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La insignia
22 de junio del 2004


Melodía de arrabal


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, junio del 2004.


La novela latinoamericana, la vieja y la contemporánea, no deja de asentarse en los mitos que van hacia la imaginación y regresan de ella multiplicados en sus deslumbres. Nuestras sociedades, metidas aún en la corteza de lo arcaico, generan sus mitos desde la matriz de las anormalidades de la vida pública, sus terrores y sus oropeles, y desde las oscuridades de la vida privada que trascienden a la vida pública.

Y los mitos, como en la génesis de los tiempos, siguen teniendo sus cantores, capaces de extender, como antes, de puerta en puerta y de mesón en mesón, de plaza en plaza y de atrio en atrio, la fama de las hazañas y las desgracias de los héroes. Uno de esos cantores es el escritor argentino Tomás Eloy Martínez.

Argentina tiene quizás la mayor cuota de mitos que tocan a América Latina, nada más con subrayar en la larga lista los nombres de Carlos Gardel, Eva Perón, y el Ché Guevara bastaría; los tres, muertos en la juventud, como quiere Joseph Campbell, maestro de mitos, pues los héroes deben entrar en el panteón de la eternidad sin haber nunca envejecido, jóvenes para siempre en los altares a los ojos de sus feligreses.

Nimbados por el atributo inmortal de la juventud, el hecho de su muerte es el primero en ser disputado y puesto en duda por el mito popular: Gardel sigue penando de puerto en puerto, oculto bajo el ala del sombrero el rostro desfigurado por las llamas del incendio del avión, del que escapó a tiempo en Barranquilla. En San Juan de Puerto Rico oí hace poco la historia, contada con toda seriedad, de que Roberto Clemente se halla vivo en Nicaragua, viviendo escondido en León, no sé porqué misteriosas razones...

Y cuando la muerte del héroe, o de la heroína, no puede ser negada, el mito pasa a alumbrar su cadáver, que se libra así del poder de los gusanos, que es el poder del olvido, y embalsamado queda expuesto a los ojos de los fieles en una urna de vidrio. Ése era el destino de Eva Perón, como bien lo cuenta Tomás Eloy en su célebre novela Santa Evita; pero a partir de esa pretensión frustrada por la caída del peronismo, el mito pasa a encarnarse no sólo en un cadáver, sino en varios, escondidos o sepultados en diversos sitios. Uno el verdadero y los demás copias exactas, porque el mito necesita multiplicarse.

Lo mismo, el cadáver del Ché se multiplica en la imaginación. Encontrar los huesos sagrados, como en la antigüedad de los tiempos. Y desde Santa Cruz de la Sierra, vuelve en triunfo a La Habana, pero primero el mito ha reclamado sus manos, igual que en la vieja hagiografía católica, donde las partes del cuerpo de los mártires tienen cada una cualidades propias de santidad.

Ahora, en su nueva novela El cantor de tangos Tomás Eloy saca a su héroe de la costilla de la errante y misteriosa inmortalidad del propio Gardel. Emilio Martel, el cantor de tangos, es una copia de Gardel. Y su escenario será ese Buenos Aires contemporáneo, caótico y melancólico al mismo tiempo, y donde pueden verse en sus paredes y en sus fachadas los estratos de distintas edades, como en un prisma geológico. El Buenos Aires recomido y carcomido por los dientes ardorosos de las crisis económicas, una tras otra, sus calles cosmopolitas llenas de manifestantes y mendigos, de obreros ametrallados, de gobiernos impotentes que se suceden como en una película corrida a toda velocidad, de presidentes efímeros que huyen.

Ése es el escenario de Emilio Martel, que aparece cada vez en un lugar diferente de la ciudad para cantar de improviso, el mejor cantante después de Gardel, o un cantante como Gardel, aunque su fama no corra muy lejos, pero suficiente para encandilar la imaginación de quien lo busca sin tregua, un estudiante que escribe su tesis sobre los ensayos de Jorge Luís Borges acerca de los orígenes del tango. Borges, otro mito. El Aleph, ese cristal iluminado que contiene a todo el universo, y donde pueden verse el pasado y el futuro, tienen su parte en la novela.

Martel es el mejor, porque tiene una honda voz arrabalera. No hay tango sin arrabal. "No suaviza las sílabas para que la melodía se deslice. Te sume en el drama de lo que está cantando, como si fuera los actores, la escenografía, el director y la música de una película desdichada". En su voz de moribundo está toda la desdicha. Y la hermosura de esa voz no existiría sin la desdicha.

Pero al fin y al cabo, Martel, el cantante solitario y enigmático, que carga su enfermedad mortal junto con su guitarra, nunca llega a escoger el sitio de sus recitales sorpresivos al azar. Cada lugar tiene su sentido: frente al Club Atlético, lugar de tortura bajo las dictaduras militares, donde colgaban de ganchos a los prisioneros como reses hasta que se desangraban; frente a la mutual judía de la calle Pasteur, donde una bomba terrorista mató a decenas; frente a la fábrica metalúrgica de Vasena donde treinta obreros en huelga fueron ametrallados durante la semana trágica de 1919. La voz, por tanto, tiene una razón. Es como un treno fúnebre. Canta en homenaje a los muertos, y los convoca.

Y canta también, en las entrañas abandonadas del Palacio de Agua, porque allí había sido hallado, en tiempos remotos, el cadáver de Felícitas Alcántara una niña de familia rica asesinada por un inspector de policía, el mismo encargado de investigar el caso. Y el tango que canta en homenaje de la víctima es un tango sin nombre anterior a los tangos, es decir, un tango que sólo puede hacer llegar sus ecos fúnebres desde el territorio del mito.

Desde Santa Evita, el extraño Palacio de Agua viene fascinando a Tomás Eloy, porque es uno de los sitios donde el coronel Moori König quiso esconder en 1955 uno de los cadáveres de Eva Perón. También fascinó en su tiempo a Rubén Darío, porque el edificio copiaba la imaginación enferma de Luís II de Baviera. La fealdad de las bombas, pilas y cañerías, escondida de los ojos por una fachada alucinante, es como un espejismo atrabiliario del progreso urbano, y de la confusión de gustos, una pretensión de halago a las miradas, mosaicos, mármoles, terracota, arabescos de hierro, cariátides de yeso.

La mano confusa y apresurada del sueño de la civilización cubriendo con sus decorados lo que no debe verse. La voz de un solitario cantor de tangos vindicando el pasado, y a los asesinados que habitan en el pasado. El hueco iluminado de la guitarra, como el cristal del Aleph, para asomarse al pasado.


Masatepe, junio 2004.



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