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La insignia
7 de julio del 2003


Eva al desnudo


Lidia Fernández Fortes
La Insignia. España, julio del 2003.


Eva al desnudo es una película redonda en muchos aspectos, empezando por la forma, ya que comienza en el mismo punto que termina: la entrega de un prestigioso premio a Eva Harrington. A lo largo de más de dos horas Mankievicz nos narra, a base de flashbacks perfectamente enlazados a través de las voces en off de dos de sus protagonistas (George Sanders y Celeste Holm), lo que sucede en nueve meses.

George Sanders, que interpreta el papel del influyente crítico teatral Addison De Witt, introduce la historia presentándose a sí mismo y al resto de sus protagonistas: la actriz Margo Channing, que subió a un escenario por primera vez a los cuatro años, su novio y director, Bill Sampson, y sus amigos inseparables, el famoso autor teatral Lloyd Richards y Karen, su mujer.

Es esta última la que abre a Eva Harrington la puerta del camerino de Margo, al quedar impresionada por la fidelidad y la inocencia de la admiradora mal vestida, que sabe tocar el resorte del instinto protector de esta mujer que se considera «la simple esposa de un autor», y que parece empeñada en hacer realidad la -estúpida- frase: «Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer». En mi opinión, esto queda claro casi al comienzo de la película, durante la conversación que mantienen ella, Margo y Lloyd en el camerino. Cuando Margo le dice a Lloyd, bromeando, que le escriba algo sobre una mujer normal que se limita a matar a su marido, la mujercita sencilla se descompone: «No me hacen ninguna gracia esas salidas de tono. Esta obra de ahora me parece muy distinguida y muy buena». «Mi querida y leal esposa», le interrumpe el marido, con un tono condescendiente, viendo en las palabras de su mujer únicamente una defensa encendida de su talento. Pero ella continúa: «La crítica lo cree así, y el público también ha opinado, comprando entradas con cuatro meses de anticipación. No veo en qué te han perjudicado las obras de Lloyd». Margo le insiste en que se trataba de una broma, pero si -maliciosamente, como lo haría De Witt- miramos más allá de las palabras de la fiel esposa, no resulta descabellado relacionarlas con la sugerencia acerca de una mujer normal que mata a su marido.

Karen es principalmente una eficaz ama de casa. Y lucha por conservar lo que más le importa: un hombre al lado hecho a su medida y un status social prestigioso y acomodado. Si para ello tiene que mantener atada la creatividad de la persona que debe proporcionarle esa seguridad, o reprimir la peligrosa posibilidad de que ésta decida por sí misma lo que desea hacer (cosa poco probable), no importa. Es mejor que Lloyd se limite a escribir obras elegantes y políticamente correctas que rindan beneficios seguros. También es una manipuladora, como Eva, aunque ambas tengan motivaciones distintas y no sean capaces de pagar el mismo precio por lo que desean: entre otras cosas, Karen es humana y vulnerable a los sentimientos (a su manera, ama a sus amigos y a su esposo); Eva no. Pero ésta sabrá ver el defecto de Karen y los motivos de sus enfados con Margo, y aprovecharse de todo ello: es Karen la que trama lo que concibe como una broma inofensiva y que más tarde, a la vista de los resultados, cobra las proporciones de una imperdonable traición. Es ella la que vacía el depósito de la gasolina para que Margo no pueda llegar a tiempo a la representación y deba ser sustituida por Eva (que además es la sustituta gracias a Karen). Es ella la que, en un arrebato infantil, sin calcular las posibles consecuencias, decide actuar a espaldas de su mejor amiga en su perjuicio, y en beneficio de una recién conocida a la que aquélla detesta.

Respecto a Margo Channing, no puedo imaginarla interpretada por otra actriz que no sea Bette Davis; esa mujer de belleza extraña, que hechiza al encender y fumarse los cigarrillos como ninguna otra actriz lo ha hecho en la pantalla (salvo quizá Marlene Dietrich): con una impaciencia llena de furia o de tristeza, dejando flotar la nube de humo unos instantes delante sus labios, para luego aspirarla con avidez o con melancolía. Bette Davis, esa mujer capaz de abarcar todo tipo de registros, y que fue la primera actriz que quiso salir en las escenas de cama sin maquillar.

