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La insignia
26 de julio del 2003


Revista de prensa (*)

Cuando muere un amigo


Carlos Fuentes
El País. España, julio del 2003.


"Te voy a presentar al más perfecto caballero", me dice el novelista estadounidense William Styron. Estamos admirando el crepúsculo atlántico desde la isla de Martha's Vineyard, en la costa ballenera de Herman Melville. Es una gélida tarde de noviembre, en 1975. Es el Día de Acción de Gracias, el Thanksgiving sagrado en el calendario del norte. (Le Jour du Dieu Merci Donnant, escribe cada año el humorista Art Buchwald, desde siempre ajeno a la absurda francofobia que se ha apoderado de muchos sectores de EE UU).

Styron se quedó corto. El príncipe Sadruddin Aga Kan y su hermosa mujer, Catherine, vistos por primera vez esa tarde de noviembre en Massachusetts, se convirtieron en amigos muy cercanos nuestros -míos y de Silvia, mi esposa-. Hoy que Sadruddin -Sadri- ha muerto, a los 70 años de edad, evoco con alegría los muchos momentos que pasamos juntos y celebro la inteligencia, el humor, la generosidad y la elegancia que en él se daban cita.

Sadruddin Aga Kan era hijo del Aga Kan III y descendiente de Mahoma. Líder de 20 millones de chiíes ismaelíes, nacido en la riqueza, Sadruddin pudo llevar una vida de ocio distinguido. Pero, como su compañero de estudios en Harvard, Edward M. Kennedy, sintió que su posición llevaba consigo un compromiso de servicio. Una obligación hacia los demás. En cierta ocasión, un miembro de la audiencia interrumpió un discurso del senador Kennedy para preguntarle si no era contradictorio que siendo millonario defendiera causas de izquierda, Kennedy contestó: "Lo importante no es de dónde vengo, sino dónde estoy, dónde me paro y qué cosas defiendo".

Lo mismo pudo decirse de Sadruddin. Dedicó su vida a la convivencia humanitaria, en primer término, a través de organizaciones internacionales que él veía como caminos constructivos para resolver los problemas de la vida en un planeta siempre al borde del conflicto y la autodestrucción. Durante 32 años, Sadruddin fue el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Gracias a él encontraron hogares 10 millones de refugiados a causa del conflicto entre Pakistán y Bangladesh en 1971. Encontró hogares para los refugiados de la guerra de Vietnam, de la guerra civil en Sudán y de la atroz dictadura de Idi Amín en Uganda. A fines de los ochenta, encabezó la asistencia de la ONU a los afganos desplazados tras el retiro de las tropas soviéticas. A principios de los noventa, coordinó la asistencia a los desplazados por la guerra del Golfo, tanto en Irak como en Kuwait.

Dos veces se presentó como candidato a la Secretaría General de la ONU. Para suceder a Kurt Waldheim en 1981 y a Javier Pérez de Cuéllar en 1991. En ambas ocasiones, a pesar de la mayoría, fue derrotado por un veto de la Unión Soviética, que lo consideraba "demasiado prooccidental". Las grandes potencias a veces sufren de miopía. Sadruddin hubiese sido, con gran oportunidad, un mediador entre las dos grandes civilizaciones del Mediterráneo, la judeocristiana y la islámica. Conocedor de ambas, nos proponía repensar las deudas culturales del mundo cristiano hacia el mundo musulmán, y de éste hacia aquél. Destacar los "choques de civilizaciones" es desdeñar el encuentro de civilizaciones. Como mexicano, me gustaba repasar con Sadruddin la enorme deuda de mi cultura para con el islam. Lengua, arquitectura, música, literatura, derecho, arte: el islam está en todas nuestras vidas, a veces sin que nos demos cuenta de ello. Ni cuando comemos una alcachofa, nadamos en una alberca o gritamos "¡olé!" en la plaza de toros. Occidente jamás debe olvidar, por encima de las diferencias, que su propia identidad le fue preservada y devuelta por el islam, depositario de la antigua cultura griega perdida en las tinieblas de la Baja Edad Media.

