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La insignia
21 de septiembre del 2003


Argentina

El ADN delata


Virginia Giussani
La Insignia. Argentina, septiembre del 2003.


No puedo evitar recoger el guante dejado caer por Alexis Oliva, en su nota El ADN periodístico de los dos demonios. No sólo en mi calidad de hija de Pablo Giussani, a quien se refiere tan despectivamente, sino también en mi calidad de militante en la década del setenta y libre pensadora, creo que es oportuno aclarar algunas cosas:

Pablo Giussani está muerto, por lo tanto es fácil danzar sobre su cadáver y acomodar sus reflexiones como mejor nos plazca. Está claro que para cierta izquierda iluminada Giussani es un personaje incómodo, que aún desde su tumba sigue generando enconos y odios. Eso no habla más que de la intolerancia ideológica e intelectual imposible de superar en nuestra bendita clase media.

Es lamentable que Alexis Oliva pierda la fuerza de sus reflexiones y maneje, contradictoriamente, las mismas herramientas que en su artículo pretende condenar. Es decir la objetividad periodística o la subjetividad intelectual, fascinante terreno para reflexionar en conjunto a partir de ideas motrices y no de prejuicios.

¿Cuál es el pecado inexpugnable de Giussani? ¿Haberse atrevido a escribir un libro sobre la conducta del alma revolucionaria en nuestro país? ¿O quizás haber apostado a Alfonsín en ese primer gobierno democrático tras la dictadura? Sin duda, para Oliva pesa más, ya que lo aclara explícitamente, la condición "alfonsinista" de Giussani que el debate en profundidad de sus ideas.

A modo de anécdota, creo que sería bueno aclarar que el libro Montoneros, la soberbia armada, fue pensado y escrito mucho tiempo antes del acercamiento de Giussani a Alfonsin. Nobleza obliga aclarar este punto en homenaje a mi padre. He compartido y discutido con él el andamiaje de este libro gestado durante el exilio, en muchos razonamientos coincidíamos y en otros no tanto, pero ambos sabíamos que era un libro importante, aunque no menos doloroso, para abrir un debate sobre la conducta y los objetivos de la izquierda armada en nuestro país. Ya estaba escrito antes de que se iniciara el proceso democrático en 1983, pero no quiso publicarlo durante la dictadura y prefirió hacerlo bajo un gobierno democrático. De manera que acabemos, de una vez por todas, de reducir a Pablo Giussani a simplemente un escriba de Alfonsin. Fue bastante más que eso, antes de Alfonsín y después de él.

Pero ajustémonos a la famosa "teoría de los dos demonios", tan funcional a la derecha como a la izquierda. Teoría cuya autoría, de alguna manera, también se le endilga a mi padre a partir del libro. Aquí no se trata de demonios ni de hechos satánicos, como tampoco se trata -aunque ya parezca infantil repetirlo- de equiparar en igual nivel de responsabilidades el terrorismo de estado con la conducta de un grupo armado civil. Está claro que no es así.

Está rotundamente clara la condena universal sobre el genocidio perpetrado por el régimen militar durante la dictadura. La metodología del terrorismo de estado es algo que se ha estado precisando con minuciocidad desde la caída del mismo régimen. Sin embargo, esta conducta aberrante que llegó a niveles institucionales también forma parte de un comportamiento social que no se detiene solamente en los uniformes y en la botas.

Se suele argumentar que exponer públicamente los errores cometidos por Montoneros en su lucha por el poder no hace más que crear "idiotas útiles al sistema". Los trapos sucios se lavan en familia, no hay por qué andar ventilándolos por ahí, se suele comentar en la intimidad militante. Pero ocurre que la filosofía y el ideario de este grupo armado también implicaba en sus decisiones el sendero por el cual caminaría nuestro país. Entender, en el consciente colectivo, la envergadura que significaba una revolución con las características que se planteaba Montoneros, es tan importante como haber entendido la lógica política del régimen militar. Llegar a estos niveles de comprensión de ninguna manera desvirtua el caracter monstruoso de la represión estatal para lograr sus objetivos políticos que, bien sabemos, superan largamente el argumento de "aniquilar la subversión". Como tampoco transforma a los luchadores de esa época en jóvenes inocentes o aguerridos seres aferrados a la pureza revolucionaria. Ni una cosa, ni la otra. Comprender este pasado probablemente ayude a empezar a desentrañar algunas conductas sociales que nos implican a todos, en sus errores y en sus aciertos.

¿Acaso el hecho de haber sido víctimas del genocidio invalida nuestra capacidad de respuesta, aún en aquellas cosas que duelen, como los errores cometidos? No es cuestión de curarnos las heridas entre nosotros, las propias y las ajenas, y seguir levantando la bandera de víctimas como si fuese nuestro único estandarte. Para construir una alternativa posible y creíble hacia el conjunto de la sociedad, es indispensable comprender el pasado en su totalidad a modo de evitar su repetición en el futuro. Este pasado montonero tiene tanto de entrega, generosidad y sentido del otro como nunca antes se había visto, pero también tiene de soberbia, autoritarismo y sectarismo. Sería saludable para el alma colectiva empezar a escucharnos y tratar de entendernos. Eludir ese debate histórico también le es útil al sistema.



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