Los ojos de Bette Davis hablan por sí solos. Los párpados de Margo Channing son capaces de rugir y de susurrar con dulzura; de apagar su mirada dejando caer sobre sus pupilas la sombra de sus pestañas, volviéndola hacia el interior, o de encenderla y hacerla lanzar llamaradas al exterior. Los matices de su magnífica interpretación nos hacen ver a una mujer apasionada y muy humana; transparente, incapaz de disimular sus enfados o alegrías. Contradictoria, llena de defectos irritantes y de ternura, de inseguridad y de fuerza. Inmadura, pero muy inteligente. Tanto que tiene la facultad de emplear la ironía en cualquier situación (oh, maravillosos diálogos); lo mismo cuando se divierte que cuando necesita escapar de las situaciones desagradables: «Debe haber sido revelador ver a una chica de veinticuatro años interpretar a un personaje de veinticuatro años».

Su novio, Bill Sampson, la conoce a la perfección, y procura no dar alas a sus fantasías celosas, evitando en todo momento justificarse por algo que no ha hecho ni tiene la menor intención de hacer. Entre otras cosas, sabe que tras la ira de Margo se esconde sólo un miedo atroz («joven, cuide de ella; es un corderillo perdido en el bosque»). La lucidez de Bill es justo lo que Margo necesita... y ella lo sabe, aunque su temperamento de diva hace que no le resulte fácil aceptar que la contraríe en sus arrebatos: «Cariño, posees ciertas características por las que eres famosa en escena y en la calle. Te adoro por algunas y a pesar de las otras. No he dejado que éstas me importen demasiado; forman parte de tu equipo para desenvolverte en lo que por irrisión llamamos "nuestro ambiente". Has de mantener las garras afiladas, de acuerdo. Pero no consentiré que te las afiles en mí».

«Te adoro por algunas y a pesar de las otras»... Las palabras que Bill dice a Margo podrían aplicarse igualmente a lo que siente por el teatro. Me llama la atención que se haya dicho tantas veces que Eva al desnudo es una crítica mordaz y despiadada al mundo de las candilejas (que lo es), y que no se haya hablado (al menos en ninguno de los textos que yo he leído) acerca del enorme amor que se esconde bajo esa capa ácida de humor negro y despiadado; de esa crítica al divismo, a los letreros luminosos, a los aduladores, a los cazadores de autógrafos, a la sed de fama y poder... Un amigo me dijo hace unos días que Eva al desnudo era la declaración de amor del cine al teatro más intensa que había contemplado nunca. Y estoy de acuerdo. Hay varias ocasiones, y una muy en particular, en las que esa declaración de amor se concretiza en palabras muy intensas. Me refiero al discurso improvisado que pronuncia Bill en el camerino, cuando conoce a Eva: « El teatro, el teatro... ¿Qué normas obligan a que el teatro esté concentrado en unos feos edificios situados en unas calles determinadas de Nueva York, o de Londres, o París, o Viena? Oiga y aprenda, joven: ¿Quiere saber lo que es teatro? Un circo de pulgas, una ópera y un rodeo; carnavales, ballets, bailes de tribus indias, marionetas, un hombre orquesta... todo eso es teatro. Donde haya magia y ficción, y un auditorio, allí hay teatro. El pato Donald, Ibsen, Pirandello, Sarah Bernardt [...] Betty Grable, Rex, el caballo salvaje, Leonora Dusen... todo es teatro. No los comprende uno a todos, no nos gustan todos. ¿Y qué importa? El teatro es para todos, incluida usted, pero no en exclusiva. Así que no apruebe o desapruebe. Tal vez no sea su teatro, pero es el teatro de alguien en algún sitio». «Había hecho una simple pregunta», susurra Eva, tímidamente. «Y yo me he disparado. No es nada personal, joven, no se ofenda. Es que hay tanta pedantería en este cuarto de marfil verde, como llaman al teatro, que a veces siento que me ahoga».

Como su amor por Margo, el amor que siente Bill por el teatro (y el que siente Mankievicz, deduzco) es muy consciente y profundo. ¿Qué clase de amor es aquél que no ve los defectos del objeto amado? Una ilusión, un capricho, una quimera infantil; un castillo de naipes, sin consistencia. El auténtico enamorado ve lo que ama en conjunto, con perspectiva, y es consciente de todo ese conjunto; incluso puede ver en él lo negativo con mucha más claridad y con más hastío que cualquier otro. Pero ama a pesar de todo lo que no le gusta, porque existe algo más importante, algo esencial que compensa. Lo que compensa, por supuesto, depende de cada uno.

