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La insignia
4 de marzo del 2004


Acto cuarto, escena IV

Ricardo III


William Shakespeare
Transcripción para La Insignia: C.B.


Acto cuarto
Escena IV

(Ante el Palacio)

Entra la Reina Margarita.

Margarita: ¡Sí! Ahora la prosperidad empieza a madurar y a desplomarse en la podrida boca de la muerte. Aquí, en este rincón, he acechado astutamente observando la caída de mis enemigos. Soy testigo de una horrible introducción, y me quiero ir a Francia, con esperanzas de que la continuación resultará igualmente amarga, negra y trágica. ¡Apártate, desdichada Margarita! ¿Quién llega ahí?

(Se aparta. Entran la Reina Isabel y la Duquesa de York)

Isabel: ¡Ah, mis pobres príncipes; ah, mis tiernos niños! ¡Mis flores sin abrir; perfumes recién nacidos! Si vuestras dulces almas vuelas por el aire y no están sujetas a perpetua condenación, ¡revolotead en torno a mí con vuestras aéreas alas, y escuchad el lamento de vuestra madre!

Margarita: (aparte) ¡Volad a su alrededor! Decid que justicia por justicia ha ensombrecido vuestra aurora infantil en noche envejecida.

Duquesa: Tantas desgracias han quebrado mi voz que mi lengua, fatigada de dolor, está callada y muda. Eduardo Plantagenet, ¿por qué has muerto?

Margarita: (aparte) Un Plantagenet paga otro Plantagenet: un Eduardo por otro Eduardo deja en paz una deuda de muerte.

Isabel: Oh Dios, ¿quieres apartarte de tan dulces corderos y arrojarlos a las entrañas del lobo? ¿Cuándo has dormido mientras se hacía una cosa como ésa?

Margarita: (aparte) Cuando murió el santo Enrique, y mi dulce hijo.

Duquesa: Vida muerta, visión ciega, pobre aspecto mortal viviente, escena de aflicción, vergüenza del mundo, deuda de la tumba usurpada por la vida, breve extracto y noticias de días tediosos: descansa tu falta de descanso en la leal tierra de Inglaterra, (sentándose) deslealmente emborrachada con sangre inocente.

Isabel: ¡Ah, si ofrecieras una tumba tan fácilmente como puedes dar una sede de melancolía! Entonces ocultaría mis huesos, en vez de descansarlos aquí. ¡Ah! ¿Quién tiene razón para lamentarse si no nosotras? (Sentándose a su lado).

Margarita: Si la tristeza antigua es a más venerable, conceded a la mía la ventaja de la antigüedad, y dejad que mis penas nublen su ceño con primacía. Si la tristeza puede admitir compañía, (sentándose con ellas) repasad vuestras penas contemplando las mías: yo tuve un Eduardo, hasta que un Ricardo lo mató; tuve un Enrique, hasta que un Ricardo lo mató; y tú tuviste un Ricardo, hasta que un Ricardo lo mató.

Duquesa: Yo tuve también un Ricardo, y tú le mataste: yo tuve también un Rutland, y tú ayudaste a matarle.

Margarita: Tú tuviste también un Clarence, y Ricardo lo mató. De la perrera de tu vientre surgió un lebrel del infierno que nos persigue a todas hasta la muerte: ese perro, que tuvo dientes antes que ojos para afligir a los corderos y lamer su dulce sangre; ese turbio destructor de la obra de Dios; ese sobresaliente y grandioso tirano de la tierra, que reina en ojos encendidos de almas que lloran, tu vientre le dejó suelto, para que nos acosara hasta nuestras tumbas. Oh recto, justo Dios, de leales disposiciones, ¡cómo te agradezco que ese cachorro carnívoro haga presa en la progenie del cuerpo de su madre, haciéndola sentarse en el mismo banco de iglesia con el gemido de otras! Duquesa: ¡Ah, mujer de Enrique, no triunfes en mis penas! Dios me es testigo que he llorado por las tuyas.

