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12 de septiembre del 2003 |
Los centuriones de Santiago*
El cuartelazo del ejército chileno y la muerte violenta de Salvador Allende han sido acontecimientos que, una vez más, han ensombrecido a nuestras tierras. Ayer apenas Brasil, Bolivia, Uruguay -ahora Chile. El continente se vuelve irrespirable. Sombras entre las sombras, sangre sobre la sangre, cadáveres sobre cadáveres: la América Latina se convierte en un enorme y bárbaro monumento hechos de las ruinas de las ideas de los huesos de las víctimas. Espectáculo grotesco y feroz: en la cumbre del monumento una tribuna de pigmeos uniformados y condecorados gesticula, delibera, legisla, excomulga y fusila a los incrédulos. Mientras Nixon se lava las manos sucias de Watergate en el lavamanos ensangrentado que le tiende Kissinger, mientras Brejnev inaugura nuevos hospitales psiquiátricos para disidentes incurables, mientras Chou en Lai agasaja a Pompidou en Pekín y a alerta a los europeos occidentales sobre "el peligro ruso" -los generalitos latinoamericanos hacen otra de las suyas. La paz que construyen las superpotencias se edifica sobre la humillación de los pueblos, el sacrificio de los disidentes y los despojos de las democracias destruidas: Grecia, Checoslovaquia, Uruguay, Chile. En Praga los tanques rusos y en Santiago los generales entrenados y armados por el Pentágono, unos en nombre del marxismo y los otros en el del antimarxismo, han consumado la misma "demostración": la democracia y el socialismo son incompatibles.
Condenar la acción de los militares chilenos y denunciar las complicidades internacionales que la hicieron posible, unas activas y otras pasivas, puede calmar nuestra legítima indignación. No es bastante. Entre los intelectuales la protesta se ha convertido en un rito y una retórica. Aunque el rito desahoga al que lo ejecuta, ha perdido sus poderes de contagio y convencimiento. La retórica se gasta y nos gasta. No protesto contra las protestas. Al contrario: las quisiera más generalizadas, enérgicas y eficaces. Pido, sobre todo, que sean acompañadas o seguidas por un análisis de los hechos. La indignación puede ser una moral pero es una moral a corto plazo. No es ni ha sido nunca el sustituto de una política. Renunciar al pensamiento crítico es renunciar a la tradición que fundó el pensamiento revolucionario y abrazar, ya que no las ideas, los métodos intelectuales del adversario: la invectiva, la excomunión, el exorcismo, la recitación de las autoridades canónicas. Lo ocurrido en Chile ha sido una gran tragedia. También ha sido, digámoslo sin miedo, una gran derrota. Una más en una larga serie de derrotas. ¿Por qué y cómo? Hay que hacer un examen de la situación nacional e internacional, valorar las fuerzas sociales en juego, reflexionar sobre los métodos empleados y reconocer -aunque sea humillante para los dirigentes y los teóricos, engreídos con sus frágiles esquemas- que los resultados han sido desastrosos. Y hay que completar esta reflexión histórica y política con un examen de conciencia. La izquierda latinoamericana lucha contra formidables enemigos: el imperialismo norteamericano -hoy más o menos tranquilo en sus flancos internacionales gracias a su doble entendimientos con Rusia y con China-, las grandes oligarquías, la casta militar y los restos de los antiguos partidos conservadores. En algunos casos, como sucedió en Chile, ha convertido a su aliada natural en este periodo histórico, la clase media, en su adversario. Pero la izquierda también está en lucha con ella misma. No sólo está dividida en muchas tendencias sino que, más grave y decisivamente, está desgarrada entre la relativa debilidad de sus fuerzas y el carácter geométrico y absoluto de sus programas. Su predicamento es el de aquel que pretende perforar rocas con alfileres. En Europa Occidental contrasta la fuerza de los movimientos de izquierda franceses e italianos con la prudente modestia de sus programas; en América Latina sucede exactamente lo contrario. Apenas si es necesario añadir que el radicalismo de los grupos extremistas -el último ejemplo es el MIR chileno- opera invariablemente como una provocación. Los extremistas pertenecen a la clase media y en sus actos e ideologías son determinantes, como lo fueron en los de los jóvenes fascistas de la década anterior a la segunda guerra, la desesperación, la inseguridad psicológica y las tendencias inconscientes al suicidio. La tarea más urgente de los movimientos realmente democráticos y socialistas de la América Latina es elaborar programas viables y diseñar una nueva estrategia y una nueva táctica. Subrayo la palabra realmente porque estoy convencido de que el socialismo sin democracia no es socialismo. La derrota de Chile expone a la izquierda latinoamericana a graves tentaciones morales y políticas. La primera es pensar que la trágica experiencia de Salvador Allende ha cerrado la vía democrática hacia el socialismo. En un sofisma simple pero por su mismo