Y aún queda más claro este amor al teatro y a los que lo hacen posible, en las palabras que dice en la escalera, hablando con Addison De Witt: «Reconozco que hay un algo de estrambótico en el teatro. Se destaca por anuncios luminosos y toques de trompeta. Pero eso no es básico, no es necesario. Si lo fuera, el teatro tendría que morir». Y continua: «En el teatro hay un noventa por ciento de trabajo; trabajo de verdad, hecho con sudor, con energía, con dedicación. Y declaro esto: que llegar a ser un buen actor o actriz o cualquier cosa en el teatro significa desear ser eso más que nada en el mundo». «Oh, sí», le interrumpe Eva. «Significa concentración del deseo, de la ambición, y un sacrificio que ninguna otra profesión exige. Y declaro también que el hombre o la mujer que acepta tales demandas no es corriente. No puede ser cualquiera. No hay muchos capaces de dar tanto por tan poco».

Y es entonces cuando Eva deja al descubierto, por unos instantes, sus verdaderas intenciones y motivaciones, aunque sólo son captadas por el sutil De Witt: «¿Tan poco? ¿Tan poco, dice usted? Aunque no hubiera nada más está el aplauso. He oído entre bastidores aplaudir al público. Es como oleadas de amor que pasan sobre las candilejas y la envuelven a una. Imaginen; saber que cada noche cientos de personas diferentes te quieren, te sonríen, les brillan los ojos. Ver que has gustado, que te ensalzan y aclaman. Sólo eso no se paga con nada».

Sí, Eva también ama al teatro, aparentemente. Pero su amor es una especie de pasión enfermiza y egoísta. No ama la tarea en sí misma; sólo busca los resultados. Sólo persigue sentirse poderosa a través de la adoración de una multitud de personas anónimas que la envuelvan en una nube rosa de adrenalina y vanidad satisfecha. Y para conseguirlo es capaz de mentir, seducir, chantajear... lo que haga falta. Calcula meticulosamente cada paso que da, y su determinación no tiene límites, porque no es vulnerable: no está sometida a ningún afecto, a ninguna lealtad y a ningún apetito salvo el de poder. Y en ese apetito concentra todas sus energías. Lo único que parece no haber calculado es que algún día puede aparecer otra Eva que la desplace. Y entonces no tendrá nada. Sólo un gran vacío.

De Witt sabe todo esto, y también se conoce bien a sí mismo. Le interesa Eva, porque es muy parecida a él, y va a por ella. Se encarga de averiguar su punto débil: su pasado. Un pasado inventado, que puede perjudicar su imagen futura. La consigue, pues, a través del chantaje; pero no le importa en absoluto, porque De Witt sólo ama al teatro, y Eva se ha convertido, en gran medida gracias a su ayuda, en la estrella más brillante y prometedora. Su declaración amorosa -si se le puede llamar así- es, para mí, el momento cumbre de la inteligente -e impecable- interpretación de Sanders, que deja entrever una pasión sádica y controlada en los gestos, en el hablar pausado y en la forma de mirar vacía de toda compasión, y una especie de tormenta interior, ya calmada, en cuyo origen se adivina una debilidad, manifestada momentos antes, cuando inesperadamente tuerce los labios y pierde la compostura para darle a Eva una bofetada por reírse de él. «Que yo te quiera se me antoja ahora repentinamente como algo inverosímil, pero quizá sea esa precisamente la razón», le dice. «Eres una persona inverosímil, Eva, y yo también. Eso tenemos en común, junto con el desprecio por la humanidad, incapacidad para amar y ser amados, e insaciable ambición... y talento. Nos merecemos el uno al otro».

Sanders, casado por entonces con Zsa Zsa Gabor, que le prohibió hablar dentro y fuera del plató con Marilyn (cuyo papel de cinco minutos supuso un gran impulso en su carrera), se suicidaría veintidós años después, en un hotel de Barcelona, tomando una sobredosis de nembutal. Dejó una nota de despedida que decía: "Querido mundo, me marcho porque estoy aburrido. Siento que he vivido demasiado. Te dejo con tus preocupaciones en esta dulce cloaca. Buena suerte." Tenía sesenta y cinco años.



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