Margarita: Ten paciencia conmigo: estoy hambrienta de venganza, y ahora me sacio contemplándolo. Está muerto tu Eduardo, el que mató a mi Eduardo; muerto tu otro Eduardo, para pagar mi Eduardo; el joven York es sólo de propina, porque los dos juntos no igualaban la alta perfección del que perdí. Está muerto tu Clarence, el que apuñaló a mi Eduardo, y los que observaron esa trágica representación, los corrompidos Hastings, Rivers, Vaugham y Grey, están ahogados prematuramente en sus sombrías tumbas. Vive todavía Ricardo, el negro informador del infierno; conservado sólo como agente infernal, para comprar almas y mandarlas allá: pero cada vez más cerca, ya llega su final horrible y no compadecido; la tierra se abre, el infierno quema, los demonios rugen, los santos rezan, para que se le lleven enseguida de aquí. Cancela su letra de vida, amado Dios, te lo ruego, para que yo viva hasta decir: "¡Ha muerto el perro!".

Isabel: ¡AH! Tú profetizaste que llegaría el tiempo que desearía tu ayuda para maldecir a esa araña embotellada, a ese sucio sapo jorobado.

Margarita: Entonces, te llamé vano ornamento de mi suerte, te llamé entonces pobre sombra, reina en pintura; la representación solamente de lo que yo era; la incitadora loa de un lúgubre espectáculo; elevada a lo alto, para ser precipitada a lo hondo; una madre sólo burlada con dos dulces niñitos; un sueño de lo que eras; una ostentosa bandera, para ser blanco de todos los tiros peligrosos; una señal de dignidad, un aliento, una burbuja; una reina en burlas, sólo para llenar la escena. ¿Dónde está ahora tu marido? ¿Dónde están tus hermanos? ¿Dónde están tus dos hijos? ¿En qué te complace? ¿Quién ruega y se arrodilla y dice: "Dios salve a la Reina"? ¿Dónde están los inclinados Pares que te adulaban? ¿Dónde están los agolpados tropeles que te seguían? Repasa todo eso y mira lo que eres ahora: en vez de una esposa feliz, una consternada viuda; en vez de madre gozosa, una que gime ese nombre; en vez de pretendida, una que pretende humildemente; en vez de reina, una cualquiera coronada de penas; en vez de la que me despreciaba, despreciada ahora por mí; en vez de temida de todos, temiendo ahora a uno solo; en vez de la que mandaba a todos, obedecida por ninguno. Así ha girado el rumbo de la fortuna, y te ha dejado hecha sólo una presa del tiempo, sin tener más pensamiento de lo que eras, para torturarte más, siendo lo que eres. Tú usurpaste mi lugar, y ¿no usurpas ahora la justa proporción de mi pena? Ahora tu orgulloso cuello soporta la mitad del tugo que me cargo y del que ahora retiro mi cabeza fatigada dejándote a ti todo su peso. ¡Adiós, esposa de York, y reina de la triste desdicha! Esas penas inglesas me harán sonreír en Francia.

Isabel: ¡Ah, tú, hábil en maldiciones, espera un poco y enséñame a maldecir a mis enemigos!

Margarita: Abandona el sueño de noche, y ayuna de día; compara la felicidad muerta con la pena viva; piensa que tus niñitos erab más lindos de lo que eran, y que quien los mató era más horrible de lo que es. Mejorar tu pérdida deja peor al malvado culpable: el dar vueltas a esto te enseñará a maldecir.

Isabel: ¡Mis palabras son romas! ¡Ah, afílalas con las tuyas!

Margarita: Tus penas las afilarán, y penetrarán como las mías.

(Se va)

Duquesa: ¿Por qué la calamidad ha de estar llena de palabras?

Isabel: ¡Procuradoras de viento para sus clientes, las penas; aéreas herederas de alegrías sin testar, pobres oradoras anhelantes de las desgracias! Déjalas desahogarse: aunque lo que dicen no sirva para nada, alivian el corazón.

