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16 de junio del 2004 |
Lo habíamos esperado tanto
Rosalba Oxandabarat
Ahora no queda duda. A ritmo febril, después de tantos silencios y detenciones, se van culminando los trabajos sobre el viejo teatro, que espera abrir sus puertas el 25 de agosto. Como corresponde.
El teatro Solís, como sucedía en lejanos siglos con las catedrales, es un edificio en permanente proceso. Desde su concepción en 1840, cuando se crea la Sociedad de Accionistas para construir una sala teatral -antes sólo existía la vieja Casa de Comedias-, hasta que en los trabajos actuales seque la última mano de pintura o la última moldura sea ajustada, el Solís no ha dejado de ser imaginado, agrandado, reparado, "aggiornado", reciclado... y discutido. Cuántos pases. La sociedad fundadora encargó primero el proyecto al italiano Carlo Zucchi, después a Francisco Javier de Garmendia -adaptando el proyecto del primero-, la Guerra Grande interrumpe los trabajos en 1843, que se reanudan en 1851. Inaugurado, sin sus alas laterales, el 25 de agosto de 1856 con la ópera Ernani, el estoico Solís tuvo obras adentro y al costado prácticamente durante toda su vida. En 1869 y 1874 el arquitecto francés Victor Rabu erige los dos cuerpos laterales, en 1881 se cambió el techo de madera por otro de estructura metálica, en 1881 se ensancha el escenario, en 1905 y 1910 se renueva la decoración y se realizan obras de mantenimiento. Desde que en 1937 el teatro pasa a ser de propiedad municipal, se suceden distintas intervenciones destinadas a aumentar su comodidad y seguridad, en 1965 se cambian las butacas… Y también desde su nacimiento, hay además como un sello de desmesura en el teatro Solís. Tiene ese sello la misma idea de un gran teatro en una capital-aldea de sólo 40 mil habitantes. Guardar durante el largo conflicto -como recuerdan las crónicas- un montón de materiales llegados de Europa, como "madera siberiana para la estructura, columnas y capiteles de mármol italiano y pizarras para el techo". Hay que imaginarse a estos notables -Antonio Rius, Luis Lamas, Juan Benito Blanco, entre otros- afanados por tal cautela en medio de los sacudones bélicos que preparaban la artillería -las divisas- para el sangriento siglo XIX. Y por apresurarse a continuar las obras apenas hecha la paz, cuando probablemente más de algún ciudadano calculara que, en posguerra de guerra tan larga, otros emprendimientos hubieran sido más urgentes. Quizá tuvieron en cuenta, los notables que se empeñaron en tamaña empresa, una frase incluida en la memoria que acompañó los planos del teatro, firmada por Garmendia, fechada en agosto de 1841: "Sin embargo, el pueblo acostumbrado a las dulces emociones que le proporcionaba el teatro, no pudo acostumbrarse a verse privado de él". Esas dos características, el proceso permanente y la desmesura, también parecen acompañar la última gran intervención del Solís, desde su cierre en 1998. Un incendio en el sector vestuarios fue la señal de alarma sobre la urgencia de meterle mano a algo que quienes trajinaban y vivían diariamente el teatro venían avisando desde hace tiempo. El gran teatro uruguayo y montevideano por antonomasia, no daba más. Como lega en menesteres teatrales o musicales, la única vez que metí mi nariz en el Solís (el de antes) por dentro fue durante el rodaje del filme Transatlántico, de Christine Laurent, que incluía una escena allí. Recuerdo mi claustrofóbico pavor ante el dédalo de cuartos y cuartitos donde técnicos y actores se movían con soltura, esquivando cables, adminículos, desvíos, escalones y escaloncitos. El teatro parecía cumplir todas y cada una de las condiciones ligadas a la tradición fantasmagórica asociada a su estirpe, una antigüedad con sombras no sólo físicas. El Solís se cerró, y comenzó una historia que saltó muchas veces a la prensa, comprendiendo quejas o alientos de los que se sintieron más involucrados, carteles y firmas importantes que aparecían y podían desaparecer sin que fuera de los ámbitos municipales o de la Comisión del Patrimonio pudieran entenderse ni los porqués ni lo que estaba pasando con el Solís. Los plazos cambiaban y se discutían, con o sin conocimiento de causa. El estudio del Solís, la profundización de la investigación sobre su estructura y redes eléctricas y sanitarias llevó más tiempo del que se había pensado. Al comenzar a desnudar el gigante se encontraron las pistas de un deterioro amenazante: "Los muros del edificio presentan un estado de fisuración generalizada y hay evidencias de que aun en forma lenta, existen movimientos en los mismos. (…) Existen zonas, especialmente en el ala sobre la calle Juncal, donde la parte inferior de algunos muros, y sus cimientos, perdieron casi completamente su capacidad de soporte, mostrándose totalmente pulvurulentos (...) en cuanto a los entrepisos con tirantería de madera ('a la porteña'), se detectaron situaciones de precolapso (derrumbe inminente)". Éstas son algunas de las frases contenidas