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La insignia
12 de junio del 2004


Con las mejores intenciones


Rosalba Oxandabarat
Brecha. Uruguay, junio del 2004.


Hay algo que cae bien y algo que cae mal, en el hoy muy extendido sistema de control del lenguaje conocido como "corrección política". Quitarle el sentido peyorativo a un montón de palabras de nuestro idioma, conocido por su infinita creatividad a la hora de insultar: vale, como dirían los habitantes del lugar donde tal idioma nació. Lo que suena un poco peor es lo que vino casi enseguida; si nombro "bien" algún personaje o fenómeno que pueda resultar inquietante, turbador o chocante -o que refleje miedos bien enquistados en la conciencia o por debajo de ella-, entonces ese personaje o fenómeno deja de ser (inquietante, turbador o chocante). Digámoslo "bien", y olvidemos el asunto -que sigue allí-. Entre la buena educación aliada a la delicadeza -imprescindibles en cualquier cultura de la tolerancia- y el disfraz de lo que realmente ocurre en la mente de las personas, quedó un terreno ambiguo en el que no es posible avanzar.

Además, como sucede en tantos otros ámbitos en que entra a tallar la comunicación, por un lado se subió medio mundo al carro -y el medio de ese medio sin pensarlo mucho-, y por otro el asunto engordó tanto que se terminó por transformar en denigrantes unos cuantos términos que sólo eran descriptivos -sepultando así en los más vergonzantes abismos discriminativos a cualquiera que hablase sin pensar mucho-. Como contrapartida, hay todo un nuevo lenguaje, que salta de los medios a la gente, que corrige en las palabras y por medio de ellas aquello que puede ser entendido como carencias (físicas, por ejemplo) o que en algún contexto histórico determinado pudo tener alguna carga peyorativa. Lenguaje que generó enseguida una verdadera policía del hablar que vuelve peligroso todo lo espontáneo. En una emisión reciente de las tertulias del programa En perspectiva de radio El Espectador, por ejemplo, un verdadero aluvión de mails y llamadas telefónicas cayó sobre Mauricio Rosencof por haber dicho "el 'Sordo' González", que es como todo el mundo conoce en el medio periodístico al politólogo en cuestión. Sordo es quien no oye o tiene dificultades para oír. ¿Por qué sería un insulto? Ciego, cojo, manco, bizco y demás también son insultos (guárdese algún profesor de literatura de mencionar al "Manco" de Lepanto). También petizo o gordo, pero en cambio flaco o flaca no molestan, lo cual habla de las virtudes destiladas desde la moda hacia el lenguaje. "Personas con sobrepeso", hay que decir, ¿incluso de las musas de Botero? Excelente camino para que se haga verdad el universo, ese sí atentatorio contra la dignidad y la diversidad humanas, de Los últimos vermicellis. Viejo o vieja también quedan mal -aunque nadie diría de su padre "mi progenitor en la tercera edad" o "mi papá adulto mayor"- y, como en el caso de gordos-mal/flacos-bien, revela la influencia de una moda que ha dejado de ser circunstancial para volverse esencial: viejo sólo es un insulto en un mundo que tiene la juventud como paradigma excluyente. La corrección política en estos casos se muerde la cola.

Cuando la corrección política se aplica a cuestiones que tienen que ver con la sexualidad -y es en uno de los temas en que más fervorosamente se aplica- ha servido tanto para hacer retroceder términos insultantes (bien por ella) como para velar, disimular y posponer reflexiones y miradas que intenten, al menos, acercarse a la raíz. A la raíz de por qué, justamente, así han sido nombradas. La sexualidad humana es, por definición, asunto muy complejo, puesto que atañe al cuerpo y a la mente, a los instintos y a la imaginación. Placer, delirio, dolor, pasión, reticencia, entrega, poder y una suma incalculable de miedos; son tantas las cosas que allí se juegan, que buena parte del arte sería inexplicable sin ella. La corrección política no vela la cuestión sexual -al contrario- pero la pone presentable, normalita, simplecita. De haber sido políticamente correctos los antiguos griegos -que al parecer eran en materia sexual mucho más manga ancha que los hijos del judaísmo y el cristianismo- nos habríamos quedado, por ejemplo, sin tragedia. Qué decir de Shakespeare, ese maldito revelador de abismos. Un ejemplo, espinoso como cualquier ejemplo en este terreno (y hay varios). Cuando al referirse a las prostitutas, se dice "trabajadoras sexuales" no se está diciendo una mentira. Lo son, por supuesto; hacen un trabajo y cobran. Pero en esa automática dignificación del oficio por la palabra se disimula de un plumazo las connotaciones oscuras que la prostitución, en tanto venta de sexo, tiene desde siempre. ¿O no? ¿Es, para quien la ejerce y para quien paga por ese ejercicio, lo mismo que limarle las uñas o sacarle una muela a alguien y recibir su paga por ello? Entonces ha dejado de ser el sexo uno de los asuntos más complicados y problemáticos en la psiquis humana, en la conformación de un imaginario con su inevitable sesgo de representación y de poder, en las relaciones entre personas, en los derechos (des)iguales de hombres y mujeres. Si sucedió eso, ¿cómo no nos avisaron? Porque por lo que se sabe, la situación de las prostitutas no ha mejorado de manera proporcional a la forma en que son llamadas. Ni que los miedos y suspicacias en torno al "oficio más viejo del mundo" hayan retrocedido. Pero cambiando el cómo, es más fácil olvidar o disimular el qué.

Seguro que las palabras ni son inocentes ni viven desprendidas de su historia ni de la historia. Para los nazis "judío" era un insulto, pero los judíos de todo el mundo no tuvieron siquiera la tentación de aceptar que esto fuera así; se siguen llamando, orgullosamente, judíos: lo contrario hubiera sido reconocer al enemigo alguna forma de la razón. En cambio, los negros -que entre ellos se llaman negro o negra sin ningún problema- optaron masivamente por el término afro, seguido del patronímico del país del que provengan, reconociendo implícitamente que la palabra "negro", pronunciada por quien no lo es, constituye un insulto. (Lejos parece quedar aquel "black is beautiful" que acuñaron los militantes de los derechos civiles en los Estados Unidos de los años sesenta.) Con lo cual se logró que por bueno que para algunos resulte el cambio, los pertenecientes a este grupo quedan discriminados por la positiva: son los únicos que apelan al origen ancestral, en un país de formación aluvional donde nadie se llama a sí mismo vasco-uruguayo, ítalo-uruguayo, anglo-uruguayo o lo que sea.

Pero sí, cada cambio de éstos -y las resistencias a los mismos- tiene una historia. Y no son iguales, ni siquiera equivalentes, de ahí que la corrección política asumida "en bloque" termine en una suerte de chaleco de fuerza.

Es cierto, esa aceptación en bloque parte siempre de las mejores intenciones. Estamos así todos educaditos, correctísimos, en cualquier asunto público, y dejamos para entre casa o para el corredor hablar como sentimos. Queda el terreno de la espontaneidad, que siempre revela alguna forma de la verdad -aunque sea por reflejo distorsionado-, en manos de un curioso grupo de rebeldes ante las formas, que no ante el fondo. Y esa espontaneidad atrae, por saturación ante el ritual de correcciones destinado a la veladura institucional de todo lo que inquieta. No cuesta mucho, gracias a esa atracción, hacer pasar gato por liebre. Tremendo garrón que la llamada intelectualidad de izquierda ha dejado, modosamente, para que la rebeldía -¡la rebeldía!- cambie así nomás de lugar.



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