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La insignia
11 de julio del 2003


El verano de la escolopendra


Berna Wang
La Insignia. España, julio del 2003.


El verano de la escolopendra yo tenía nueve años, y Carlos, que había venido a pasar una semana con nosotros, once. Fue la primera vez que compartía mi cuarto de hijo único. Y la primera vez que les pedía a mis padres que no vinieran a darme el beso de buenas noches, y que dormía con la puerta cerrada.

Me acuerdo de la sensación de humedad pegajosa de las sábanas, del frescor de las baldosas donde tumbados boca abajo, leíamos o dibujábamos; del roce áspero de la tapicería del sofá en la piel quemada por el sol.

Y de la casa en penumbra, protegida por las persianas verdes.

Ese verano fue también la primera vez que tuve un cómplice las veinticuatro horas del día. Recuerdo la emoción de saltarnos el cepillado de dientes por la noche; la risa cuando por las mañanas el perro nos despertaba a lametones. Y el orgullo que sentía al enseñarle a mi amigo las calles, los solares y el parque que había descubierto el invierno anterior, en mis primeras incursiones solo por el pueblo.

Y también sentí por vez primera todo el poder de las palabras. El placer de hablar en la oscuridad de mi cuarto hasta quedarnos dormidos. Carlos me contaba historias de su colegio, de su hermano mayor, del barrio de las afueras de Madrid donde vivía. Me acuerdo, sobre todo, de que me contó que una vez había visto una escolopendra. Un extraño bicho negro, largo y anillado, con miles de patas.

Por eso recuerdo tan bien ese verano, por la palabra escolopendra. Porque de pronto supe que tenía las palabras necesarias para nombrar el mundo con precisión. Calor, agua, sal, brisa. Escolopendra. Y son ellas las que me traen ahora, desde el otro extremo de los años, como cuerdas, la visión del cielo casi blanco, el sonido de las olas, el sabor de la sandía, el tacto de la arena, el olor de los jazmines, atados a la memoria.

Sobre todo la escolopendra, porque yo no había visto ninguna todavía, pero la magia de la palabra recién aprendida permanece en mi memoria y es la escolopendra, su cuerpo largo y negro, sus mil patas las que me llevan al primer verano con recuerdos nítidos de mi infancia.



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