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16 de septiembre del 2003 |
Un canto truncado
De Víctor Jara, un canto truncado Ediciones B. España, 1999.
Me llevó meses e incluso años ir atando cabos hasta reconstruir parte de lo que le ocurrió a Víctor durante la semana en que para mí estuvo "desaparecido". Muchas personas ni siquiera podían expresar lo que habían vivido, tenían miedo de prestar testimonio, no soportaban los recuerdos. Sometida a presiones y sufrimientos tan espantosos, la gente perdió el sentido del tiempo e incluso del día de la semana en que se produjeron los hechos. Pero gradualmente, recogiendo el testimonio de refugiados chilenos en el exilio que compartieron vicisitudes con Víctor y estuvieron con él en determinados momentos, he logrado reconstruir más o menos lo que soportó mientras yo lo esperaba en casa.
Cuando la mañana del 11 de septiembre llegó a la Plaza Italia, Víctor se enteró de que el centro de Santiago estaba acordonado por los militares, por lo que giró hacia el sur por Vicuña Mackena y luego en dirección este por la Avenida Matta, dando un amplio rodeo para llegar al campus de la Universidad Técnica, situado al otro lado de la ciudad. Vio movimiento de tanques y tropas y oyó disparos y explosiones pero logró pasar. Cuando llegó al Departamento de Comunicaciones, se enteró de que a primera hora de la mañana la radio de la universidad había sido tomada y desconectada por un contingente de hombres armados de la cercana emisora naval de la Quinta Normal. Debió de llegar a la misma hora en que estaban bombardeando el Palacio de la Moneda. Desde los edificios universitarios era posible ver los reactores Hawker Hunter y oír los proyectiles que estallaban al caer sobre La Moneda, donde Allende resistía, ver el humo que se elevaba de las ruinas del edificio que se consumía en el incendio. Después, Víctor, inquieto por nosotras, esperó su turno en una larga cola para llamarme por teléfono. Aquella mañana había cerca de seiscientos alumnos y profesores en la Universidad Técnica. El presidente Allende tendría que haber pronunciado allí un importante discurso para anunciar su decisión de celebrar un plebiscito nacional a fin de resolver por medios democráticos el conflicto que amenazaba al país. Puesto que los primeros mandos militares aseguraban que quienes andaran por las calles se exponían a ser abatidos por los disparos y que desde las primeras horas de la tarde entraría en vigor el toque de queda, el doctor Enrique Kirberg -Rector de la universidad-, negoció con los militares la autorización para que los encerrados en el edificio permanecieran allí toda la noche, por su propia seguridad, hasta que a la mañana siguiente se levantara el toque de queda. Eso fue lo acordado y se dieron órdenes para que todos permanecieran en el interior de los edificios de la universidad. Probablemente fue entonces cuando Víctor me telefoneó por segunda vez. No me dijo que el campus estaba rodeado de tanques y soldados. Me han contado que durante las largas horas de la noche, mientras escuchaban las explosiones y el pesado fuego de ametralladoras que retumbaba por todo el barrio, Víctor intentó elevar la moral de los que lo rodeaban. Cantó y los hizo cantar con él. No tenían armas con que defenderse. Después Víctor intentó dormir un rato en la sala de profesores del viejo edificio de la Escuela de Artes y Oficios. El tableteo de las ametralladoras se prolongó durante toda la noche. Algunas personas que intentaron salir de la universidad al amparo de la oscuridad fueron abatidas en el acto, pero el ataque en serio comenzó a primeras horas de la mañana siguiente, cuando los tanques dispararon sus cañones pesados contra los edificios, dañando la estructura de algunos, haciendo trizas las ventanas y destruyendo laboratorios, equipos, libros. No hubo disparos de respuesta, pues en el recinto no había armas. Una vez que los tanques entraron en el recinto universitario, los soldados procedieron a reunir a todos, incluido el Rector, en un amplio patio que normalmente se utilizaba para practicar deportes. Obligaron a todos a echarse al suelo, con las manos en la nuca, golpeándolos con las culatas de los fusiles y dándoles de patadas. Víctor estaba con los demás y tal vez fue al salir del edificio cuando se quitó de encima el carnet de identidad, con la esperanza de que no lo