simplismo, atractivo. Para refutarlo basta con recordar los recientes fracasos de la violencia revolucionaria: ¿las derrotas de Guevara y los "tupamaros" significan que la vía violenta hacia el socialismo se ha clausurado? La verdad es que la violencia y legalidad son variables que dependen tanto de las circunstancias nacionales como de la situación internacional. Las condiciones de Chile no fueron propicias, eso es todo. El dirigente socialista francés Francois Miterrand piensa que en Francia las cosas habrían ocurrido de otra manera: "Es absurdo querer comparar un país subdesarrollado con un país industrializado. Nuestro socialismo será un socialismo de la abundancia." En un artículo reciente (El tránsito hacia el socialismo pacífico, en Le Monde del 24 de septiembre), Maurice Duverger comenta el caso de Chile y hace algunas observaciones dignas de meditarse: "La primera condición del paso democrático hacia el socialismo, en un país de Europa Occidental como Francia, es que el gobierno de izquierda tranquilice a las clases medias sobre su suerte en el régimen futuro, para así disociarlas del núcleo de los grandes capitalistas, condenados a desaparecer o a sufrir un estrecho control. Esto significa que la evolución hacia el socialismo debe ser progresiva y muy lenta, de modo que en cada etapa el régimen pueda contar con el apoyo de una buena parte de aquellos que al principio lo temían. La suerte de los pequeños negocios debe precisarse con la mayor claridad, mostrando que será mejor que bajo el capitalismo de los grandes monopolios y oligopolios. La nacionalización de las grandes industrias no debe acompañarse de ocupaciones violentas y desordenadas, algo que hizo mucho daño al régimen de Allende. Debe mantenerse con firmeza el orden público, incluso si esto implica restringir la espontaneidad de los movimientos populares. Estas condiciones son draconianas y es comprensible que los extremistas las rechacen. Hay que recordarles la frase de Lenin: los hechos son testarudos. La realidad es la realidad, por más desagradable que sea. Por otra parte, la vía revolucionaria hacia el socialismo es aún más difícil que la vía democrática, en los países de Occidente." Agrego: y todavía más en los países subdesarrollados y dependientes. La pregunta sobre la pretendida incompatibilidad entre el socialismo y la democracia debería cambiarse por otra: ¿es posible el socialismo en un país subdesarrollado, dependiente, apenas o insuficientemente industrializado y que, colmo de males, vive esencialmente de la exportación de un producto único? La respuesta de Marx y Engels habría sido un categórico: No. Ambos concebían al socialismo primordialmente como un instrumento de transformación social y secundariamente de transformación económica; quiero decir, para ellos el socialismo sería la consecuencia de la industria y no un método para la industrialización. Engels subrayó muchas veces que una revolución no podía ir más allá de sus estructuras económicas y que era imposible saltar las etapas históricas. Para los fundadores, el socialismo multiplica y hace más racional la producción y la distribución en la sociedad industrial pero no tiene por misión crear a la industria. El proletariado, la clase revolucionaria per se, no es el padre sino el hijo de la era industrial. Nada más extraño al marxismo original que el "voluntarismo" económico de un Mao -para no hablar del ascentismo socialista que Guevara pretendía imponer a los trabajadores. A pesar de los cambios que ha sufrido la doctrina, ninguno de los sucesores, de Kausky a Trotsky y de Rosa Luxemburgo a Lenin, afirmó nunca la posibilidad de establecer auténticos regímenes socialistas en países no industrializados, y, además, monoproductores. Tampoco Stalin. El ideólogo del "socialismo en un solo país" puso siempre, como condición determinante, que el país tuviese las dimensiones y los recursos de un continente -la URSS. Es verdad que después hemos visto a países como Cuba y Albania llamarse a sí mismos socialistas. ¿Lo son realmente? Engels llamaba al estatismo de Bismarck: "socialismo de cuartel". Si el socialismo, en el sentido recto del término, no puede ser en esta etapa histórica mundial el remedio para los inmensos males de las naciones latinoamericanas, ¿cuál puede ser el programa mínimo de la izquierda? Ésta es la pregunta que deberíamos hacernos todos. El porvenir de nuestros desdichados países depende, en buena parte, de la respuesta que logremos darle. ¿O es ya demasiado tarde? Para combatir con eficacia al adversario hay que conocerlo. El cuartelazo de Chile presenta los rasgos tradicionales de los "pronunciamientos" tradicionales. A los mexicanos nos recuerda la sublevación del general Huerta y el asesinato del Presidente Madero. Sin embargo, en el movimiento chileno aparecen ciertas notas distintas y distintivas. Conviene destacarlas porque, probablemente, se acentuarán en el futuro. Me refiero a la movilización y la manipulación de la clase media y de la pequeña burguesía pobre, a la