Duquesa: Si así es, no sigas con la lengua atada: ven conmigo, y, con el aliento de agrias palabras ahoguemos a mi condenado hijo, que ahogó a tus dos dulces hijos. Oigo su trompeta: sé abundante en improperios.

Entra el Rey Ricardo y Séquito, en marcha, con tambores y trompetas.

Ricardo: ¿Quién me detiene en mi camino?

Duquesa: ¡La que pudo haberte detenido estrangulándote en su maldito vientre, antes de todas las matanzas que has hecho, miserable!

Isabel: ¿Escondes con una corona de oro esa frente donde deberían estar marcadas, si la justicia hallara justicia, la matanza del Príncipe que poseía esa corona y la horrible muerte de mis pobres hijos y hermanos?

Duquesa: ¡Tú, sapo, tú, sapo!, ¿dónde está tu hermano Clarence? ¿Y el pequeño Eduardo Plantagenet, su hijo?

Isabel: ¿Dónde está el noble Rivers, y Vaughan, y Grey?

Duquesa: ¿Dónde está el buen Hastings?

Ricardo: ¡Tocad, trompetas! ¡Tocad el arma, tambores! ¡No dejéis que los cielos oigan a estad mujeres chismosas calumniando al ungido del Señor! ¡Tocad, digo! (Toques al arma) O tened paciencia, o rogadme por las buenas, o si no, con el estruendo clamoroso de la guerra, ahogaré así vuestros clamores.

Duquesa: ¿Eres mi hijo?

Ricardo: Sí, gracias a Dios, a mi padre y a vos misma.

Duquesa: Entonces escucha pacientemente mi reproche.

Ricardo: Señora, he salido un poco a tu manera de ser, en que no puedo soportar el acento de reprimenda.

Duquesa: ¡Ah, déjame hablar!

Ricardo: Habla, entonces, pero no te escucharé.

Duquesa: Seré benigna y suave en mis palabras.

Ricardo: Y breve, buena madre, porque tengo prisa.

Duquesa: ¿Tanta prisa, tienes? Yo he tenido paciencia por ti, bien sabe Dios, con tormento y agonía.

Ricardo: ¿Y no llegué al final para consolarte?

Duquesa: No, por la Santa Cruz, lo sabes muy bien: viniste a la tierra para hacer mi infierno en la tierra. Tu nacimiento fue para mí una carga penosa; tu niñez fue difícil y caprichosa; tus días de escolar, terribles, desesperados, locos, furiosos; el principio de tu hombría, temerario, arrojado, aventurero; tu madurez, altuva, orgullosa, sutil, maliciosa y sanguinaria; más benigna, pero más religiosa; bondadosa en el odio: ¿qué hora de consuelo puedes señalar que alguna vez me alegrara de tu compañía?

Ricardo: A fe, ninguna sino la hora del hambre que llamó a Vuestra Alteza a almorzar una vez lejos de mí compañía. Si tan desagradable soy a vuestros ojos, dejadme seguir en marcha, señora, sin ofenderos. ¡Tocad el tambor!

Duquesa: Te ruego que me oigas.

Ricardo: Hablas con demasiada aspereza.

Duquesa: Óyeme una palabra, porque no volveré a hablarte jamás.

Ricardo: Sea.

Duquesa: O tú morirás por justa disposición de Dios, antes de volver vencedor de esta guerra; o yo pereceré de dolor y de vejez, sin volver a mirarte a la cara: así que llévate contigo mi más pesada maldición, que, en el día de la batalla, te fatigue más que toda la armadura completa que llevas. Mis oraciones combaten en el bando enemigo; allí las pequeñas almas de los hijos de Eduardo susurran a los espíritus de tus enemigos y les prometen éxito y victoria. Sanguinario eres, y sanguinario será tu fin; vergüenza merece tu vida, y acompaña a tu muerte.

(Se va)

Isabel: Aunque con más motivos, en mí hay menos espíritu de maldecir; le digo amen. (Se dispone a marchar)

Ricardo: Esperas, señora: debo deciros una palabra.

