Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
14 de junio del 2004


De monjas y elecciones


Italo Calvino
Fragmento de La jornada de un interventor electoral


Los últimos votos que quedaban por recoger eran de monjas que no podían abandonar la cama. Los interventores avanzaban por largos dormitorios, entre hileras de doseles con cortinas blancas, dispuestas sobre algunas camas enmarcando a una vieja monja apoyada en las almohadas, que asomaba de las colchas vestida y acicalada de punto en blanco, hasta con el ala fresca de almidón de la toca. La arquitectura conventual (quizá de mediados del siglo pasado, pero como intemporal), el mobiliario, los hábitos, hacían un efecto que debía de ser el mismo en un monasterio del diecisiete. Sin duda, en un sitio de esta clase, Amerigo era la primera vez que ponía los pies. Y en estos casos, alguien como él -entre el atractivo histórico, el esteticismo, el recuerdo de libros famosos, el interés (propio de los revolucionarios) en cómo las instituciones modelan el rostro y el alma de las civilizaciones-, era capaz de dejarse llevar por un repentino entusiasmo hacia el dormitorio de las monjas, y casi dejarse caer presa de la envidia, en nombre de las sociedades futuras, por una imagen que, como esta hilera de doseles blancos, encerrase tantas cosas: sentido práctico, represión, calma, autoridad, exactitud, absurdo.

En cambio, nada. Había atravesado un mundo que rechazaba la forma, y al hallarse ahora en medio de esta armonía casi fuera del mundo, se daba cuenta de que no le importaba. Era otra cosa lo que trataba de fijar ahora, no las imágenes del pasado y del futuro. El pasado (justamente por el hecho de tener una imagen tan perfecta en la que no cabía pensar en cambiar nada, como en este dormitorio) le parecía una inmensa trampa. Y el futuro, cuando del mismo se construye una imagen (es decir, si se incluye en el pasado), también él se convierte en una trampa.

Aquí la votación marchaba más deprisa. Se dejaban las papeletas en una bandeja, sobre las rodillas de la monja sentada en la cama, se echaban las cortinas blancas del dosel, «¿ha votado, hermana?», se levantaban las cortinas, se ponían las papeletas en la caja. La abertura del alto lecho estaba ocupada por la montaña de almohadas y por la persona de la venerable anciana, bajo el gran pectoral blanco, con las alas de la toca que llegaban al techo del dosel. Esperando detrás de la cortina, presidente, adjunto e interventores parecían más pequeños.

«Somos como Caperucita Roja visitando a su abuelita enferma -pensó Amerigo-. Cuando alcemos la cortina, tal vez no encontraremos a la abuela, sino al lobo.» Y luego: «Toda abuela enferma es siempre un lobo».



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto