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La insignia
21 de junio del 2004


París y la estética


Carlos Tobal
La Insignia. Francia, junio del 2004.


Viernes, 30 de abril.

Son las cinco menos veinte PM. Tomamos cerveza detrás del Museo Pompidou. La gente se sienta a las mesitas redondas de mármol, hombro a hombro, casi pegados por la voz, el humo o el aliento. Fuman y actúan naturalmente en solitario. Todos mirando al frente, estamos alineados sobre sillas linderas de ratán. Hay una relación entre el énfasis de los gestos parisinos y un sobrante en el tiempo. Uno debería cambiar de sintonía. Se oye un ruido de fondo a metales frotándose. La galantería es una seducción que disciplina las costumbres. París es un museo viviente de siglos intercalados.

Cruzando la calle, la escalinata desciende a una explanada rectangular que desemboca en el Pompidou. Edificio monumental de vidrio y cemento con forma apaisada de gusano encogido. Los pintores de abajo fingen talento, turistas posan con expresión de retrato.


Sábado de mañana. Primero de mayo.

El sol -tranquilo- se filtra por la ventana del cuarto en la planta baja del hotel en la rue Daguerre (el fotógrafo). El mate se enfría, los sindicatos van juntándose en la Torre y en los alrededores del Cementerio de Montparnasse, Cortázar aun duerme entre los pastos. Más tarde, despertará cuando yo investigue su antigua ruta. Éste fue su barrio, en los inicios. En el número 4 de la rue Daguerre (buhardilla, sexto piso por escalera de roble) encontré un poeta muy joven de Minas Gerais que, habiendo identificado una similitud con la música de su propia escritura, estaba rastreando el Candomblé oculto dentro de la antigua poesía del hindú Adeodato Barreto. Ahora, me perderé entre las banderas rojas frente a la Bastilla, tratando de vencer algunos prejuicios.


Domingo, 2 de mayo.

Ayer: todavía París, mezclado en el tumulto prolijo de la gran manifestación.

Revolución Francesa: me imagino la pueblada... en las películas los revolucionarios aparecen siempre desarrapados. Luego, para la época de Robespierre, muestran patrullas de soldados avanzando por callejuelas, fusil, bayoneta calada, oficial con peluca, chaleco ajustado, pantalón estrecho abotonado en las piernas, una carreta para los presos. En la Comuna, los revolucionarios quemaban edificios para demorar la represión. La prensa -contó Marx- toleraba bien las masacres e incendios fruto de bombardeos de ejércitos regulares, pero tildaba a la quema popular de terrorista. Durante las barricadas de 1848, Baudelaire repartía un periódico que él mismo escribía. La historia pega la revolución a la guillotina. La palabra traición debería admitir matices: se ha convertido en un mismo carro, cada vez más lleno, que atraviesa las épocas.

La Bastilla fue destruida, en su lugar, quedó un vacío circular y asfaltado. Una pirámide redonda en el medio, especie de obelisco greco romano de piedra, hendiduras e incrustaciones.

Hay historia, el sistema funciona ¿alguien intenta derrocarlo?

El francés -aquí, en la retórica- tiene un arrastre en la tonada, cantito envolvente tan alegre como grave, audaz, machacón, especie de musiquita que estira el lenguaje y le hace de acolchamiento móvil a todas las singularidades. Así, el sistema genera las blanduras que van abriendo pliegues funcionales donde ubicar las protestas. Los pliegues conservan el contacto con el todo, no rompen, son como alerones extendidos que embolsan el aire y desagregan velocidad. Anoche, vi dos películas francesas, una, mostraba la vocación alegre de un ladrón de casas de aquel antiguo París que añoraba Baudelaire. Solitario, valiente y romántico, él se integraba a la aristocracia, frecuentaba el clero, cuyas jerarquías conocían y alimentaban su secreto.

