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La insignia
24 de julio del 2003


Pendiente de un hilo azul


Sergio Busto
La Insignia. España, julio del 2003.


No recuerdo cuando fue la primera vez que los vi. En todo caso, su presencia en el Metro de la noche me era familiar desde hacía mucho. Subían una estación después de la mía y se bajaban una estación antes. En la de Gran Vía concretamente.

Yo trabajo en Madrid, en un hotel de cinco estrellas cercano a la Plaza de Castilla. Mi turno termina a las once de la noche y, entre una cosa y otra, alrededor de las once y media cojo el Metro en la estación de Tetuán. Y digo alrededor porque me gusta funcionar a horas exactas y si por mí fuese lo cogería a las once y treinta pero, claro, se ve que los del metropolitano no piensan lo mismo y yo estoy segura de que si siempre subiese a la misma hora vería a la pareja aquella todos los días justo en mi mismísimo vagón (porque esa es otra, siempre suben al penúltimo, igual que yo, y pienso que les pasará como a mí, que el último me da pánico, por un descarrilamiento o cualquier cosa de esas). De todas maneras, con todo lo irregular del servicio a esas horas, coincido con ellos, como quien dice, un día sí y otro también.

Y siempre es lo mismo, una especie de comedia vista muchas veces y en la que te conoces de memoria a los actores, sus entradas y sus gestos. Ella llega encogida, malhumorada y siempre refunfuñando, al parecer contra él, que la sostiene del brazo y se limita a asentir con gesto de paciencia o, a lo más, a contestarle con resignación un "vale, vale mujer, ya está bien" o "mejor lo dejamos" o algo así. Luego que se sientan (de asientos, por lo menos, no podemos quejarnos a esa hora), la vieja tarda no más de una estación en quedarse dormida entre los últimos y debilitados rezongos. Entonces él le acomoda el chal como despidiéndola, estira sus largas piernas y da la impresión de que se relaja, que su cara pierde tensión y que sus ojos, aunque sin posarse en nadie ni en nada determinado, adquieren una tranquila capacidad de observación que minutos antes les estaba vedada.

Pese a sus años, diría que anda cerca de los setenta, yo le encuentro un hombre muy interesante, por no decir guapo que puede sonar inapropiado. Me gusta su cabello blanco y fino al que quizás le haría falta un recorte. Sus serenos ojos azul pálido, sus manos fuertes y sin esas manchas que son como tarjetas de visita de la vejez. Su aspecto general tan, en fin, como sólido, que una llega a pensar que en un hombre así se podría a veces apoyar la cabeza cansada y esperar el paseo de sus manos por el lomo adolorido, hasta que poco a poco, dulcemente, se vayan disipando el cansancio, los dolores y el frío tan horrible de las noches a solas.

Claro que de estos pensamientos él ni se entera. Sé perfectamente que cuando ella deje de dar la lata y se adormezca, su mirada azul pasará revista al vagón y su amable, aunque levísima, inclinación de cabeza se cruzará con mi sonrisa que desde hace rato le aguarda nerviosa (no podía ser menos, con el tiempo que llevamos encontrándonos). A partir de ese momento yo empiezo a hojear las revistas que llevo y que todos los días se dejan los clientes del hotel. Las hay preciosas, a veces en idiomas extraños pero con unas fotos bellísimas que no necesitan palabras para encantarme y, aunque me distraigo, no dejo de echar una que otra miradita para saber qué está haciendo él, con la secreta esperanza de sorprenderle mirándome a su vez. Pero él, como si lloviera, permanece absorto con el rostro vuelto hacia la ventanilla incluso cuando vamos por los túneles y todo el mundo sabe que no se ve nada para afuera.

Y bueno, yo vuelvo a mis revistas como con pena y a veces también, por qué no decirlo, con un poquitín de cabreo pues me digo que él bien podría fijarse en mí de vez en cuando, no porque sea yo quien lo dice, pero a mis cincuenta y ocho años todavía puedo gustar a más de alguno. Y si no que lo diga el señor Benedicto, el dueño de los ultramarinos de bajo de casa, que está forrado y todo el tiempo me está diciendo "ay mujer, si tú quisieras, si tú quisieras...", y yo nada de nada, que si me quedé sola no ha sido por falta de ofertas sino de puro exigente que es una, así que me digo que él también podría apreciarme un poco, sobre todo considerando esa mujer tan gruñona que le acompaña.

Y en esas estaba observándole, discretamente eso sí, una noche como otras tantas, cuando me di cuenta de que al llegar a la estación de Iglesia su cara y especialmente sus ojos (sus queridos ojos, Dios) se animaban de una forma que yo no había descubierto antes. Intrigada, seguí la dirección de su mirada hasta encontrarme con otra mujer, quiero creer que un tanto mayor que yo, que muy pintada y sonriente le dirigía cariñosas señas desde el andén, a las que él, y lo digo sin ánimo de defenderle, contestaba sin excederse.

