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La insignia
13 de julio del 2004


Parte III

Edipo rey


Sófocles


Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Le acompaña un niño.

Corifeo: Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.

Edipo: ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.

Tiresias: ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí.

Edipo: ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!

Tiresias: Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso.

Edipo: No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio.

Tiresias: Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo...!

(Hace ademán de retirarse.)

Edipo: No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.

Tiresias: Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas.

Edipo: ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad?

Tiresias: Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.

Edipo: ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible?

Tiresias: Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras.

Edipo: ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad?

Tiresias: Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio.

Edipo: Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar.

Tiresias: No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta.

Edipo: Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.

Tiresias: ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.

Edipo: ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?

Tiresias: Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.

Edipo: ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede.

Tiresias: Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.

Edipo: ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.

Tiresias: ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable?

Edipo: No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo.

Tiresias: Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.

Edipo: No dirás impunemente dos veces estos insultos.

Tiresias: En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más?

Edipo: Di cuanto gustes, que en vano será dicho.

Tiresias: Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.

Edipo: ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto?

Tiresias: Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.

Edipo: Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista.

Tiresias: Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.

Edipo: Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca.

Tiresias: No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.

Edipo: ¿Esta invención es de Creonte o tuya?

Tiresias: Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.

Edipo: ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en ustedes, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible?
¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendrán que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.

Corifeo: Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.

Tiresias: Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida.
¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.

Edipo: ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?

Tiresias: No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.

Edipo: No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.

Tiresias: Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.

Edipo: ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?

Tiresias: Este día te engendrará y te destruirá.

Edipo: ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!

Tiresias: ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?

Edipo: Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.

Tiresias: Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.

Edipo: Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.

Tiresias: En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.

Edipo: Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.

Tiresias: Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.

(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)

Coro:

(Estrofa I)
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el momento para que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.

(Antistrofa I)
No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.

(Estrofa II)
De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.

(Antistrofa II)
Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría patentes los reproches.
Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad.



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