La otra, debía llamarse Madame La, por la referencia acortada del rango del esposo. La mujer es nombrada con el grado feminizado de su cónyuge. Éste, jefe militar de una colonia francesa, pequeña isla casi perdida en el mar, debía cuidar a un convicto por homicidio traído de París, en su espera de una guillotina que no llegaba y de un verdugo. La decapitación del preso (a quien ella amaba en secreto, pero a la vista del pueblo y bajo tolerancia del marido) interrumpió la alfabetización emprendida por la señora. El miserable, cariñoso y forzudo, ayudaba a los lugareños en sus tareas despertando el afecto popular. Tuvo hijos con una vecina. Era el único honesto -sin dobleces- del caserío. Se negó a huir. Hubo que terminar de decapitarlo con un hacha porque la guillotina oxidada hizo a medias su trabajo. La lucha del matrimonio contra la burocracia pueblerina -pusilánime, leguleya y burguesa- desembocó en el fusilamiento del Capitán. Sin embargo, Madame La Capitana, no será arrastrada por la tragedia y envejecerá dignamente contando la historia.

El Mariscal Petain fue degradado, pero en el Cementerio de Montparnasse, su esposa conserva el título de "La Mariscala Petain".

Infinidad de micro colisiones se eluden gracias a la natural disposición disciplinaria, que moja y enfría intensidades. Lubricación que despide el ser francés. Tienen una mezcla de hipocresía que se renueva e incorpora a los valores, sin desmedro del sentido de justicia y sumisión a las leyes. Así, el choque se transforma en frotamiento: ese rumor se escuchó el primer día detrás del museo, los franceses no lo oían. Sólo a mí, forastero reciente, me resultó intolerable. El diámetro del umbral refractario insito, en ellos, es mayor. Se permite estacionar promiscuidades y en el momento de producirse la colisión, el roce retumba pero conserva. Verticales hasta que estallan por acumulación de vibraciones, quizá cada cien años (como decía Neruda). Hasta Mayo del 68, explotaron varias veces.


Lunes 3 de mayo

Entonces, la manifestación del sábado fue un desfile. Muestrario de fuerzas, multicolor y optimista. Los más compactos eran los obreros anarquistas: avanzaban al son de la Internacional en castellano y las banderas rojinegras. Los comunistas -innumerables- tenían a sus líderes a la orilla del público que los miraba marchar. Repartían diarios y panfletos cual militantes de base y saludaban uno a uno como políticos en campaña. También firmaban autógrafos. Joviales, con pelo desteñido de veteranos de guerra, trajeados de parroquianos rurales en misa de domingo, se mezclaban con la gente rodeados de cariño. Se les notaba, a los funcionarios, una banda que les cruzaba el pecho, el color variaba según la región que representaran. Vi, creo, dentro de la algarabía de la formación, rostros surcados como mapas, miradas fijas nubladas de pasado.

La policía se notó recién al final, venían en malón, alarmados, en tanquetas con toda la artillería, detrás de los kurdos, última columna que avanzaba mezclando canciones, bailes y vestiduras típicas con la foto gigante del Che y la de un bigotudo de camisa floreada y pelo ensortijado. Martes, 4 de mayo.

¿Cuál sería el lugar de las viejas derrotas? ¿de la resignación? ¿Qué se aprende del terror sufrido? ¿Cuándo había que esperar o pasar a la acción?

Pensé en el acto del año pasado en Buenos Aires, frente al Palacio de los Tribunales, contra la Corte Suprema. Era el aniversario de la muerte de Vallejo. Había largas telas con fotos de desaparecidos. Instantáneas que los capturaron en algún momento vital. Se notaba el paso del tiempo por la moda que surgía de las fotografías. Ellos, habían quedado detenidos en aquella juventud. Hoy, serían viejos como nosotros. La Guardia de Infantería, desplegada en lo alto de la escalinata, parecía a punto de reprimir.

