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La insignia
21 de julio del 2003


El resplandor


Lidia Fernández Fortes
La Insignia. España, julio del 2003.


Siempre que veo una película en el televisor, echo de menos poder perderme en sus imágenes de un modo que sólo es posible en una sala de cine, donde las dimensiones de la pantalla y los sonidos envolventes cierran con la llave de su magia la puerta del mundo real. Pero hay veces en las que esto se hace casi imprescindible, como en el caso de El resplandor, en cuyos excesos visuales y sonoros reside gran parte de lo esencial de su atractivo.

Uno de mis momentos favoritos es el comienzo: el coche de Jack Torrance se dirige al hotel Overlook a través de las montañas, mientras aparecen los títulos de crédito. A vista de helicóptero, la velocidad del minúsculo automóvil que se desliza por la carretera entre paisajes gigantescos, hermosos, soleados, que se presienten hostiles en invierno -tal vez más hostiles por ser hermosos-, contrasta con una banda sonora de notas graves y lentas que acentúa la sensación de vértigo y sobrecoge, quizá porque hace pensar en una voluntad siniestra que lo ve y lo sabe todo (el nombre del hotel sugiere una idea parecida). Evoca, al mismo tiempo, la impotencia del ser humano abandonado en medio de las fuerzas de la naturaleza y, al quebrarse en notas agudas como gritos de fantasmas en las zonas nevadas cercanas al hotel, predispone a sumergirse en la claustrofobia provocada por el aislamiento de la civilización, y a intuir las consecuencias que puede tener en una persona desequilibrada y agresiva.

De todos modos, la creciente locura de Jack no se debe al aislamiento ni tampoco a los fantasmas, que sólo son elementos que ayudan a liberar lo que él ya lleva en su interior, y cuyo síntoma más evidente -y peligroso- antes de instalarse en el Overlook con su familia, es la falta de control sobre sus impulsos, fomentada por el alcoholismo y por la incapacidad para reconocer sus propios errores.

Pero Jack está tan perdido en los recovecos de su mente que necesita echar la culpa de su angustia y de su fracaso como escritor a elementos externos. Y escoge a quienes tiene más cerca. Hay una escena muy sugerente en la que, después de lanzar obsesivamente una pelota contra las paredes, incapaz de concentrarse delante de la máquina de escribir, se acerca a la maqueta del laberinto que hay en medio de la sala y ve a su mujer y a su hijo como muñecos vivos, justo en el centro, mientras ellos se pasean por el verdadero laberinto en el exterior. En su mirada alucinada y perversa (el histrionismo de Nicholson resulta muy adecuado para el personaje) puede intuirse el curso de sus pensamientos: su bloqueo creativo se debe a tener que cargar con el lastre de una esposa histérica, mandona y dependiente -«¿Por qué no me llevas a dar un paseo?»-, y de un niño de cuyo cariño y respeto le ha privado esa mujer que lo pone en su contra, que lo lleva siempre pegado a sus faldas. Y sólo porque en cierta ocasión, cuando Danny tenía tres años, ocurrió «un accidente» y perdió los nervios con el chiquillo. Le rompió un brazo, sí; pero no se merece los reproches ni el recelo de Wendy, ya que él «sólo quería levantarlo», porque había cometido el terrible error de tirar todos sus papeles por el suelo.

Puede que, para el perturbado Jack, ver como llegan los muñecos al centro de la maqueta equivalga a un aviso de que en realidad intentan alcanzar el centro de su cerebro, y sonríe como si empezara a descubrir que es un dios; por lo tanto, no puede consentir que dos seres tan insignificantes lo anulen, lo desprecien, y le roben la inspiración y la tranquilidad con sus requerimientos. Esos seres que sólo son como hormigas a su merced, porque ignoran que él está por encima de ellos y observa sus maquinaciones.

Más tarde surgirá entre Wendy y Jack una discusión maravillosamente ambigua en la que, desde cierta perspectiva, podrían percibirse indicios de complicidad con el agresor. En ella, Jack protesta ante una interrupción de su mujer mientras él trata de escribir: «Cada vez que vienes aquí y me interrumpes pierdo la concentración; entonces me distraigo y tardo mucho en volver a coger el hilo». Parece totalmente razonable; incluso muchos de los que encontramos difícil concentrarnos a la hora de escribir podríamos comprender perfectamente su postura, si no fuera porque la expresión desencajada de su cara, sus gestos y el tono de su voz, indican una locura manifiesta que comienza a resultar alarmante. Esta ambigüedad moral -distanciamiento, más bien-, a la que suelen añadirse toques muy agudos -y a veces exquisitos- de humor negro, es característica de Kubrick y, en mi opinión, una de sus mayores cualidades, ya demostrada anteriormente en películas como La naranja mecánica, en la que determinados personajes de encefalograma plano sólo vieron una apología de la violencia que les hizo rasgarse las vestiduras (y recuerdo ahora cierta frase de Oscar Wilde acerca de lo estúpido que resulta aplicar la moralidad al arte...)

Hay otros momentos inolvidables, como el del descubrimiento de Wendy de los cientos de folios en los que su marido únicamente ha tecleado una frase que se repite una y otra vez. Memorables, también, los encuentros de Jack con Lloyd, tan comedido en sus palabras y tan eficaz en su oficio, iluminados ambos por una luz tenue que surge del mostrador y da un aspecto siniestro a sus rostros. O la amigable charla que sostiene con Grady en el cuarto de baño rojo, en la que recibe consejos prácticos sobre educación familiar. En esta ocasión se percibe una ausencia de toda lógica en cuanto a identidades, tiempo y espacio (posiblemente porque Jack habla consigo mismo y aplica inconscientemente sus propios parámetros), ya que Grady aparece como un camarero de los años veinte, cuando en realidad fue el guardián que asesinó a su mujer y a sus hijas en 1970 y, para colmo, le dice: «Usted ha sido siempre el vigilante, lo recuerdo bien. Yo he estado aquí siempre». Eso no es todo; después de morir congelado en el laberinto, vemos a Jack en una foto de 1921, vestido de esmoquin en una fiesta.

Danny Torrance me recuerda al niño de La noche del cazador. También resuelve la diferencia de fuerza física y de poder a base de utilizar el ingenio. De algún modo intuye que la inteligencia puede vencer a la locura, y lo demuestra en una de las mejores escenas de la película: la persecución nocturna en el interior del laberinto nevado. Danny tiene que enfrentarse a algo terrible; se ve forzado a luchar precisamente contra quien debería ser su protector y ahora va tras él para matarlo con un hacha. Como cualquier persona maltratada, ha vivido con su enemigo y ha dependido de él. La familia, en vez de servirle de refugio para sentirse a salvo de las agresiones externas, ha sido la causante de dichas agresiones y, finalmente, se ha convertido en el origen del peligro más atroz.

Por último, debo añadir que el doblaje de El resplandor es, junto con el de Barry Lyndon, el más desastroso que he tenido la oportunidad de escuchar en mi vida. Pero a Kubrick -casi- se lo puedo perdonar.



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