Jesús Gómez: Pues decid, hijo de puta

En El lacayo fingido, Lope de Vega se valió de un viejo cuento oriental que ya había pasado por las manos del infante Don Juan Manuel (De lo que contesció a un rey con los burladores que fizieron el paño) y que naturalmente también pasó por Cervantes (El retablo de las maravillas). Los politicólogos estadounidenses y las víctimas de nuestros sistemas educativos, que son legión y bastante obtusa, lo tienen asociado con el bueno de Andersen, quien lo perpetró varios siglos más tarde (El traje nuevo del emperador) en una versión que me abstendré de comentar; en comparación, la del danés resultaría pobre, aburrida y torpe.

La historia de la literatura es mucho menos interesante que la literatura en sí, por más que esté infestada de detalles y juegos como el que les proponíamos esta semana en La Insignia con los relatos del primer abogado que subió al cielo (*): el brasileño Apparício Torelly (más conocido como Barão de Itararé) contra el peruano Ricardo Palma. Algo parecido sucede con la historia política y la política, con una diferencia que no me resisto a subrayar: todo lo que se afirme desde semejante dornajo, se dijo mejor y con varios siglos de ventaja desde la poesía, el teatro y la novela. Pero hablaba de Lope de Vega.

El lacayo fingido tiene una buena antítesis en La estrella de Sevilla, que algunos atribuyen a Andrés de Claramonte. Farsa la primera y tragedia la segunda, las dos comparten la crítica al poder tiránico y el desprecio a sus razones y artificios. Cierta historiografía, encabezada por el tradicionalista Menéndez y Pelayo, se empeñó en una interpretación reaccionaria de Lope; pero el madrileño los burló y no me extrañaría que más de uno y de dos y de tres lo hayan descubierto en las representaciones de la Royal Shakespeare Company, que anduvo recordándonos por el otoño castellano que: a) tenemos un teatro clásico que no nos merecemos y b) no hay culturas nacionales sino universales o nada.

Digo esto porque fue lo que me vino a la cabeza cuando me pregunté sobre el resultado de las elecciones estadounidenses. Estando atrapados entre el ridículo de El lacayo fingido y la tragedia de La estrella de Sevilla, lo único seguro es la permanencia del rey, sean cuales sean los elementos circundantes y aun al margen del propio desarrollo. Lo demás, cortinas, humo, ruido: lo que hace falta en una buena historia para hacerla verosímil. Nosotros somos el alcaide al que cierta mujer disfrazada de varón convence de que su esposa ha parido un asno; el mismo que se traga el ardid de la tela que sólo pueden ver los hijos legítimos, se presenta desnudo en la escena culminante y termina: «Pues decid, hijo de puta,/ ¿Todos son hijos de puta?».

De hacer caso a las docenas de periodistas que nos hinchado la cabeza con eso que llaman –divino humor– información, un desierto sólo empieza a ser un desierto cuando se cuentan todos y cada uno de los granos de arena (en lo sucesivo votos). Sin embargo, el imperio es lo de siempre, grano más o grano menos: un ancho y amarillo desierto político donde de vez en cuando aparece un escorpión y una araña o un elefante y un burro que afirman combatir en el jardín de las Hespérides «para preservar la vida y la libertad y la búsqueda de la felicidad», que diría Jefferson, con lo cual volvemos a la tela y a los hijos de puta, cómo no, porque serán hijos de puta si no ven la tela y aún más, moral obliga, si afirman ver lo que no existe.

Anímense, saquen fuerzas de flaqueza y crucen los dedos; no nos queda otra que jugar con las cartas que nos han dado, aunque sepamos que en este absurdo asoma la tragedia. Por mi parte, y por las dudas, me apunto a lo de Leonardo:

Yo sé lo que un caballero
de capa y espada sabe;
lo demás, ni en ello en mí cabe,
ni yo especulallo quiero.

Madrid, 4 de noviembre del 2004.

(*) Por cortesía de Urariano Mota y Carlos Landeo.