Recuerdo que había un padre con bastón que sacaba energía de algún lado para sostener la sábana. Llevaba la punta dentro del puño, en su esfuerzo había un gesto de orgullo. Yo levantaba, a su lado, un costado. En la parte baja de la escalinata, se había armado una conferencia de prensa y dejé mi lugar vacío. Él sostuvo ambos fragmentos prescindiendo del bastón. Entonces pensé: "habrá de morir y su hijo permanecerá en la foto intocado".

El cementerio de Montparnasse fue inesperado. Las religiones entreveradas. Al principio, más parecía una biblioteca, una enciclopedia de huesos acostados. Exceso agolpado de nominaciones, supone, no a un visitante extranjero, sino deudos con tradición caminando levemente, lavando personalmente los mármoles, sustituyendo flores.

Un halo renovaba la actualidad de los fallecimientos y la pompa negaba falsamente la desgracia. Recordé los labios engolados del General De Gaulle moviéndose, ya viejo, en la pantalla de TV.

La tumba de Marguerite Duras estaba abandonada, cemento triste de moho, el resto chueco de una vieja flor reseca. Sus libros viven, ella relataría:

"En su hueco, la mujer -quizá- permanece inmóvil. Él eleva la cabeza, escucha la voz: -No te engañes pequeño, ellos no están, todo es hueso... son sólo nombres. Nombre y cenizas: la muerte es la muerte. Retornaría enseguida a la tercera persona, y en su estilo de guión, agregaría: "Lento. El visitante mira a su alrededor. El asfalto, los árboles flacos, el gris de los mármoles. Silencio, un pájaro inmóvil de vidrios espejados. Sí, la muerte está en todos lados... Todavía escuchará aquella voz: "Retírate, bastará con mi recuerdo".

Cortázar, no obstante, parecía el más feliz, al lado de su noviecita, debajo de una escultura de lombriz alegre a punto de volar, cuadernos mojados de chicos con letras y dibujos, la lápida tenía una hendidura y una flecha curva, con la leyenda: "abrir por acá". Habría que leer "Instrucciones para llorar".

El pobre Ch. Baudelaire, mezclado en las barricadas de la Comuna, no exento de interés personal, gritó: "¡Muerte al General Aupick!". Por la fecha de la lápida común que reza: "Jacques Aupick, General de división, 27-4-1857", es evidente que no lo escucharon.

Repleto también de cartas -sin duda de amor- con tinta corrida por la lluvia, ni muerto pudo escapar al abrazo del tal General Aupick, su padrastro que -junto a su madre- lo sigue aplastando en la tumba.

César Vallejo estaba perdido y la tristeza me sacó las fuerzas para buscar a Sartre y Simone de Beauvoir.


Noche del martes

Desperté soñando, angustia que no cierra, enciendo el velador. En este hotel es imposible caldear el agua para el mate, las calenturas en Francia también tienen su horario. Abro el libro en cualquier lado, leo "Las viejecillas".

¿Qué es lo que impulsa el amor por Baudelaire? No sé sí, literariamente, le interesó la gloria. Querría -pienso- ser querido por su desgracia, por las mismas absurdas razones que los personajes de Wagner se amaban entre sí. Estaba enamorado de la lucha.

Habría una diferencia entre fracaso y derrota. El fracaso es aplastante, tiene algo de justo, de la complicidad de la víctima que, a pesar de todo, continúa viva y morirá civilmente. A partir del fracaso, se convierte en un sobreviviente y ejerce la nostalgia. En adelante, el problema será adecuar la ambición a su fuerza. El fracasado, en algún momento, renunció al heroísmo y eso se presiente en los intersticios de su tumba.

Los franceses son propensos a la pompa -en el cementerio, se veían grandes inscripciones cursivas grabadas en diagonal sobre la lápida que se eleva en vertical: "Mort pour la France, pour la France!". Se destacaba el facsímil colorido de las medallas grabadas dentro del mármol negro- pero en algún momento esos supuestos héroes -aunque golosos con el fausto, tal vez por eso mismo- tuvieron que hacer una íntima elección entre el cuerpo y la gloria.

