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La insignia
14 de junio del 2004


Los derechos humanos


Albert Einstein


Se han reunido ustedes hoy para dedicar su preocupación al problema de los derechos humanos; y han resuelto ofrecerme un premio con tal motivo. Cuando me enteré del hecho, me deprimió un poco tal decisión. ¿En qué desdichada situación, pensé, se encuentra una comunidad para no encontrar un candidato más adecuado a quien conceder esta distinción?

Durante una larga vida he dedicado todos mis esfuerzos a fin de lograr una concepción algo más profunda de la estructura de la realidad física. Nunca he realizado trabajo sistemático alguno para mejorar la suerte de los hombres, para combatir la injusticia y la represión y mejorar las formas tradicionales de las relaciones humanas.

Sólo lo hice con largos intervalos; expresé mi opinión sobre cuestiones públicas siempre que me parecieron desgraciadas y negativas, es decir cuando el silencio me habría obligado a sentirme culpable de complicidad.

La existencia y la validez de los derechos humanos no están escritos en las estrellas. Los ideales sobre la conducta mutua de los seres humanos y la organización más acorde de la comunidad, los concibieron y enseñaron individuos ilustres a lo largo de toda la historia. Estos ideales y creencias derivados de la experiencia histórica, el anhelo de belleza y armonía fueron aceptados muy pronto por el hombre... y pisoteados siempre por la misma gente impulsada por la presión de sus instintos animales. Una gran parte de la historia exhibe la lucha en favor de esos derechos humanos, una lucha eterna en que la que no se producirá nunca una victoria decisiva. Sin embargo, desfallecer en esta tarea significaría el hundimiento de la sociedad.

Al hablar ahora de los derechos humanos nos referimos en especial a los siguientes derechos esenciales: protección del individuo contra la usurpación arbitraria de sus derechos por parte de otros, o por el gobierno; derecho a trabajar y a percibir ingresos justos por su labor; libertad de enseñanza y de discusión; participación adecuada del individuo en la formación de su gobierno. Estos derechos humanos se reconocen hoy de manera teórica; sin embargo, mediante el uso frecuente de maniobras legales y formalismos resultan violados en medida mayor todavía que hace una generación. Existe, además, otro derecho humano, que pocas veces se menciona, aunque está destinado a ser muy importante: es el derecho, o el deber, que posee el ciudadano de no cooperar en actividades que considere erróneas o dañinas. En este sentido tiene que ocupar un lugar excepcional la negativa a prestar el servicio militar. He conocido personas de gran fortaleza moral e integridad que por ese motivo han entrado en conflicto con los órganos del Estado. El juicio de Núrenberg contra los criminales de guerra alemanes se basaba tácticamente en el reconocimiento de este principio: no pueden excusarse los actos criminales aun cuando se cometan por orden de un gobierno. La conciencia está por encima de la autoridad de la ley del Estado.

La lucha de nuestro tiempo se basa, sobre todo, en torno a la libertad de ideas políticas y a la libertad de discusión, así como a la libertad de investigación y de enseñanza. El temor al comunismo ha conducido a prácticas que son ya incomprensibles para el resto de la humanidad civilizada y que exponen a nuestro país al ridículo. ¿Hasta cuándo toleraremos que políticos, empujados por la sensualidad del poder, pretendan obtener ventajas electoralistas de modo tan poco digno? Hasta parece que la gente ha perdido su sentido del humor al extremo de que ese adagio francés, «el ridículo mata», ya ha dejado de tener validez.



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