La odié instantáneamente, lo confieso. Y lo que es más curioso, me sentí solidaria con esa forma encogida y mal agestada que a menos de tres metros de la intrusa (sí, la intrusa) dormitaba ausente de lo que se le venía encima.

A contar de ese día, mi vigilancia no dejó de registrar la misma estúpida y hasta cierto punto cruel escena. La mujer esperaba en el andén, a la altura de nuestro vagón, apoyada en un anuncio publicitario de grandes dimensiones, uno que adelantaba la primavera sin tomar en cuenta para nada el frío que me humedecía los ojos y me hacía apretar los puños en el interior de mi viejo abrigo de semana. Con el transcurso de los días, fue pasando de las miradas y las sonrisas a unas, a mi juicio, descaradas invitaciones. El hombre contestaba con gestos que llamaban a la calma, a la paciencia, como diciendo "espera un poco mujer..." Muy en su estilo, vaya.

Todo aquel insólito espectáculo no duraba más de treinta segundos, lo que tardaba el tren en arrancar de la, a esas horas, desierta estación. La mujer se quedaba ridículamente sola, haciendo ademanes de despedida desde el andén, a los que él sólo contestaba con un gesto cómplice que le empequeñecía terriblemente los ojos y le torcía los labios en un rictus obsceno. Luego, al llegar a Tribunal, él comenzaba a despertar suavemente a su acompañante como si nada hubiese sucedido y a veces a mí también me parecía que nada había sucedido, pues la vieja recomenzaba sus oscuras reclamaciones a medida que abría los ojos y se iban deslizando hacia la salida. Cuando se abrían las puertas me quedaba con el tono viril y condescendiente de su voz: "ya está bien, acaba ya mujer" o algunas frases del mismo sinsentido.

Hasta que una noche, sí, justo cuando de verdad comenzaba la primavera en el calendario, sucedió lo extraordinario (lo extraordinario y absurdo es, tal vez, que me haya sorprendido de esa forma tan tonta): al llegar a la estación de Iglesia, con pasos seguros y serenos y sin volver ni una sola vez la vista atrás, el hombre abandonó el tren y, del brazo de la otra (la muy zorra, con perdón), se dirigió a la salida dejando un bulto arrugado y durmiente circulando desvalido por las entrañas de Madrid.

La sorpresa, ese desconcierto torpe y doloroso como un tropezón en la calle, me acompañó hasta el fin del viaje. Me sentí incapaz de avisarle a esa sombra de mujer, acurrucada tan lejos de este baile de fugas, amor y celos, que este tren ya no la llevaba a ningún lugar conocido. Que ya no había una voz calmosa para contestar sus lamentaciones, ni un brazo fuerte para sostener sus huesos. Y con el mismo frío cruel que presentí la embargaría, me bajé en mi estación de siempre y combiné hacia mi lecho donde, más sola que nunca, el sueño no llegaría.

Durante algún tiempo trabajé como una bruta (así, con todas sus letras) tratando de no pensar en lo sucedido y en sus posibles desenlaces y, de alguna forma, creo que lo había conseguido. Pero me era imposible dejar de sentir esa especie de dolor invernal que se me había colado dentro y que soltaba fuertes punzadas durante el viaje de las once y media en el Metro, en el vagón más triste y vacío del universo.

Hasta que antenoche... Me pareció que soñaba cuando le vi subir al Metro del brazo de su nueva acompañante. Un poco más cansado y ajeno. Resignado a esta mujer que en alguna estación pasada había perdido el entusiasmo y las ganas y que ahora, con un malhumor que parecía herencia o condena, entre debilitadas quejas se dormía. Yo, la verdad, no quería mirarle y hundí la cara en mis revistas aunque en realidad no entendía nada y estuve muchísimo tiempo con la vista clavada en un anuncio de turrones, el primero de la temporada. Me pareció que nevaba suavemente sobre mi espalda.

****

Anoche cogí el Metro quince minutos antes de lo acostumbrado, más arreglada que si fuera a la boda de mi sobrina; me bajé en la estación de Iglesia y esperé tranquilamente. Cuando él pasó me limité a sonreírle. Se sorprendió, pero me contestó con una ligera reverencia. No se veía disgustado, no. Más bien me pareció que al alejarse se desataba desde sus ojos un hilo azul de cálida ilusión.

Mañana pienso hacerle alguna seña. Algo me dice que este otoño no será tan frío.



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