xenofobia, al puritanismo sexual (las dictaduras son púdicas) y, sobre todo, al proyecto de crear un Estado corporativo en el que el Ejército tendrá el lugar privilegiado que tenía el Partido en la Italia de Mussolini. Aunque no se trata de una verdadera ideología sino de una "cobertura ideológica" hecha de retazos, todos estos síntomas evocan la imagen del fascismo (1). La comisión de actos abyectos como el saqueo de la casa de Pablo Neruda y de la destrucción de sus libros y sus papeles, acentúa el parecido. Apenas nacido, el régimen chileno se distingue ya del brasileño. Este último es una dictadura militar tecnocrática, apoyada en el gran capital nacional e internacional, no-ideológica y que, hasta ahora, no ha pretendido servirse políticamente de las clases medias. El recurso a la ideología y la explotación de la xenofobia indican que la situación chilena es mucho más crítica que la brasileña. En Chile no podrá operar la movilidad social, resultado de desarrollo económico brasileño, como válvula de escape a las tensiones sociales. El régimen militar de Santiago se enfrentará a las mismas severas limitaciones económicas a que se enfrentó Allende. Extraño triángulo: frente al régimen militar chileno, el brasileño; ante ellos, la ambigüedad extraordinaria del peronismo. El fracaso de las ideologías políticas tradicionales -los más sonados han sido el de los radicales argentinos y el de la democracia cristiana chilena- son la causa inmediata de la aparición de todos esos regímenes bizarros, en el sentido que daba Baudelaire a esa palabra: singularidad en el horror. Escribí: "la causa inmediata" porque las mediatas son más profundas y se remontan al gran fracaso de nuestras guerras de independencia, gran semillero de caudillos. El militarismo latinoamericano nació con la independencia, aunque sus raíces son más antiguas y se hunden en el pasado hispano-árabe. Estamos ante verdaderos híbridos históricos. Para comprobarlo basta con echar una ojeada al mapa político: en un extremo el populismo nacionalista de los militares peruanos y en el otro la dictadura tecnocrático-militar brasileña. El panorama es desolador: nuestra tierras son todavía la tierra de Tirano Banderas. El personaje de Valle Inclán es monstruoso y, al mismo tiempo, es intensamente real. Es una realidad sin ideas, lo que no quiere decir que sea una realidad estúpida. Tirano Banderas es la respuesta bárbara de la realidad latinoamericana a la miopía y a la ceguera de los ideólogos. El examen del pasado inmediato y del presente nos cura de la peor intoxicación: la ideológica. Hay que acercarse a la realidad con humildad. Necesitamos elaborar programas que correspondan a nuestra historia y a nuestro presente. A la luz de la terrible experiencia del siglo XX, esos programas tendrán que ser democráticos -aunque no tienen por qué ser copias de las democracias burguesas occidentales. También deberán contener los gérmenes de un futuro socialismo y, ante todo, deberán proponer modelos de desarrollo económico y de organización social que sean menos inhumanos e injustos que los de los regímenes capitalistas y de los del "socialismo burocrático". No se trata de fundar paraísos sino de dar respuestas reales a la realidad de nuestros problemas. Nos hacen faltan, en dosis iguales, la imaginación política y la sobriedad intelectual. América Latina es un continente de retóricos y de violentos -dos formas de la soberbia y dos maneras de ignorar la realidad. Debemos oponer a la originalidad monstruosa pero real de Tirano Banderas la originalidad humana de una política a un tiempo realista y racional. Tenemos una literatura y un arte, ¿cuándo tendremos un pensamiento político? Estas apresuradas observaciones no tienen nada de categórico o definitivo. Son opiniones personales y no editoriales. No se proponen tanto sostener una tesis como iniciar un diálogo. Más que nada son una invitación a estudiar en serio y con ojos nuevos los problemas históricos, sociales y políticos de nuestra América. Una vez más: Plural está abierto a la discusión. Pero no solamente a la discusión: Plural afirma su solidaridad con las víctimas de la represión y especialmente con los escritores y artistas chilenos. Cambridge, a 28 de septiembre de 1973 (*) Texto publicado originalmente en Plural, Núm. 25, octubre de 1973. Tomado del libro del poeta El ogro filantrópico. México, Joaquín Mortiz, 1979. pp. 271-276. Exhumación y transcripción para La Insignia: ARM (1) El régimen chileno no evolucionó hacia el fascismo, no siquiera en la forma híbrida que han inventado los ideólogos: fascismo de la dependencia. Aunque sus métodos represivos son análogos a los de los sistemas totalitarios, los rasgos característicos del régimen chileno no evocan tanto la imagen del fascismo -dirigismo económico, corporatismo, populismo y, sobre todo, un partido único y un Jefe- como el rostro sombrío y bien conocido en nuestros países de la dictadura militar reaccionaria. |
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