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La insignia
27 de enero del 2004


Las viejas películas de ayer


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, enero del 2004.


Hace pocos días se ha anunciado oficialmente la muerte de las películas que desde finales del siglo XIX sirvieron primero para la fotografía, y luego para el cine, algo que viene a aumentar nuestra carga de nostalgias por un mundo que una vez fue tan moderno, y que hoy se deshace sin remedio para dar paso a una nueva vida de la civilización, como cualquier materia orgánica perecedera. Película, celuloide, negativo, revelado, cuarto oscuro, pasarán pronto al diccionario de términos en desuso. ¿Se seguirá diciendo todavía "vamos a ver una película", ahora que las salas de cine se valen ya de discos digitales para la proyección?

La película flexible de celuloide fue un invento de escasa utilidad al principio, porque las cámaras tenían que ser cargadas y descargadas en la propia fábrica, adonde debían enviarse cada vez por correo, hasta que la aparición en 1894 del carrete con el rollo de película, convirtió a la cámara de instantáneas en uno de los inventos de mayor consumo popular en toda la historia. El alma comenzó a ser atrapada de manera masiva en las fotos.

Siempre me ha fascinado la idea de que en el siglo en que apareció la cámara fotográfica, un siglo de grandes invenciones producto del empuje de la era industrial, esas invenciones fueron demasiados pocos si se les compara con la avalancha del siglo XX. Para Orlando, el personaje de Virginia Wolf que tiene el poder de atravesar las épocas a través del tiempo, el ferrocarril que corre por las praderas de Inglaterra arrastrado por el fragor de la locomotora de chimenea, es el gran parte aguas de la civilización. Qué tan poco nos parece ahora.

Para mi generación, la de la mitad del siglo XX, las invenciones se volvieron marcas demasiado precarias para fijarlas como definitivas en nuestras vidas, al sucederse unas a otras en formidable desconcierto. La pequeña cámara instantánea de plástico, con su pequeño ojo sencillo, compañera de nuestra infancia, se volvería luego desechable, y hemos visto llegar, casi sin sorpresa, la cámara digital que ha destronado a la cámara de película, como los viejos discos de acetato fueron hace tiempo destronados por los discos digitales, que también tienen los días contados. Y qué precario fue el reinado de las cintas de video.

Es una generación que conoció aún los teléfonos de manivela y el telégrafo de hilos, sobre todo aquellos que nacimos en pequeños poblados casi rurales, y que ha pasado de manera fugaz por encima de los teléfonos automáticos de disco, a los teléfonos de tecla y de allí a la invasión de los teléfonos celulares. En Nicaragua, un país que acaba de ser inscrito oficialmente en la lista de los más pobres de la tierra, un beneficio que no queda sino celebrar porque lleva consigo el perdón del grueso de nuestra deuda externa, hay ya medio millón de teléfonos celulares, y dentro de pocos años serán un millón, uno por cada cuatro habitantes.

En los umbrales de este siglo XXI, que promete ser más acelerado en cuanto a invenciones y descubrimientos que los dos anteriores, porque la progresión es geométrica, ya habrá poco que pueda asombrar a los de mi generación, porque el futuro está casi previsto en cuanto a las novedades que nos tocará ver.

Desaparecen frente a nuestros ojos los aparatos de televisión -¿hubo alguna vez televisión en blanco y negro?- para ser sustituidos por monitores planos que pronto podrán colgarse de las paredes como espejos, y aún la misma televisión, tal como ahora la conocemos, pasará a hacerse una sola carne digital con la Internet, que se tragará también a la radio y al cine, como se está tragando ya a las viejas oficinas de correo. ¿Alguien envía todavía cartas por correo, ya no se diga telegramas? Adiós a los carteros y a los mensajeros portadores de telegramas.

Ninguna otra revolución tecnológica ha modificado los sistemas de vida como la revolución digital. Cuando hace siglos comenzó a moverse la imprenta, ésa fue entonces la primera gran revolución de las comunicaciones, sacar los libros de los conventos, donde los monjes los hacían a mano, y volver la lectura un asunto masivo, y por tanto, vulgar y subversivo. Pero la imprenta nunca pudo ser tan totalizadora como la cibernética. En un solo puño electrónico está hoy todo, y del mismo sistema único van a depender cada vez más nuestras vidas.

Comunicarse de voz, por imagen o por escrito, escribir cartas y escribir libros, oír música, ver películas, comprar y vender, pagar cuentas y prestar dinero, reservar boletos de espectáculos y boletos de avión, archivar toda nuestra memoria personal, buscar datos y obtener información, asistir a clases, opinar y votar, son algunos de los pocos indicios de lo que un día será el todo que regirá de manera implacable nuestros destinos. Ya los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, en proceso de deportación, llevan un grillete electrónico al tobillo, y un gran cerebro digital vigila sus pasos. Nadie puede escaparse del ojo invisible.

Ya no cuesta adaptarse al futuro. Alguien salió a ver con asombro un día el paso novedoso de los trenes, que hacían huir a galope tendido a los caballos ante su fragor, o el paso de los aviones a propulsión con su dilatada estela en el cielo lejano. Hoy las novedades son tantas que cuesta asombrarse, y el futuro queda rápidamente atrás cada día, como materia del viejo pasado.


Masatepe, enero del 2004.



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