Isabel: No tengo hijos de sangre real para que los asesines, pues mis hijas, Ricardo, serán monjas en oración, no reinas en llanto; así que no apuntes para herir sus vidas.

Ricardo: Tienes una hija llamada Isabel, virtuosa y hermosa, noble y graciosa.

Isabel: ¿Y ha de morir por eso? Ah, déjala vivir, y yo corromperé sus maneras y mancharé su belleza; calúmniame como infiel al lecho de Eduardo; arroja sobre ella el velo de la infamia; para que pueda vivir intacta de sangrienta matanza, yo declararé que no era hija de Eduardo.

Ricardo: No agravies su nacimiento; es de sangre real.

Isabel: Para salvar su vida, diré que no lo es.

Ricardo: Su vida está más segura sólo por su nacimiento.

Isabel: Y sólo por esa seguridad murieron sus hermanos.

Ricardo: Mira, cuando ellos nacieron las estrellas buenas eran contrarias.

Isabel: No, cuando vivieron los amigos malos fueron contrarios.

Ricardo: Todo lo inevitable es sentencia del destino.

Isabel: Verdad, cuando la gracia evitada hace destino: mis hijos estaban destinados a mejor muerte si la gracia te hubiera dado la bendición de mejor vida.

Ricardo: Hablas como si yo hubiera matado a mis sobrinos.

Isabel: Sí, sobrinos, y no sobrados de consuelo, ni reinado, ni parientes, ni libertad, ni vida, por culpa de su tío. La mano que traspasó sus tiernos corazones estaba guiada indirectamente por tu cabeza; sin duda el cuchillo asesino estaba romo y mellado hasta que se afiló en tu pétreo corazón para hacer festín en las entrañas de mis corderos. Si no fuera porque la muda costumbre del dolor amansa el loco dolor, mi lengua no nombraría a mis hijos ante tus oídos sin antes mis uñas anclaran en tus ojos; y yo, en tan desesperado golfo de muerte, como una pobre barquilla privada de velas y jarcias, me precipitara en pedazos contra tu rocoso corazón.

Ricardo: Señora, que tenga yo tanta prosperidad en mi empresa y arriesgado éxito en las sangrientas guerras, como pretendo haceros mayor bien, a vos y a los vuestros, que todo daño que jamás hayáis recibido de mí, vos y los vuestros.

Isabel: ¿Qué bien cubre la faz del cielo, aún por descubrir, que me pueda hacer bien?

Ricardo: La elevación de vuestros hijos, amable señora.

Isabel: ¿A algún cadalso, para perder en él las cabezas?

Ricardo: No, a la dignidad y la altura del honor, al alto arquetipo imperial de la gloria de esta tierra.

Isabel: Lisonjea mi esperanza contándolo: dime ¿qué situación, qué dignidad, qué honor puedes conferir a algún hijo mío?

Ricardo: Todos los que tengo, justamente: sí, y yo mismo y todo, quiero dotar a uno de tus hijos, para que en el Leteo de tu alma iracunda ahogues el triste recuerdo de esos agravios que supones que te he hecho.

Isabel: Sé breve, no sea que el declarar tu bondad tarde más que en decirse que lo que dure tu bondad.

Ricardo: Entonces, has de saber que quiero a tu hija con el alma.

Isabel: La madre de mi hija lo cree con el alma.

Ricardo: ¿Qué crees?

Isabel: Que quieres a mi hija con el alma; y así, con el amor de tu alma, amaste a sus hermanos, y con el amor de mi alma, te lo agradezco.

Ricardo: No seas tan precipitada en confundir lo que quiero decir: quiero decir que amo a tu hija con toda mi alma, y pretendo hacerla reina de Inglaterra.

Isabel: Bien, entonces, ¿quién pretendes que ha de ser su Rey?

Ricardo: El mismo que la ha de hacer Reina: ¿quién, si no, iba a ser?

Isabel: ¿Quién, tú?

Ricardo: Yo mismo: ¿qué te parece, señora?

