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La insignia
9 de febrero del 2004


Acto cuarto, escena I

Ricardo III


William Shakespeare
Transcripción para La Insignia: C.B.


Acto cuarto
Escena I

(Londres. Ante la Torre)

Entran -por un lado- la Reina Isabel, la Duquesa de York y Dorset; -y por el otro lado- Ana, Duquesa de Gloucester, llevando de la mano a Lady Margarita Plantagenet, hija pequeña de Clarence.

Duquesa (de York): ¿A quién encontramos aquí? ¿Mi sobrina Plantagenet, llevada de la mano por su cariñosa tía Gloucester? Ea, por vida mía, se encamina a la Torre, con el cariño del corazón puro, a saludar a los principitos. ¡Bien hallada, hija!

Ana: ¡Dios dé a Vuestras Altezas un día feliz y dichoso!

Isabel: ¡Igualmente a ti, buena hermana! ¿Adónde vas?

Ana: Sólo a la Torre, y, según supongo, por la misma devoción que vosotras; a saludar allí a los nobles príncipes.

Isabel: Amable hermana, gracias: entraremos todas juntas; y, en buena hora, allí viene el lugarteniente. (Entra Brakenbury)
Señor lugarteniente, con vuestra licencia, ¿cómo están el Príncipe y mi hijito York?

Brakenbury: Muy bien, querida señora. Pero tened paciencia: no puedo dejaros que les visitéis; el Rey ha dado órdenes en contra.

Isabel: ¡El Rey! ¿Quién es?

Brakenbury: Quiero decir, el señor Protector.

Isabel: ¡El Señor nos proteja de que el Protector llegue a tener tal título real! ¿Ha puesto límites entre el cariño de ellos y yo? Soy su madre: ¿quién me impedirá el paso a ellos?

Duquesa: Yo soy la madre de su padre: quiero verles.

Ana: Soy su tía en parentesco y su madre en cariño: traedles ante mi vista; te echaré la culpa y te haré quitar el cargo, por mi cuenta.

Brakenbury: No, señora, no, no puedo dejarlo así: estoy sujeto por juramento, así que perdonadme.

(Se va y entra Stanley)

Stanley: Señoras, si os encuentro dentro de una hora, saludaré a Vuestra Alteza de York como madre y respetada cuidadora de dos reinas. (A la Duquesa de Gloucester.) Vamos, señora, debéis ir derecha a Westminster, para ser coronada allí como Reina, esposa de Ricardo.

Isabel: ¡Ah, rompedme mis encajes para que mi corazón aprisionado tenga sitio para latir, o si no me desmayaré ante estas noticias asesinas!

Ana: ¡Cruel aviso! ¡Oh, noticias desagradables!

Dorset: Tened buen ánimo: madre, ¿cómo está Vuestra Alteza?

Isabel: ¡Ah, Dorset, no me hables, vete de aquí! La muerte y la destrucción te muerden los talones: el nombre de tu madre es fatídico para los hijos. Si quieres escapar de la muerte, vete y cruza los mares, y vive con Richmond, fuera del alcance del infierno: vete, escóndete de este matadero, para que no aumentes el número de muertos, y me hagas morir esclava de la maldición de Margarita.

Stanley: Vuestro consejo, señora, está lleno de prudente preocupación. Tomad toda la veloz ventaja de las horas: recibiréis cartas mías para mi hijo, a favor vuestro, para que os salga a recibir; no os demoréis con imprudente dilación.

Duquesa: ¡Ah viento de desgracia, que esparce males! ¡Ah, mi vientre maldito, lecho de la muerte! Has echado al mundo un basilisco, cuya mirada inevitable es asesina.

Stanley: Vamos, señora, vamos: me han mandado a toda prisa.

Ana: Y yo iré sin ninguna gana. ¡Ah, si quisiera Dios que el cerco redondo de metal dorado que debe ceñir mi frente fuera acera al rojo, para cauterizarme hasta los sesos! Me ungirán con veneno mortal, y moriré antes que nadie pueda decir: "¡Dios salve a la Reina!"

Isabel: Ve, ve, pobrecilla; no envidio tu gloria; no te deseo ningún daño para alimentar mi humor.

Ana: ¡No! ¿Por qué? Cuando el que es hoy mi marido se me acercó, mientras yo seguía el cadáver de Enrique; cuando apenas me había acabado de lavar de las manos la sangre que salía de aquel ángel de mi otro marido, ese santo muerto que yo seguía llorando; ah, se fue: "¡Sé maldito, por hacerme, aún tan joven, una viuda maldita! ¡Y cuando te cases, que la tristeza acose tu lecho; y que tu esposa, si alguien es tan loca como para serlo, tenga más miseria con tu vida que la que me has dado con la muerte de mi amado señor!" Y mira, antes que pudiera repetir esa maldición, aun en tan poco tiempo, mi corazón de mujer se dejó cautivar torpemente por sus palabras de miel, y resultó ser la víctima de la maldición de mi propia alma, que desde entonces ha alejado siempre el descanso de mis ojos; pues, jamás, ni una sola hora, he disfrutado en su cama del dorado rocío del sueño, sin que me despertaran terribles pesadillas. Además, me odia por mi padre Warwick: y, sin duda, quiere suprimirme pronto.

Isabel: ¡Adiós, pobre corazón! Compadezco tus penas.

Ana: No más de lo que yo lamento las tuyas desde mi alma.

Dorset: ¡Adiós, tú que recibes la gloria con pena!

Duquesa: (A Dorset) Vete a Richmond, y que la buena suerte te acompañe. (A Ana) Vete con Ricardo y que los ángeles buenos te ayuden. (A Isabel) Ve a ponerte en sagrado, y que los buenos pensamientos te llenen. ¡Yo, a mi tumba, donde la paz y el descanso yazgan conmigo! Más de ochenta años de tristeza he visto, y cada hora de gozo, destruida por una semana de dolor.

Isabel: Espera aún, vuelve conmigo la mirada hacia la Torre. ¡Viejas piedras, tened piedad de esos tiernos niños a quienes el odio ha emparedado entre vuestros muros! Dura cuna para tan lindos niñitos; dura nodriza áspera, vieja y malhumorada compañera de juegos para príncipes tiernos, ¡trata bien a mis niños! Así la necia tristeza se despide de vuestras piedras.

(Se van)



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