Más que choques, encuentros, contaminaciones, curvas de civilización. Hay momentos históricos en que China o el islam superan con gran ventaja a Occidente en cuanto a tecnología. Hoy sucede lo contrario. Pero la superioridad técnica occidental de hoy no hubiese sido posible sin la superioridad técnica del mundo islámico de ayer. Sadruddin Aga Khan fue un apóstol de la necesidad política e intelectual de repensar la relación entre Occidente y el islam. Ni uno ni otro son bloques cerrados. El mundo musulmán no es una totalidad unida contra Occidente. Ni siquiera está unido consigo mismo -como no lo está Occidente en su variedad política, racial, religiosa y sincrética-. Lo razonable es reconocer y celebrar estas diferencias. Y el peligro estriba en los grupos que secuestran al islam para justificar su extremismo. Pero, como acaba de expresarlo elocuentemente Bill Clinton en la Conferencia de la Tercera Vía en Londres, ¿no tiene también Occidente grupos fanáticos de extrema derecha que se escudan en el cristianismo para perseguir, descalificar e incluso asesinar a El Otro?

Para Sadruddin Aga Kan, el Otro en nuestro mundo era el refugiado y el trabajador migratorio. Su presencia entre nosotros debía obligarnos a entender nuestra propia presencia entre los otros. El inmigrante, el refugiado, eran -son- los emisarios de los que, por ser distintos de nosotros, nos obligan a reconocer la humanidad que compartimos con lo diferente. En el mundo peligrosamente maniqueo denunciado por Clinton en Londres, Sadruddin representaba, más que la tolerancia (palabra con tintes de condescendencia), el conocimiento de nosotros mismos a través del indispensable conocimiento del Otro: los hombres y mujeres de otra cultura, otra religión, otra raza. Rechazó por igual que Occidente fuese el enemigo del islam o el islam el enemigo de Occidente. Su legado -su riqueza más grande- consistió en darles a estos problemas curso institucional. De lo contrario, podríamos, paradójicamente, convertir el proceso globalizador en un acto violento de desconocimiento del Otro, atentando por igual contra la interdependencia global y el valor local.

La última vez que vi a mi admirado y querido amigo fue en la Casa de los Lores en Londres, donde presentó un programa de defensa de una especie amenazada, el elefante africano, diezmado por los criminales comerciantes internacionales del marfil. Sadruddin dedicó un enorme esfuerzo a la causa ecológica. Desde su domicilio en Ginebra dirigió la Fundación Bellerive e inició un movimiento para salvar la ecología de los Alpes. Extendió su actividad ecologista a la protección de aves en peligro, y su actividad cultural, al rescate de templos antiguos y de iglesias (en especial las nubias cristianas) amenazadas de desaparición. Su espléndida colección de arte islámico será alojada en el museo que mandó construir en Toronto.

Pero si algo acicateaba su conciencia era un simple hecho. Mil millones de seres humanos viven con menos de un dólar diario. En 80 países del mundo, hoy hay más pobreza que hace diez años. Los gastos de armamentos aumentan. Los de educación descienden. El mundo no está bien. Sadruddin Aga Kan puso todo lo que estuvo de su parte para mejorar las vidas de millones de seres humanos.

Descanse en paz este amigo tan cálido, tan elegante, tan humano. Sadruddin Aga Kan nos hará falta a todos.


(*) Artículo aparecido el 26 de julio en El País, de España. La redacción de este diario recuerda a sus lectores que en nuestras páginas sólo tienen cabida los textos externos que cuenten con los debidos permisos de reproducción de autores y/o publicaciones. Cualquier excepción, como la actual, se hace siempre en virtud del carácter no lucrativo de La Insignia, ante situaciones de evidente interés informativo o social y a condición de no provocar perjuicio alguno a la fuente de origen.



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