Isabel: ¿Cómo puedes cortejarla?

Ricardo: Eso quiero que me digas, como quien conoce mejor su humor.

Isabel: ¿Y quieres que te lo diga yo?

Ricardo, Con todo el corazón, señora.

Isabel: Envíale, con el hombre que mató a sus hermanos, un par de corazones sangrantes, y graba en ellos "Eduardo y York"; quizá entonces llorará: por consiguiente, regálale un pañuelo -como una vez Margarita le dio a tu padre, empapado en sangre de Rutland-, y dile que absorbió la purpúrea sabia de los cuerpos de sus dulces hermanos, rogándole que se seque con él los ojos. Si esta persuasión no la mueve al amor, envíale una carta con tus nobles acciones: cuéntale que tú suprimiste a su tío Clarence, y a su tío Rivers; y además que, en atención a ella, despachaste rápidamente a su tía Ana.

Ricardo: Te burlas de mí, señora: no es ése el modo de ganar a tu hija.

Isabel: Pues no hay otro modo; a no ser que pudieras vestirte de otra forma, y no ser Ricardo, que ha hecho todo eso.

Ricardo: ¿Y si hubiera llevado a cabo todo eso por su amor?

Isabel: Ah, entonces no tendría más remedio que amarte, habiendo comprado el amor con tan sangriento despojo.

Ricardo: Mira, lo que está hecho no se puede remediar ya: los hombres a veces obran sin prudencia, y las horas posteriores les dan tiempo para arrepentirse. Si yo les quité el reino a tus hijos para enmendarlo, se lo daré a tu hija. Si he matado la progenie de tu vientre, para animar vuestra propagación engendraré progenie de mi sangre en tu hija; el nombre de abuela es poco menos en cariño el tierno título de madre; son como hijos sólo un escalón más abajo, de tu mismo temple, de tu misma sangre; todos de un mismo dolor, salvo por una noche de gemidos sufrida por aquella por la que tuviste igual sufrimiento. Tus hijos fueron molestia de tu juventud, pero los míos serán un consuelo para tu vejez. La pérdida que tienes es sólo de un hijo Rey, y con esa pérdida, tu hija se hace Reina. No puedo compensarte en todo lo que querría, así que acepta el favor que puedo. A tu hijo Dorset, que con alma temerosa de pasos descontentos en suelo extranjero, esta hermosa alianza hará volver a la patria, para tener alta elevación y gran dignidad: el Rey que llama esposa a vuestra bella hija, llamará hermano con familiaridad a Dorset; otra vez serás madre de un Rey, y todas las ruinas de los tiempos de catástrofe se repararán con dobles riquezas de contento. ¡Qué!, tenemos muchos días excelentes por ver: las fluidas gotas de las lágrimas que has vertido volverán otra vez, transformadas en perlas de Oriente, aumentando su préstamo con intereses de veinte veces más felicidad. Ve, entonces, madre mía, ve a ver a tu hija: anima sus tímidos años con tu experiencia, prepara sus oídos para escuchar los relatos de un cortejador; pon en su tierno corazón la llama ambiciosa de la áurea soberanía; va a conocer a la Princesa las dulces horas silenciosas de los gozos matrimoniales; y cuando este brazo mío haya castigado al mezquino rebelde, al necio Buckingham, volveré ceñido de guirnaldas victoriosas y llevaré a tu hija al lecho de un vencedor; a ella le entregaré mis conquistas obtenidas, y ella será la única vencedora: la César del César.

Isabel: ¿Qué sería mejor que le dijera? ¿Que el hermano de su padre quiere ser su señor? ¿O le diré, su tío? ¿O el que mató a sus hermanos y a sus tíos? ¿Bajé qué título la cortejaré por ti, que Dios, la justicia, mi honor y su amor puedan hacer parecer grato a sus tiernos años?

Ricardo: Logra con esta alianza la paz de la hermosa Inglaterra.

Isabel: Que ella adquirirá con guerra perdurable.