La derrota, en cambio, está más cerca de la tragedia, puede ser injusta e implica al enemigo. El escritor suele transitar los márgenes del mundo, también se incorpora, pero necesita correrse para ver. Ahora, si su militancia se nota, su anhelo de reconocimiento -para sí o sus ideas- queda expuesto y convoca el desprecio.

El hambre llama al hambre, no a la solidaridad. Solitario, militaba contra el mundo. Su época desplegó crueldad sobre él. No era inocente, necesitaba a sus opresores, no se salió del abrazo. Pero ese fue el problema de su vida. La obra resultó exitosa, póstumamente. Su muerte, entonces, fue irónica. El poeta ha quedado suspendido, inmune en la bisagra e irá muriendo, trazo a trazo, a medida que la humanidad gaste -si puede- la belleza cristalina de sus sinuosas figuras.

Aquel fatídico 15 de marzo de 1866, en el borde de un escalón, su cerebro claudicó ante la visión impresionante del confesionario jesuita de la Iglesia de Saint-Loup de Namur, ("maravilla siniestra y galante", él había dicho).

Sufrió un ataque que lo dejó mudo. Su larga -amorosa- agonía habrá de corresponder con la sibilina belleza de sus decrépitos personajes. Le cantó a la muerte viviente que se entrevera en los cuerpos. Desenmascaró la objetiva crueldad que despedía la voz de los poderes. El mal, según se lo conocía, no era tal: la diferencia con el bien dependía de la posición. La verdad estaba invertida y el peso de los valores dependía del sitio en la rueda de la fortuna. Lo que se dice Piedad, era la mano hipócrita y monstruosa, cruel por legalidad, que hace su tarea valiéndose del tiempo y del acaparamiento trivial de las fuerzas productivas.

Lo bello es la cara externa del amor, el odio puede serlo gracias al brillo de la mirada, se espía a través de las arrugas. Según él reclamó, un cartel limita la entrada de perros a la necrópolis.

Se me caen los párpados, apagaré la luz. Cual un fantasma, un poeta transparente y callado (sólo se notará cierto rumor del pedregullo, un bastón que circula inclinado, tal vez una rama) cada setenta años, tras largas siestas, saldrá por las noches, caminará entre las matas, inventariando los nuevos habitantes del Cementerio de Montparnasse, luego -aburrido- volverá a su lugar.


Miércoles, 5 de mayo. Avenue Maine, medianoche. Los parisinos suelen orinar en la acera, son más los charcos nocturnos. Uno avanza esquivando el líquido y salta levemente para evitar el afluente angosto que desciende largo hacia la calle.

También hay cartoneros: Trabajan sólo de noche, parecen buscar en la basura objetos específicos. Van de a uno. A su vez, los desalojados, bajo el alero de algún gran banco o entidad financiera, se arman una especie de family room con deshechos. Durante el día, duermen profundamente envueltos enteros en trapos o restos de tela.

Están prohibidos los desalojos durante el invierno. Creen, con eso, evitar las muertes por congelamiento en la vía pública. Aunque sólo logren que el hipotético helamiento se atribuya -directamente- a tal desalojo, es una delicadeza. El desalojo se ejecutará recién pasado ese invierno. Pero, cuando en el año siguiente el frío retorne, encontrará -aún en la calle- a los desalojados. Los que, seguramente, morirán y la naturaleza será la culpable visible del aciago final. A la mañana, alguien del tráfico urbano llamará a la Municipalidad y el camión removerá el bulto. Una peste paulatina que transita por debajo.

La primera piedad habrá sido, entonces, regalarles la vida de los meses intermedios. Su disimulado reverso, la decisión oficial de que, tapados por las sombras, mueran oscuros en solitarias veredas.