reconocieran. Luego de permanecer más de una hora en aquella posición, los hicieron formar en fila india y correr, con las manos siempre en la nuca, hasta el Estadio de Chile, situado a seis manzanas de distancia. Por el camino los sometieron a insultos, patadas y golpes. Cuando estaban formados a la puerta del estadio, Víctor fue reconocido por uno de los suboficiales. "Tú eres ese maldito cantante, ¿no?", dijo, al tiempo que golpeaba a Víctor en la cabeza, derribándole, y a continuación pateándole el vientre y las costillas. Víctor fue separado del contingente mientras entraban en el edificio y destinado a una tribuna especial, reservada para detenidos "importantes o peligrosos". Los amigos que lo vieron desde lejos recuerdan la amplia sonrisa que les dirigió en medio del horror que estaban viviendo, una amplia sonrisa a pesar de que tenía la cara ensangrentada y una herida en la cabeza. Más tarde lo vieron ovillarse en los asientos, con las manos apretadas bajo las axilas, para protegerse del frío. Es evidente que en algún momento de la mañana siguiente Víctor decidió tratar de abandonar su posición aislada y unirse a los otros presos. Otro testigo que aguardaba en el pasillo vio la siguiente escena: cuando Víctor empujó las puertas de vaivén para salir al pasillo, casi chocó con un oficial del ejército que parecía ser el segundo jefe del estadio. El militar había estado muy ocupado gritando órdenes por el micrófono y profiriendo amenazas. Era un hombre alto, rubio, bastante buen mozo y evidentemente disfrutaba con el papel que le habían asignado: se pavoneaba de un lado a otro. Algunos detenidos ya le habían apodado "El Príncipe". En el momento que Víctor casi tropezó con él, el oficial dio muestras de reconocerle, sonrió irónicamente, imitó el acto o de tocar la guitarra, rió y a continuación le pasó rápidamente el dedo por el cuello. Víctor permaneció sereno e hizo algún gesto de respuesta, pero el oficial gritó: "¿Qué hace aquí este hijo de puta?" Llamó a los guardias que le acompañaban y añadió: "No permitan que se mueva de aquí. Éste me lo reservo." Después Víctor fue trasladado al sótano, donde se le ve fugazmente en un pasillo, el mismo en que con tanta frecuencia se había preparado para cantar, ahora cubierto de sangre y tumbado en un suelo cubierto de orina y excrementos. Por la noche le devolvieron a la parte principal del estadio y le dejaron con los demás presos. Apenas podía caminar, tenía la cara y la cabeza ensangrentadas y amoratadas, al parecer le habían roto una costilla y le dolía el vientre, donde le habían pateado. Los amigos le limpiaron la cara y procuraron que estuviera cómodo. Uno de ellos tenía un frasco pequeño de mermelada y algunas galletas. Los compartieron entre tres o cuatro, cogiendo la mermelada con los dedos y chupándoselos hasta que no quedó vestigio alguno. Al día siguiente, viernes 14 de septiembre, los presos fueron divididos en grupos de alrededor de doscientos, preparándolos para trasladarlos al Estadio Nacional. Fue en ese momento cuando Víctor, ligeramente recuperado, preguntó a sus amigos si alguien tenía lápiz y papel, y comenzó a escribir su último poema. Algunos de los hechos más horrorosos del golpe militar ocurrieron en el Estadio Chile durante aquellos primeros días, antes de que fuera visitado por la Cruz Roja, Amnistía Internacional y representantes de embajadas extranjeras. A pesar de los recursos legales y de peticiones de información realizadas por abogados, no he logrado averiguar el nombre de los oficiales que estuvieron al mando del Estadio Chile. Durante días mantuvieron en esas condiciones a miles de prisioneros, prácticamente sin alimentos ni agua; les apuntaban constantemente con focos cegadores, hasta el punto de que perdieron toda noción del tiempo e incluso del día y de la noche; montaron ametralladoras alrededor de todo el estadio y las disparaban intermitentemente contra el techo o sobre la cabeza de los prisioneros; lanzaban órdenes y amenazas por los altavoces; el jefe era un hombre corpulento y sólo divisaron su silueta cuando advirtió que habían apodado "sierras de Hitler" a las ametralladoras porque podían partir a un hombre por la mitad... y lo harían si era necesario. Llamaban a los prisioneros de uno en uno y les hacían desplazarse de una parte a otra del estadio; era imposible descansar. La gente era golpeada con