Ricardo: Dile que se lo ruega el Rey, que puede mandar.

Isabel: Algo, por su parte, que prohíbe el Rey de Reyes.

Ricardo: Dile que será una alta y poderosa Reina.

Isabel: Para lamentar su título, como su madre.

Ricardo: Dile que la querré eternamente.

Isabel: Pero ¿cuánto durará ese título de "eternamente"?

Ricardo: Dulcemente en vigencia hasta el fin de su clara vida.

Isabel: Pero, con claridad, ¿cuánto puede durar su dulce vida?

Ricardo: Tanto como la prolonguen el cielo y la naturaleza.

Isabel: Tanto como les parezca bien al infierno y a Ricardo.

Ricardo: Dile que yo, su soberano, soy su humilde súbdito.

Isabel: Pero ella, vuestra súbdita, aborrece tal soberanía.

Ricardo: Sé elocuente por mi causa ante ella.

Isabel: Una declaración honrada adelanta más dicha con sencillez.

Ricardo: Entonces, dile con sencillez mi declaración de amor.

Isabel: Con sencillez y sin honradez, es un estilo demasiado duro.

Ricardo: Tus motivos son demasiado superficiales y demasiado vivos.

Isabel: Oh no, mis motivos son demasiado profundos y demasiado muertos: demasiado profundos y muertos, pobres niños, en sus tumbas.

Ricardo: No toques más esa cuerda: es cosa pasada.

Isabel: Seguiré tocando esa cuerda hasta que se rompan las cuerdas del corazón.

Ricardo: Entonces, por mi San Jorge, mi Jarretera y mi corona...

Isabel: Profanado, deshonrada y, la última, usurpada.

Ricardo: ... juro...

Isabel: Por nada: pues no es juramento. Tu San Jorge, profanado, ha perdido su sagrado honor; tu Jarretera, infamada, ha empeñado su virtud caballeresca; tu corona, usurpada, ha deshonrado su gloria real. Si quieres jurar algo para ser creído, jura, entonces, por algo que no hayas injuriado.

Ricardo: Entonces, por el mundo...

Isabel: Está lleno de tus turbias maldades.

Ricardo: ... por la muerte de mi padre...

Isabel: Tu vida la ha deshonrado.

Ricardo: entonces, por mí mismo...

Isabel: Has usado mal de ti mismo.

Ricardo: Bien, entonces, por Dios...

Isabel: La ofensa a Dios es la mayor de todas. Si hubieras temido quebrantar un juramento hecho por Él. La unidad que hizo mi marido el Rey no se habría roto, ni mi hermano habría muerto; si hubieras temido quebrantar un juramento hecho por Él, el metal imperial que ahora rodea tu cabeza hubiera agraciado las tiernas sienes de mi hijo; y los dos príncipes estarían aquí, respirando, mientras que ahora, compañeros de cama demasiado tiernos para el polvo, tu fe quebrantada les ha hecho presa de los gusanos. ¿Por qué puedes jurar ya?

Ricardo: Por el porvenir.

Isabel: Lo has ofendido en el tiempo pasado; pues yo misma tengo que lavar con muchas lágrimas el tiempo venidero, por el tiempo pasado que ofendiste. Viven niños a cuyos padres has matado, jóvenes sin protección, para gemirlo en su vejez; viven padres de cuyos hijos fuiste matarife, viejas plantas baldías, para gemirlo en su vejez. No jures por el porvenir, pues has abusado de él antes de usarlo, por el tiempo que usaste mal en el pasado.

Ricardo: Como tengo intención de prosperar y arrepentirme, ¡así prospere en mi peligroso intento contra las armas hostiles! ¡Yo mismo confunda a mí mismo! ¡El cielo y la fortuna me nieguen horas felices! ¡Día, no me concedas la luz, ni tú, noche, tu descanso! ¡Séanme contrarios a mi intento todos los planetas de buena suerte, si no amo a tu hermosa hija la princesa con amor de puro corazón, con devoción inmaculada, y pensamientos sanos! En ella, reside mi felicidad y la tuya: sin ella, para mí y para ti, para ella, para el país y muchas almas cristianas, habrá muerte, desolación, ruina y hundimiento. No se puede evitar sino así. Por tanto, querida madre -debo llamarte así-, sé procuradora de mi amor ante ella: alega lo que quiero ser, no lo que he sido; no mis méritods, sino lo que mereceré; apremia la necesidad y la situación de los tiempos, y no se te encuentre displicente en grandes designios.