Antes de llegar a la puerta del molinete que impide el paso sin el boleto magnético, el acceso al Metro tiene un tramo subterráneo de tránsito materialmente libre.

Ese túnel tiene un cartel que me pareció inexplicable, dice: "Trayecto reservado únicamente para viajeros munidos del correspondiente boleto pago" Disposición inútil por la obviedad.

Podría ser el refugio de un desalojado, la prohibición, para transitar o permanecer en el túnel es aplicable (sutilmente) sólo a él, que no podría justificar su calidad de viajero y carecería de boleto pago. Pero las rejas, lindas, de la estación Odeon son Art Noveau.

En algún momento -supe- hubo un movimiento popular que hizo abrir algunas estaciones para abrigo nocturno de los deambuladores sin techo.


Jueves, 6 de mayo.

Salgo a las seis de la mañana, caminando por la rue Daguerre, con el antojo de comprar una baguette caliente y un queso camberbert. La calle es angosta, un tramo de siete u ocho cuadras entre dos avenidas (acá, como las cuadras son irregulares, las cuentan por minutos de caminata), conseguir un cuchillo, volver al hotel, aprontar el mate.

La arteria está llena de locales y escaparates a los costados. Se ve el armado de la infraestructura de los negocios, la vereda es el lugar de exhibición, lavan los pisos con mangueras, empleados de la noche que se van y los matutinos que llegan. El enorme camión verde de la basura con implementos mecánicos interrumpe el tránsito.

Hace frío. Los parroquianos todavía toman vino de pie alrededor del mostrador, otros desayunan en mesitas al lado de las ventanas. Me acuerdo de la taberna de Moderato Cantabile: Marguerite Duras, la década del 1950. Jean-Paul Belmondo, Jeanne Moreau. (Se escuchaba las notas del piano que bajaban desde un ventanal, hubo un asesinato pasional entre las mesas.)

Había una sola industria en el pueblo en la que todos trabajaban. Ella era la esposa del Presidente de la fábrica. Vivía en la mansión del caserío. Empezó a beber vino con un obrero mientras esperaba que su hijo terminara las clases de piano. El vino lo servía la tabernera, sobre la barra, en vasos altos, acampanados. Se tomaba de pie. La relación con el obrero se hizo habitual y etílica. Los parroquianos guardaron reserva; casi no miraban. El sonido de fondo era la lección de piano cuyo rumor descendía sobre el lugar, repitiendo las mismas notas, indefinidamente. El hastío de ella la impulsaba a coquetear con la muerte violenta. Quería romper la rutina, reeditar la pasión de los amantes cuya tragedia había desembocado en el asesinato del bar. Él, era representante del rústico amor masculino y, en cada encuentro, le entregaba fragmentos de las averiguaciones que había hecho (o inventaba) sobre la historia trágica de aquellos amantes.

Desde afuera, el bar de la rue Daguerre parece envuelto en una sola conversación pueblerina que viene del día anterior. El humo flota, la habitualidad del encuentro se deduce de la mansedumbre de las risas y los gestos que veo a través del ventanal. Pego la cara contra el vidrio, sin atreverme a entrar (después me arrepiento). Me invade, de pronto, cierto temor al ridículo.

Tienen otra versión de sombras y luces. El umbral para el pudor está corrido, se reemplaza por el silencio extendido, lo que se dice "sentido de la oportunidad". Otra vez, vi alguien que eructaba ruidosamente, y él solo se justificó, exclamando: "La nature... (est un temple divin", decía Baudelaire.)

Hay sitios que son como escenarios con obra teatral en curso. Al entrar, uno irrumpe a la vista de todos. Se puede, incluso, pensar libremente intimidades en voz bien alta (vi mucha gente hablando sola). Se toleran recíprocamente los secretos, lo íntimo puede mostrarse sin escándalo. Repudiable, en todo caso, sería la puritana indiscreción. La hipocresía es regla civilizadora: "¡Oh monstruosidades que claman por un manto!", dijo Baudelaire.

