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La insignia
1 de enero del 2004


Razas de gente

Milagrito


Rosalba Oxandabarat
Brecha. Uruguay, enero del 2004.


Toda esta agitación y las simulaciones consecuentes -poner cara de encantado en reuniones aburridas, agradecer regalos inútiles, pagar resignadamente otros regalos inútiles- diluyen la diferencia esencial que plantean "las fiestas". Éstas. No las fiestas patrias, que de tanto redoble y discurso se suelen asociar a lo que no deberían asociarse, ni las de cumpleaños ni menos que menos las "movidas" que incitan a la agitación perpetua y por generación, sino las fiestas, a secas. O sea, Navidad, Año Nuevo y Reyes, que van quedando olvidados los pobres -no por los comerciantes- por triples, multirraciales y tardíos -es decir, por llegar cuando ya las dos efemérides anteriores secaron los bolsillos de todo el mundo- y porque en el país donde se hacen las películas no los conocen.

Las fiestas -éstas- son distintas para los que les da lo mismo, para los que no esperan nada, los sanamente escépticos frente al calendario, los solsticios, los nacimientos, y para los que, aunque puedan asumir una máscara similar a la anterior para disimular sus falencias y no hacer el bobo, se permiten esperar "algo". El clima, autoriza. La luz del verano dura mucho, el perfil humano se dulcifica, las omnipresentes estrellitas reviven pulsiones infantiloides. En Navidad nace un niño y el 1 de enero nace un año. Pueden ser convenciones, pero las convenciones de nacimiento son lindas. Tanta declinación, melancolía, decadencia y realismo merecen una contrapartida, y algunos se la otorgan. Mientras sus contrarios racionales refunfuñan ante tanta bobera, éstos se permiten, aunque sea en privado, esperar el milagrito. Aseguran que la gente amazónica, incansable inventora de metáforas a la hora de pasar al castellano, para decir ascensor dicen: "De la escalera su milagrito". Precioso, y a poco que se piense, exacto.

Auggie Wren le consiguió su milagrito a una negra vieja y ciega que esperaba a su nieto en Navidad, haciéndose pasar por él, y Paul Auster escribió la historia y Wayne Wang hizo a partir de ahí Cigarros y Tom Waits cantó una canción maravillosa. Si todos esos encuentros con ese resultado no componen un milagro, qué es un milagro. (Una preciosa edición de Sudamericana bellamente ilustrada por Isol trae ahora ese cuento de Auster y se llama así: El cuento de Navidad de Auggie Wren. Esto es publicidad no encubierta.)

Esta señora ciega tiene sus pares en infinitas partes del mundo. En Uruguay también. Un rato de alegría, comida y vino con un desconocido le devolvió a ella -o hizo como si le devolvía- la más pura alegría de su sangre. Es de sabios desconfiar -sostienen los escépticos- y tienen razón. Es de más sabios todavía dejarse engañar cuando es menester -dicen los de la raza de esa anciana solitaria-, y también tienen razón. O el gran arte y el gran amor y todas las causas que ameritan grandes batallas, esas ilusiones, no existirían.

Así que por estos días, mientras los racionales critican con razón al mundo, los otros, los parientes espirituales de la vieja negra, callada y secretamente esperan algún milagrito. El diminutivo ya habla de la modestia de las aspiraciones. Una llamada. Una buena noticia. Una esperanza. Todo lo que va a hacer la izquierda. Un regalo (por qué no).

Pero no se puede convencer a nadie, menos aquí, en el país de las sombras largas. Un milagro como la gente sería que esas sombras se acortaran o, al menos, se retiraran un poco.



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