látigos despiadadamente y a culatazos. Un hombre que ya no pudo soportarlo más, se lanzó al vacío desde lo alto y encontró la muerte entre los prisioneros que estaban abajo. Otros sufrieron ataques de locura y fueron abatidos a balazos a la vista de todos. Víctor garabateaba a toda prisa e intentaba registrar pare del horror al que se estaba dando rienda suelta en Chile, a fin de que el mundo lo supiera. Sólo podía prestar testimonio de si "pequeño rincón de la ciudad", donde estaban presas cinco mil personas, e imaginar lo que debía estar ocurriendo en el resto del país. Seguramente comprendió el monstruoso nivel de la operación militar, la precisión con que había sido preparada. En las últimas horas de su vida, las raíces profundas de su infancia campesina lo llevaron a ver en los militares a "matronas" cuya llegada era la señal de los gritos del parto, lo que de niño le había parecido un sufrimiento insoportable. Ahora esas visiones se confundían con la tortura y la sádica sonrisa de "El Príncipe". Pero hasta en ese momento Víctor abrigaba esperanzas respecto al futuro, confianza en que a largo plazo el pueblo sería más fuerte que las bombas y las metralletas... y al llegar a los últimos versos -"¡Canto qué mal me sales/cuando tengo que cantar espanto!"-, para los cuales ya tenía la música en su interior, lo interrumpieron. Un grupo de guardias fue a buscarlo y lo separó de los que estaban a punto de ser trasladados al Estadio Nacional. Le pasó de prisa el papelito a un compañero sentado a su lado y éste, a su vez, lo escondió en el calcetín mientras se lo llevaban. Cada uno de los amigos intentó aprenderse de memoria el poema a medida que era escrito, para sacarlo consigo del estadio. No volvieron a ver a Víctor. A pesar de que muchos fueron trasladados a otros campos de prisioneros, el Estadio Chile seguía lleno a tope pues constantemente llegaban nuevos contingentes de detenidos, tanto hombres como mujeres. Cuento con otros dos atisbos fugaces de Víctor en el estadio, dos testimonios más; un mensaje para mí transmitido por alguien que estuvo a su lado algunas horas en los camarines -convertidos en sala de tortura-, un mensaje de amor hacia sus hijas y hacia mí. Luego fue, una vez más, insultado y golpeado, en público; al borde de la histeria y perdido el dominio de sí, el oficial apodado "El Príncipe" le gritó; "¡Canta ahora si puedes, hijo de puta!". Después de cuatro días de sufrimiento, la voz de Víctor sonó en el estadio para cantar un verso de "Venceremos", el himno de la Unidad Popular. A continuación fue golpeado y evacuado a rastras para someterlo a la última etapa de su agonía. El estadio de boxeo se encuentra a pocos metros de la principal línea ferroviaria del Sur, que, al salir de Santiago, atraviesa el barrio obrero de San Miguel, siguiendo la tapia que limita con el cementerio metropolitano. Fue allí donde a primeras horas de la mañana del domingo 16 de septiembre, los habitantes de la población encontraron seis cadáveres que yacían en ordenada fila. Todos presentaban espantosas heridas y habían sido baleados con metralletas. Observaron los rostros intentando reconocer los cadáveres y súbitamente una de las mujeres exclamó; "¡Éste es Víctor Jara!" Era un rostro conocido y querido por ellos. Una de las mujeres incluso había tratado personalmente a Víctor, pues cuando él visitó la población para cantar, ella le invitó a su casa, a comer un plato de porotos. Mientras se preguntaban qué podían hacer apareció una furgoneta. Temerosa, la gente de la población se ocultó tras un muro, pero vio cómo un grupo de hombres vestidos de civil arrastraban los cadáveres tirando de los pies y los arrojaban al interior de la furgoneta. Desde allí el cuerpo de Víctor debió de ser trasladado al depósito municipal a título de cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allí.
Cuando más adelante me trajeron el texto del último poema de Víctor, supe que él quería dejar su testimonio, su único medio de resistir a la hora del fascismo, de luchar por los derechos de los seres humanos y por la paz.
¡Cuánta humanidad
Seis de los nuestros se perdieron
Un muerto, un golpeado como jamas creí
¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!
Pero de pronto me golpea la conciencia
¿Cuántos somos en toda la patria?
¡Canto qué mal me sales
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