Más que obscenos son lúbricos de un respeto asiático por la escenografía. De ahí la elegancia. Personalmente, no son sucios, sino adictos al contraste radical de los olores. Auguran "merde... merde!" para desear ¡buena suerte! Ellos le dan importancia a la homofonía con mer (mar) y mère (madre), lo que muestra la alta estima en que tienen a la mierda. Las señoras ricas de Buenos Aires, coquetamente, lo repiten en francés convencidas de que es signo de audacia y buen gusto.

Entonces, si ocurre una catástrofe en sitio público, se abren en abanico y observan absortos la sangre, los detalles, los daños... la historia. Se interrumpen los ruidos como si hubiera alguna coordinación general. Llega el auxilio público, la gente los deja hacer. Alguien, en medio del silencio, podrá vociferar su indignación, hacer un reclamo de justicia social (los oyentes asentirán pensativos, en general, los accidentados son trabajadores, y la protesta se incorpora al paisaje, como una instantánea impresionista).

El que estaba leyendo no dejará de leer. (También los desalojados, protegidos bajo un alero de la lluvia nocturna, leían algún libro tranquilamente aprovechando la luz del alumbrado. Los franceses leen casi todo el tiempo.) Al rato, retornará el tránsito y el ruido ciudadano: avanzando sobre la arena, la mer borra las huellas del dolor transcurrido.


Viernes, 7 de mayo. 13 horas. Librería Shakespeare, parece del siglo XVIII, está llena de libros en inglés entre escalones y mosaicos irregulares. Estoy sentado afuera, sobre unos bancos macizos de madera, bajo árboles que se asoman al empedrado, al lado del resto de bronce pintado de una vieja fuente con la escultura de cuatro mujeres que se abrazan desnudas en actitud ingenuamente lasciva. Cruzando el Sena se ve la Catedral de Notre Dame. Hay libros en cajas sobre la vereda, los turistas revuelven, obreros extranjeros hacen reparaciones. Un rincón, aún más antiguo de la librería está cerrado, sólo puede espiarse a través de los vidrios.

Llega un gran gordo que canta y está pegando afiches de propaganda en la pared, por sobre mi cabeza, de un concierto -dice- de las más bellas obras de Chopin "en la Iglesia de Saint Julien le Pauvres". El encargado de la librería es un joven rubio simpatiquísimo, lamento no dominar el idioma para internarme en las obras. Una panorámica de la librería tiene una leyenda de su fundador, George Withman, dice: "No sea inhóspito con los extranjeros porque los ángeles se molestarán".

Sigo el rastro de los carteles, son anaranjados, llego a un hotelucho todo de madera donde estuvo Víctor Hugo. Se llama "Esmeralda" como una de sus obras, ¿qué menos? Parece un edificio demediado. Entro. El hombre de la caseta habla perfecto castellano. Debe ser peruano. Me pica la curiosidad por las habitaciones. Pregunto, es un alivio hablar con soltura. Hay una sola disponible por una noche. Le pido visitarla. Me mira cómplice, tal vez porque se estacionó una mujer a mi lado. Me insiste: únicamente hasta la mañana siguiente. Es la 14 del tercer piso, sin intención de acompañarme, me da un gran llavero medieval de madera.

Voy subiendo las escaleras laberínticas, la madera retumba. Pienso: "No limpian desde que se fue Víctor Hugo". Antes de los puentes sobre el Sena, aquí estaban los arrabales. Es un resto del París de Baudelaire.

Durante la Comuna hubo obreros que se dirigieron a Notre Dame para incendiarla. Otros comuneros se lo impidieron. Desde este edificio, se hubiera podido contemplar toda la escena. Todavía se discute quién tenía razón.

