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5 de julio del 2003 |
Marcos Winocur
Le faltaron unos meses para centenaria, pobre, su
sueño fue no dejar este mundo sin ser precedida por su
hijo, a quien adoraba, pero fui un egoísta, lo
reconozco, no me dejé. Es curioso, la muerte de los
seres más cercanos, con quienes nos unen lazos de
sangre y se ha convivido por años, despierta
encontrados sentimientos. Voy a dar un ejemplo, tomado
de la literatura contemporánea. El Ama, personaje del
teatro lorquiano, evoca así los hechos dolorosos de su
vida:
"Cuando enterré a mi marido, lo sentí mucho pero tenía en el fondo una gran alegría, alegría no... golpetazos de ver que no era yo. Cuando enterré a mi niña, fue como si me pisotearan las entrañas." Esto viene a cuento de mi madre, ahora verán; y asociado a un hecho que se remota a la infancia. Todavía me cuesta referirme al triste asunto: mi abuela y mi jefa no me dejaban comer queso sin pan y tampoco jamón sin pan. Soy consciente de que las interpretaciones psicoanalíticas están a la orden del día, y fácil me sería echarles la culpa de cuanto me ha salido mal en la vida. No, al punto que, en cuanto pude, me harté de jamón sin pan y de queso sin pan... ¡y no supieron a nada en especial! Faltaba aquello que yo agregaba: el sabor de lo prohibido, mucho mejor imaginarlo que gustarlo... cuando deja de ser prohibido. Así y todo, déjenme decirles, no hace falta ser psicoanalista para advertir el vínculo entre jamón frustrado y erección frustrada, y entre queso frustrado y eyaculación precoz, de manera que en la eventualidad no dejo de acordarme de mi mamacita querida y de mi dulce abuelita. Debo decir también que mi padre no estaba conforme con el veto; toda vez que podía robaba jamón y queso para comérselos sin pan, aprisa, que no lo vieran, metida la cabeza dentro del refri y luego sacándola cubierta de escarcha, y a los estornudos. Yo admiraba a mi padre por su osadía, nunca me atreví a tanto. De todos modos, marido e hijo compartíamos la prohibición caídos en igual rasero de niños traviesos, y esto mereció un castigo anticipado: mi madre nos juró que, si le tocaba en suerte asistir a nuestros entierros, lejos de sentir que "le pisoteaban las entrañas", más bien optaría por "una gran alegría, alegría no... golpetazos de ver que no era yo." Claro, lo dijo a su manera, ella no conocía el teatro lorquiano, pero el sentido era ése. Bueno, la historia del jamón y queso corresponde a Marcos niño, en tanto que a Marcos adolescente todavía le fue peor, lo voy a contar también. Mi abuelita, advirtiendo raros movimientos en la ruta que conducía al cuarto de la sirvienta, pasó la novedad a mi progenitora y juntas, bajo la jefatura militar de la primera, montaron un operativo. Y llegó la hora indicada, yo sin sospechar nada, ellas estratégicamente apostadas, cortándome el paso. Sí, yo subía las escaleras sigilosamente, de pronto dos sombras se echaron sobre mí, escoba en mano y chillando: -¡Vade retro! ¡Cochino pecador! ¡Vade retro! Lo de cochino estaba claro, lo de pecador no tanto, seguramente el ¡vade retro! era el arma letal del discurso. Y bien, ya vaderretriaba yo, pegando media vuelta hacia mi cuarto, dispuesto a hacerme una furiosa chaqueta mientras maldecía a la autora de mis días y a la autora de los días de la autora de mis días. A la mañana siguiente a primera hora, la sirvienta era corrida de la casa bajo el cargo de pervertidora de menores, sin que valieran sus protestas de inocencia. Años después, recordando el incidente, mi madre invocó a su favor el principio de la obediencia debida, fueron órdenes de la abuela, me dijo. Queso y jamón sin pan, y nada de visitas a las sirvientas, fueron las dos inflexibles prohibiciones de mi hogar. Salvo eso, mi progenitora era un ser en la media normal de locura, ecléctica, si se quiere. Un día armada de comprensión, al siguiente represiva, un tercero cariñosa, un cuarto distante; la mayor parte de las veces en este último estado. Y bueno, debo reconocer que yo era un niño caprichudo, travieso y desobediente, digno de unas buenas nalgadas. Y bien, pasaron los años, me establecí en otro país, lo más lejos posible de aquel hogar cuya locura no era compatible con la mía. Le faltaron unos meses para centenaria, un día mi madre cayó en coma, sólo interrumpido por raros momentos de lucidez, cuando invariablemente exclamaba: - ¿Y dónde está mi hijo? ¿Es que va a dejarme morir sin siquiera venir a verme por última vez? En varias ocasiones hice las reservas de vuelo, y en otras tantas las cancelé. Me decidieron los amigos, escandalizados de que yo dudara. Ya deberías estar allá, me decían a coro. Y seguidamente pasaban a relatar sus propios casos, cuando, anoticiados de la enfermedad grave o de la muerte de la madre, partían hechos la mocha, mientras que a mí me valía madres. No lo podían creer. Y cuanto más me presionaban, más yo me emperraba: - Pues no voy. - Pero ¿Por qué? - Porque no me da la gana. - Pero (a los gritos) ¡¡eres su hijo!! - Y eso ¿qué? Ya me tienen hasta la madre con mi madre, se meten en lo que no les importa, no tienen idea de cómo ha sido nuestra relación, del jamón con pan que me comí, del queso con pan que me comí... No me escuchaban, no me dejaban terminar, y era chistoso: me mandaban a verla, ya no como buen hijo, sino con un objetivo incalificable: -¡Vete a chingar a tu madre! Una vez, uno de mis amigos, que todo el tiempo había conservado la calma, me llamó aparte, diciéndome: -Oye, no te ofusques, lo hacemos por tu bien, tú, en el fondo, adoras a tu mamacita y después te vas a arrepentir... te entrarán remordimientos, ya sabes: madre hay una sola. -¡Menos mal...! -no pude evitar interrumpirlo. El cuate se puso todo rojo y acabó como los otros: -¡Vete a chingar a tu madre! Huelga decirlo, perdí a casi todos mis amigos y mucha gente dejó de saludarme. Pero valió la pena. Fue la gran desobediencia: a mi propia jefa, a la familia, a los amigos, a los vecinos que siguieron el caso "desde cerca", a la "opinión pública" pues, a cada persona que se lo contaban, se agarraba la cabeza escandalizada. Finalmente, tras tres meses de coma, murió mi progenitora. Ese día, a mis sesenta años de edad, quedé huérfano. ¿Y cuales fueron mis sentimientos? Otra vez el referente es la lorquiana Ama: "una gran alegría, alegría no... golpetazos de ver que no era yo." ¿Qué quieren? De tal palo, tal astilla. Y ahora, al escribir estas líneas haciéndolo partícipe al lector, es cuando siento que por fin concluye la ceremonia del duelo y alcanzo mayoría de edad. ¿O sigo siendo el mismo niño desobediente de siempre, encantado de sus travesuras, cuanto más crueles tanto mejor? No tengo madre, como dicen los mexicanos. > Para ampliar el conocimiento:
Camus, El extranjero Vocabulario
No tengo madre: soy de lo peor |
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