Isabel: ¿Seré así tentada por el diablo?

Ricardo: Sí, si el diablo te tienta a hacer el bien.

Isabel: ¿Me olvidaré de ser yo misma?

Ricardo: Sí, si te ofende el recuerdo de ti misma.

Isabel: Pero tú mataste a mis hijos.

Ricardo: Pero los enterraré en el vientre de tu hija: donde, en tal nido de aromas, darán cría de sí mismos para volverte a consolar.

Isabel: ¿He de ganar a mi hija para tu voluntad?

Ricardo: Y serás una madre feliz por tal acción.

Isabel: Iré. Escríbeme pronto, y sabrás por mí lo que ella piensa.

Ricardo: Llévale mi beso de verdadero amor: y con eso, adiós. (La besa. Se va la Reina Isabel) ¡Dócil idiota, mujer cambiante y superficial!
Entra Ratcliff y le sigue Catesby.
¿Qué hay? ¿Qué noticias?

Ratcliff: Mi augusto soberano, en la costa occidente navega una poderosa flota; en la orilla se agolpan muchos amigos dudosos y de corazón hueco, desarmados, y nada resueltos a rechazarles. Se dice que Richmond es su almirante, y han fondeado allí, esperando sólo la ayuda de Buckingham que les dé la bienvenida para desembarcar.

Ricardo: Enviad alguien de pies ligeros al duque de Norfolk: Ratcliff, tú mismo, o Catesby; ¿dónde está?

Catesby: Aquí, mi buen señor.

Ricardo: Catesby, ¡ve volando a ver al Duque!

Catesby: Iré, señor, con toda la prisa conveniente.

Ricardo: ¡Ratcliff, ven acá! Ve a toda prisa a Salisbury: cuando llegues allá... (A Catesby) ¡Idiota, rufián descuidado!, ¿por qué te quedas ahí, sin ir a ver al Duque?

Catesby: Primero, poderoso soberano, decidme lo que queréis, para que se lo comunique de parte de Vuestra Majestad.

Ricardo: Ah, es verdad, buen Catesby: di que reclute enseguida la mayor fuerza de hombres que pueda reunir, y que me vaya a encontrar enseguida en Salisbury.

Catesby: Voy.

(Se va)

Ratcliff: Con vuestra licencia, ¿qué haré en Salisbury?

Ricardo: ¡Cómo! ¿Qué quieres hacer allí antes que vaya yo?

Ratcliff: Vuestra Majestad me dijo que fuera a toda prisa.

(Entra Stanley)

Ricardo: He cambiado de idea. Stanley, ¿qué noticias traes?

Stanley: Ninguna, mi soberano, buena para agradaros al aescucharla: y ninguna tan mala que no se pueda contar bien.

Ricardo: ¡Oh, una adivinanza!¡Ni buenas ni malas! ¿Para qué necesitas correr tantas millas, si puedes contar tu cuento del modo más corto? Te repito, ¿qué noticias hay?

Stanley: Richmond se ha hecho a la mar.

Ricardo: Pues que se hunda allí, y los mares le cubran, ¡renegado de hígado blanco! ¿Qué hace allí?

Stanley: No lo sé, poderoso soberano, sino por suponérmelo.

Ricardo: Bueno, ¿qué te supones?

Stanley: Agitado por Dorset, Buckingham y Morton, se dirige a Inglaterra, aquí, a pretender la corona.

Ricardo: ¿Está vacío el trono? ¿No hay quien blanda posesión? ¿Ha muerto el Rey? ¿Está el imperio sin posesión? ¿Qué otro heredero de York está vivo, si no yo? Entonces, dime, ¿qué hace en los mares?