Lo más importante de la habitación es la cama, detrás le implantaron un baño: rococó con largos pelos olvidados de una gran dama anterior de secretos olores. Desde la ventana la vista es amplísima, plazas, árboles, la cúpula de la Iglesia. La Catedral de Notre Dame.

Debería haber tenido una amante francesa, austrohúngara o caribeña, que se asomara semidesnuda azorada por la placidez del Sena. Yo irrumpiría de golpe con la fuerza de los tres mosqueteros y, habiendo atado mi caballo en el travesaño de la entrada, la montaría -reflejado en el espejo- sin que ella cambiara de inclinación ni dejara de mirar el paisaje.


Sábado, 8 de mayo.

En el 18, rue de Bellechasse, camino al Museo D'Orsay, hay un edificio neoclásico, panzón y solemne, la Academia de Agricultura de Francia. En la entrada, pintaron sobre la piedra una raya negra, con un cartel que dice: "Crue de la Seine, 28 janvier 1910". Es decir, hicieron registro visible del nivel y la fecha en que el Sena desbordó inundando los alrededores, como si detrás de las paredes hubiera señores de traje negro, corbata floreada encargados de ponerle cartelitos al tiempo. Nuestra Avenida Juan B. Justo, entonces, que no cesa de acoger las aguas del Arroyo Maldonado, sería digna de conmemoraciones equivalentes.

París nunca alcanza, antes de empezar la adaptación hay que iniciar la partida. Todo es trabajo, el primer punto es el idioma, el desarrollo de las tonalidades suena a engolamiento de quien habla con la boca llena, está pegado al amor por Francia, orgullo difícil de compartir.

Apareció un libro póstumo de Marc Bloch, historiador, fusilado por los alemanes el 16 de junio de 1944. Intuyendo que su sacrificio sería depreciado empujaba para ponerse en la fila de los devotos. Su padre en 1870 había defendido Estrasburgo en contra del triunfante asedio alemán. La vocación les venía del bisabuelo que ya en 1793 combatió por Francia.

Catedrático, profesor titular de Historia Económica en la Sorbona, capitán, condecorado en las dos guerras mundiales, mártir de la resistencia antinazi, Bloch para defenderse contra el desprecio a los metecos, exhumó a pie de página una bella carta ajada que su bisabuelo Getschel Bloch -soldado judío- voluntario en la primera línea de fuego, había escrito en hebreo-yidish en medio de las balas alemanas.

Los franceses portan una transacción personal que liga la eficiencia global con la tradición, se lo inculcan desde chicos. Se relaciona con la agricultura, la herencia por generaciones de la manera de trabajar la tierra, un artesanado rural de familia. El equivalente en el "espíritu militar" sería el aprecio del orden entre los mandos. En Argentina, "subordinación y valor", se usan como sinónimos.

Sciarretta hablaba de la predestinación calvinista: cada uno posee un sitio prefijado para sufrimiento o placer. Teniendo, por fuerza del idioma, reducida la suerte a mera "chance", se hace acopio de honores por mérito, fructificando la responsabilidad social.

Quién se salva o se pierde es un misterio establecido por decisión de Dios. También quiénes están predestinados a la destrucción, al mal, al castigo, a alguna maravilla. Es funcional al desarrollo capitalista. La torpeza es antifrancesa, el Mariscal Petain más que traidor, habría sido un estúpido viejo vil que confió en la invulnerabilidad de la línea Maginot.

La sabiduría, acá, es el placer por los estamentos republicanos, que Bloch vivía como adelanto de un sueño. La nación existe, uno se incluye por elección. Es un espacio de seguridad en que el buen burgués se funde con el demócrata. La burocracia sobreabunda y pertenecer tiene sus beneficios.


Domingo, 9 de mayo.

Último día, mañana me voy.

