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La insignia
10 de enero del 2004


Cita en Las Vegas


Mario Roberto Morales
La Insignia*. Guatemala, enero del 2004.


En noviembre pasado recibí un mensaje electrónico de mi amigo de la infancia, Pancho Léon. Al leerlo se me agolparon los recuerdos, en especial el del día en que ambos decidimos raparnos la cabeza para cambiarnos de peinado y estar a la moda sesentera. Lo hicimos juntos para evitar ser la burla de los demás. Al día siguiente de que llegamos pelones al colegio, Enio, otro compañero de aula, también se presentó a clases como bola de billar. Durante años dimos a Pancho por muerto. El rumor cundió. Pero ahora resultaba que estaba vivo y me proponía vernos para el Año Nuevo en Las Vegas. Él vive en Los Ángeles y yo estaba en Tampa. Le di el teléfono de Enio, que también vive en Los Ángeles y a quien Pancho tampoco había vuelto a ver desde 1965, cuando nos graduamos de bachilleres en el colegio Inglés-Americano, así que fijamos el 30 de diciembre como el día del reencuentro.

A quien no le interese ni siquiera por razones de análisis el espectáculo frívolo, banal y vulgarmente ostentoso, ni el fallido simulacro de sofisticación del nuevo rico, no debería ir a Las Vegas. Hay que sumergirse, por ejemplo, en el océano de máquinas tragamonedas del pasaje subterráneo que une los hoteles Bally´s y París, nadar en el estruendo de las máquinas y los gritos de los trasnochados jugadores empedernidos, y mirar las nubes de un supuesto cielo de París pintadas en un techo cóncavo sobre el que se yerguen réplicas enanas de la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo, para poder aceptar que uno es parte de una aplastante puesta en escena en la que el público se confunde con los actores. Vestido con una bata blanca, Pancho me vio entrar al sauna del Hotel París y su reacción fue decirles riéndose a los empleados que yo había aumentado de estatura. Nos abrazamos y, al verlo, no pude dejar de pensar que la rapada de la adolescencia no le había surtido efecto pues su pelo rebelde (ahora blanco como el mío) aún se levantaba en todas direcciones como la corona de la Estatua de la Libertad.

Pancho creyó que yo era un izquierdista infantil de esos que llaman "odio de clase" a una amargura neurótica de niñez conflictiva y que por eso se venden al mejor postor ahora que se sienten derrotados nada menos que por la Historia (con mayúscula), y yo creí que él era un empresario de cerrada mentalidad neoliberal debido a su éxito en los negocios. Pero luego de dos días de pláticas intensas, ambos empezamos a destruir poco a poco los estereotipos que teníamos el uno del otro.

Manejando en compañía de Enio y su esposa, Blanca, de Las Vegas a Los Ángeles el 1 de enero, el desierto de Nevada me absorbió y evoqué las imágenes del Cirque du Soleil y de Jubilee (que había visto las noches anteriores), las de los fuegos artificiales del Año Nuevo desde mi habitación del Hotel París, y las palabras de Rick Porter, un buen amigo de Pancho. Entonces me dije que Pancho y yo teníamos por fuerza que hablar del Mercado (también con mayúscula). Y la oportunidad se dio en Los Ángeles, el sábado 3 de enero, cuando íbamos hacia el hipódromo de Santa Anita a ver las carreras de caballos. En un intercambio apresurado de ráfagas verbales, llegamos a un punto interesante que puede plantearse así: si el futuro económico de la humanidad depende de la incesante creación de falsas necesidades a fin de que todo el mundo sea un consumidor disciplinado, y si para lograrlo es necesario que la publicidad y el mercadeo guíen la conciencia de la colectividad, ¿hacia dónde va la mente humana? ¿Hacia Columbine? Pancho dijo haberse hecho la pregunta varias veces y no tener una respuesta satisfactoria para su mente realista y nada dogmática. Yo le dije que plantearse el problema ya era bastante.

Esa mañana vimos un meteoro rayar el cielo. Por la noche, después de pasar la tarde en el hipódromo, Enio y yo evocamos algunas de nuestras gracejadas de estudiantes y hablamos de las vidas de los tres. Con Enio nos hemos comunicado siempre. Pero Pancho era para mi como un fantasma del pasado. Yo también para él. Por eso no acabo de congratularme de que un empresario exitoso y un intelectual cuya pasión es entender el funcionamiento del mundo y comprender los actos humanos, hayan coincidido en el planteo de un problema crucial para la humanidad, y redescubierto que a pesar de tan disímiles experiencias vividas, en el fondo seguimos siendo -como Enio-los mismos niños de siempre.


(*) También publicado en Siglo Veintiuno (Guatemala).



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