Stanley: Si no es por eso, soberano, no puedo adivinarlo.

Ricardo: Si no viene para ser tu soberano, no puedes adivinar para qué viene él de Gales. Tú te rebelarás y huirás con él, me temo.

Stanley: No, poderoso señor. Así que no desconfiéis de mí.

Ricardo: ¿Dónde están entonces tus fuerzas para rechazarle? ¿Dónde estás tus vasallos y tus seguidores? ¿No están ahora en la orilla de occidente, ayudando a los invasores a bajar sanos y salvos de los barcos?

Stanley: No, mi buen señor: mis amigos están en el norte.

Ricardo: Fríos amigos para mí: ¿qué hacen en el norte cuando deberían servir a su soberano en occidente?

Stanley: No se les mandó, poderoso Rey: si place a Vuestra Majestad darme licencia, yo reuniré a mis amigos, y encontraré a Vuestra Majestad dónde y cuándo desee.

Ricardo: Eso, eso, querrías irte para unirte a Richmond: no me fío de ti. Stanley: Poderosísimo soberano: no tenéis causa para considerar dudosa mi amistad, nunca fui ni seré falso.

Ricardo: Ve, entonces, y reúne hombres. Pero deja atrás a tu hijo, George Stanley: mira que tu fidelidad sea firme, o si no, la seguridad de su cabeza es frágil.

Stanley: Tratadle conforme yo os resulte fiel.

(Se va. Entra un mensajero)

Mensajero: Mi augusto soberano, ahora, en Devonshire, según me avisan unos amigos, sir Edward Courtney, y ese altanero prelado, el obispo de Extere, su hermano mayor, se han levantado en armas, con muchos aliados más.

(Entra un segundo mensajero)

Mensajero segundo: En Kent, señor, los Guildford están en armas; y cada hora, más competidores acuden en rebaños a los rebeldes, y se refuerza su poderío.

(Entra un tercer mensajero)

Mensajero tercero: Señor, el ejército del gran Buckingham...

Ricardo: ¡Fuera con vosotros, búhos! ¿Sólo cantos de muerte? (Lo golpea) Toma, quédate esto, hasta que traigas mejores noticias.

Mensajero tercero: Las noticias que traigo para decir a Vuestra Majestad es que, por súbitas inundaciones y aguaceros, el ejército de Buckingham está disperso y disuelto; y él mismo se ha marchado solo: nadie sabe adónde.

Ricardo: Ah, te pido perdón: aquí está mi bolsa para curarte ese golpe. ¿Ha anunciado recompensa algún amigo prudente para quien traiga al traidor?

Mensajero tercero: Se ha hecho ese anuncio, señor.

(Entra un cuarto mensajero)

Mensajero cuarto: Sir Thomas Lovel y el marqués de Dorset, se dice, señor, que están en armas en Yorkshire. Pero traigo a Vuestra Majestad este buen consuelo: la flota de Bretaña ha sido dispersada por la tempestad; Richmond, en Dorsetdhire, ha mandado una lancha a la orilla a preguntar a los de tierra si eran aliados suyos o no: y ellos respondieron que venían de parte de Buckingham para unirse a su bando; él, desconfiando de ellos, izó velas y se volvió a Bretaña.

Ricardo: ¡Adelante, adelante, ya que estamos en armas! Si no para luchar con enemigos extranjeros, para derribar a los rebeldes que están en la patria.

(Vuelve a entrar Catesby)

Catesby: Soberano, el duque de Buckingham está preso: esa es la mejor noticia; más frío informe, pero que debe decirsem es que el conde de Richmond ha desembarcado con una poderosa fuerza en Milford.

Ricardo: ¡Vamos a Salisbury! Mientras conversamos aquí, podría ganarse o perderse una batalla por el reino: tome alguno la orden de que lleven A Buckingham a Salisbury; los demás vengan conmigo.

(Marcha militar. Se va)



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