Después de una lluvia fugaz caminaba por la rue Daguerre. El sol del crepúsculo iluminaba el agua y la gente toda junta salió de sus cuevas, gesticulaban y circulaban con las mismas maneras que yo les había visto los días anteriores. Incluso el ritmo parecía responder a una melodía muda impresa en sus cabezas. Idénticas medias sonrisas, la rigidez de los torsos, la suave combinación de colores en la ropa. Los peinados... la escena completa parecía prevista por el mismo director.

Me sentí, de pronto, dentro del Truman Show: la película que contaba la vida de un muchacho dentro de un reality show televisivo, el pueblo era un gran estudio cinematográfico y todos sus habitantes eran actores cumpliendo su rol. Para Truman la ficción era la realidad. Nació ya cautivo y creció dentro del espectáculo, en una vida rosa algodón. Toda la ciudadanía seguía la telenovela y rezaba para que él, sí, pudiera salirse del abrazo, teniendo el coraje de dar un salto de libertad en representación de todos.

En La Invención de Morel la realidad está libre y la irrealidad presa dentro de una mecanismo. Él, llega de la realidad a una isla, pero es un fugitivo. En el subsuelo de un viejo edificio abandonado encuentra una película que funciona sin fin en la que está la mujer de sus sueños de la cual se enamora irremisiblemente. Pergeña la forma técnica de introducirse en el film. A la vez que descubre el camino para hacerlo, se percata que uno de los personajes -como él- es un enamorado tardío que utilizó el mismo artilugio. Ahora, la introducción en la ficción le costará la vida. La pasión lo impulsa al cambio y, de alguna manera, es un héroe.

Truman al salirse, abandona el rol de héroe, pasa de cautivo a fugitivo, pero no escapará del espectáculo que ya dominó la vida real. Uno se debate dentro de circuitos envolventes que se abrazan entre sí, podrá cambiar de circuito pero no zafará del abrazo. A nadie se le ocurre violar las jerarquías, hay como una alianza entre el autismo cultural y la paz de la vida corriente. Tanto Truman como Morel escapan de una prisión para entrar en otra.

Tal vez desde las tinieblas, sólo reconozco la aptitud francesa para la lógica, su apego a la constancia y estoy como el peor alumno rumiando en el fondo de la clase. Cerca de la partida, me queda una sensación de pérdida, como de renuncia sin objeto, en medio de ellos me pregunto ¿qué hice aquí?

Viajaba, en el metro, con el poeta brasilero. Apretados en butacas cruzadas, estábamos pegados a una chica que leía y a un señor de anteojos. Yo le contaba mi teoría sobre los franceses, y le ponía de ejemplo a nuestros vecinos de asiento, analizando sus fisonomías en voz alta. Ninguno se inmutó y mis referencias a ellos eran cada vez más puntillosas, simplemente no existíamos. Luego, en el bar, había dos norteamericanos de prominentes cabellos, entrados en carnes y pelo atado usando una gomita. Con aire de profesores universitarios, hablaban en inglés casi gritando orgullosos de lo que decían, relataban cosas de Chicago como si estuvieran ahí.

¿Quién es dueño de los estilos? El orgullo es el leitmotiv para justificar la pelea entre ciudadelas imperiales que no terminan de caer. Debe haber un director o un pensamiento madre sin pensador. Los personajes quedarán finalmente pegados al papel asignado. Vistos desde afuera responden a una media estética, incluso sus acciones son fieles a reglas de crescendo e intriga.

Salvo los artistas, el francés medio es hermético pero nadie lo sabe porque sus ademanes recuerdan a los teatros. Es portador de una cultura, no su dueño. Refractario al otro distinto, su idiosincrasia, sin embargo, se va integrando con la multiplicidad de inmigrantes. Mientras, cumplen los cánones generalizados por los pintores impresionistas. La unidad es un montaje, un agregado publicitario de segmentos y puntos. La intensidad y los colores imitan a los cuadros, las películas también imitan a los cuadros. La gente marcha según la marca para sus pasos. ¡Oh la estética!



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