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La insignia
19 de junio del 2004


A fuego lento

Encuentros cercanos con la risa,
la locura y la muerte


Mario Roberto Morales
La Insignia*. Guatemala, junio del 2004.


La primera semana de junio volví a reunirme con unos amigotes de la adolescencia en Las Vegas. Uno de ellos, Manolo, me pidió que le tradujera al inglés un fragmento del Ramayana que más o menos dice que hay tres verdades seguras: la muerte, la locura y la risa, y que como la primera y la segunda son un misterio, deberíamos tratar de hacer algo con la tercera. Si alguien ha cultivado la risa en su vida, ése es Manolo. Enio, otro de los amigotes de marras, tiene un sentido del humor que se vuelve solemnidad cuando a él le hace falta. Por su parte, Pancho, nuestro anfitrión en Las Vegas (ese monumento al simulacro y la banalidad), dosifica su risa en la medida en que se lo permite su mente analítica. Creo que los cuatro hemos cultivado mucho la locura y, en mi caso, he visto sonreír a la muerte cerca de mí en por lo menos tres inolvidables ocasiones.

Escribo estas líneas en México, un día después de haber conocido personalmente (por fin, luego de un año de correspondencia electrónica) a un compañero que estuvo en Nicaragua en la misma época en que estuve allí yo, y a quien le tocó sufrir, como me tocó a mí, la embestida de los sandinistas por petición de la URNG. Era la época en que miembros de esta coalición asesinaban a sus propios compañeros en Nicaragua, por considerarlos peligrosos en vista de que se permitían ejercer la crítica interna a la organización. Este compañero y yo tuvimos "buena suerte" porque a él "solamente" lo marginaron poniendo en riesgo su vida en los frentes de batalla, y a mí y a los compañeros que tenía a mi cargo, "sólo" nos encarcelaron y aplicaron tortura psicológica durante dos meses y cuatro días.

Mientras conversaba con él y comentábamos el estado calamitoso en que se encuentran ahora quienes nos calumniaron, encarcelaron y torturaron, empezó a surgir de los escombros de la locura (en su variante iracunda), la risa, nuestra risa, y entonces recordé a Manolo soltando sus carcajadas de siempre, rodeado de máquinas tragamonedas, de luces multicolores y del ruido perenne de los miles de aprendices de jugadores que a diario llegan a Las Vegas a cumplir el sagrado ritual de perder un poco de su dinero apostándolo con la opaca esperanza de ganarse una millonada en un golpe de suerte.

En mi cuarto del Hotel Bally's me enteré de la muerte de Ronald Reagan, por CNN, y pude observar el metódico despliegue publicitario de su deceso en todos los medios audiovisuales. Para su sepelio, yo ya había vuelto a Guatemala y vì de pasadita las notas luctuosas que desplegaron los medios de escritos en sus páginas de opinión, en las que se reconocían en Reagan las virtudes de un gran estadista. La locura se disfraza de señora cuerda, pensé. Y sonreí, aunque sin las ganas desbordadas con que se ríe Manolo.

La noche del martes 15 de junio me reuní, en el Distrito Federal, con dos amigos mexicanos en un bar de la Zona Rosa, en donde consumí agua mineral en cantidades navegables mientras ellos bebían cervezas con envidiable impunidad alcohólica y, claro, hablamos de la loca situación mundial, especialmente de ese insidioso foco de irritación que es Palestina. Uno de ellos, que es columnista del diario Excélsior, afirmó que, financieramente, Estados Unidos podría colapsar muy pronto. En todo caso, medir las consecuencias de la locura de la política mundial hizo que (como dicen en México) "nos ganara la risa" pensando en la muerte de media humanidad como consecuencia del ansia de dominación planetaria que obsesiona al neoliberalismo fundamentalista.

Si nada sabemos (y menos podemos hacer) acerca de la locura y la muerte, pues hagamos algo (como recomienda el Ramayana), con la risa. Es mi buen amigo Carlos López, propietario de la Editorial Praxis, en México (donde termino de escribir esto luego de revisar las galeras de mi próximo libro), quien me ayuda con sus bromas a concluir en que siempre tenemos la opción de reírnos de nosotros mismos cada vez que nos acose la loca idea de no morir nunca, sin importar que al hacerlo no seamos capaces de alcanzar las hermosas alturas de la carcajada.


(*) También publicado en Siglo Veintiuno.



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