en la descripción general que sobre la estructura física del Solís hizo el ingeniero Rómulo Bertiz, en agosto de 1999. Las que se hacen sobre la instalación eléctrica, de aire caliente, ventilación y desagües no muestran un panorama mucho mejor. Durante ese proceso, que en lo institucional estaba presidido por los nombres de dos arquitectos uruguayos, Pascual y Farina, y una suerte de experto asesor patrimonial italiano, Lionello Puppi, los rumores e interpretaciones arreciaron. Faltó, para ese inquieto ente llamado opinión pública -que es tan difícil de definir, pero que existe-, una memoria clara y transparente sobre los entretelones de un proceso que duró tanto y que implica tanta esperanza y tanto dinero. Si en esos entretelones hay, como es dable suponer, errores, marchas y contramarchas, nunca serán peores que los que el runrun espontáneo -y a veces no espontáneo e interesadamente atizado- pudo crear. Quizá, algún día, llegue. LA TRANSFORMACIÓN En una visita guiada realizada hace un par de años fuimos introducidos, por la parte posterior, a un hueco gigantesco que daba escalofríos: allí había estado el escenario, allí estaría el nuevo escenario. El teatro desnudo se curvaba por encima, amenazante. En una visita particular hecha hace pocas semanas, todo había cambiado. En la oficina instalada en el ala izquierda un gran calendario señalaba: faltan 104 días. Ahora faltan menos. El ritmo de trabajo es febril, comandado por el nervio inagotable de la arquitecta Eneida de León, la misma que dirigió las obras de la sala Zitarrosa. Se sabe de memoria -armando un embrollo considerable en la cabeza del pobre escucha no empapado en el asunto- tiempos y costos, lo que hubo que importar y lo que se consiguió bravamente aquí, o más cerca de donde se decía que tal cosa tenía que venir, cuántos metros de acá se ganaron y cómo, o por qué de las tres molduras en dorado puestas de muestra se eligió la del medio. El teatro es ya el teatro. El bienamado monstruo escénico asoma su viejo nuevo corpacho entre tablas, cables, andamios y cabezas con casco trajinando por todas partes. Ese cuerpo teatral es más amplio aunque no más grande, ordenado, con tremendo escenario de 748 metros cuadrados donde la maquinaria escénica será acorde a los tecnológicos tiempos que corren. 41 equipos motorizados, se informa, y "un nuevo telón cortafuego, montacargas y ascensores de escena, pisos desmontables, accesos directos desde el exterior para introducir escenografías de dimensiones importantes". Nuevo también el foso de la orquesta, y con plataforma móvil, iluminación y audio, telones, bambalinas y accesorios, todos nuevísimos. Se quedan los palcos de la platea, más seis en las dos tertulias, la cazuela y el paraíso (ese del que salí en pose de estatua egipcia cuando fui a ver un impresionante ballet ruso, allá en los curiosos años sesenta), que ahora tendrá asientos altos. 1.250 butacas en total, con sus palcos oficiales en ambas tertulias, y las cabinas de iluminación y audio en la mitad de la cazuela. Rampas y ascensores permitirán que las personas con impedimentos físicos accedan normalmente al teatro, y el viejo vestíbulo, remozado, se integra con los espacios laterales de las escaleras de acceso. Los muros que las acompañan, los corredores en cada piso y el que en el subsuelo abarca todo el metraje del frente, ofrecen abundante espacio para la instalación de exposiciones o para alojar al mismo Museo del Teatro -tan reclamado por buena parte del ambiente teatral, que pide para su instalación el sector donde estuvo El Águila- en cercanía inevitable con el público. "En total en el recorrido por las escaleras quedan 50 espacios en las paredes de 1,50 de ancho por 1,90 de altura iluminados con dicroicas", informa Eneida. Es una solución posible para el requerido museo, porque el dinero no alcanza para recomponer esa ala izquierda. La idea de instalar allí, además de un futuro restaurante, cines con acceso por Juncal, fue la solución pensada para que esa refacción fuera financiada -y explotada- por el sector privado. (Idea por ahora en conserva, ya que no hubo ofertas en la correspondiente licitación). El destino de la otra ala en cambio está decidido. Allí funcionarán una sala polivalente de artes escénicas (que se remite a la vieja Zavala Muniz), el archivo, un centro de documentación y un espacio para relacionamiento interactivo con el público, además de las salas de ensayo para la Comedia Nacional y para la Filarmónica y algunos espacios menores para solistas o lectores. Ese volumen que se ve al costado, sobre Juncal y Reconquista, destinado a servicios para el teatro, se propone en su exterior como escenario alternativo y abierto -siempre que lo permitan los vientos que vienen desde la rambla sur. Casi seis años y 14 millones de dólares después, el Solís parece llegar a un presente a la vez patrimonial y moderno, culminando -por ahora- su destino de cambio y de desmesura. |
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