por una puerta, cuando aparece doña Angustias por la de enfrente con un candelabro. El fino y otoñal perfume de los membrillos invade el ambiente.

Angustias:
Niña, ¿dónde estás? Niña.
Pero, Señor, ¿qué es esto?
¿Dónde estabas?

Mariana:
(Entrando con un candelabro.)
Salía
con Fernando.

Angustias:
¡Qué juego
inventaron los niños!
Regáñales.

Mariana:
(Dejando el candelabro.)
¿Qué hicieron?

Angustias:
Mariana, la bandera
que bordas en secreto...

Mariana:
(Interrumpiendo, dramáticamente.)
¿Qué dices?

Angustias:
Han hallado
en el armario viejo
y se han tendido en ella
fingiéndose los muertos.
Tilín, talán; abuela,
dile al curita nuestro
que traiga banderolas
y flores de romero;
que traigan encarnadas
clavellinas del huerto.
Ya vienen los obispos,
decían uri memento,
y cerraban los ojos,
poniéndose muy serios.
Serán cosas de niños;
está bien. Mas yo vengo
muy mal impresionada,
y me da mucho miedo
la dichosa bandera.

Mariana:
(Aterrada.)
¿Pero cómo la vieron?
¡Estaba bien oculta!

Angustias:
Mariana, ¡triste tiempo
para esta antigua casa,
que derrumbarse veo,
sin un hombre, sin nadie,
en medio del silencio!
Y luego, tú...

Mariana:
(Desorientada y con aire trágico.)
¡Por Dios!

Angustias:
Mariana, ¿tú qué has hecho?
Cercar estas paredes
de guardianes secretos.

Mariana:
Tengo el corazón loco
y no sé lo que quiero.

Angustias:
¡Olvídalo, Mariana!

Mariana:
(Con pasión.)
¡Olvidarlo no puedo!

(Se oyen risas de niños.)

Angustias:
(Haciendo señas para que Mariana calle.)
Los niños.

Mariana:
Vamos pronto.
¿Cómo alcanzaron eso?

Angustias:
Así pasan las cosas.
¡Mariana, piensa en ellos!

(Coge un candelabro.)

Mariana:
Sí, sí; tienes razón.
Tienes razón. ¡No pienso!

(Salen.)


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